CRÓNICAS LOMBARDIACOLUGANECIAS

March 2nd, 2021

CRÓNICAS LOMBARDIACOLUGANECIAS

Domingo 21 a martes 30 de octubre de 2018

Domingo 21 ¡Feliz cumple, Porcinetta mía!                                              

He llegado de Londres a las diez de la noche, lavado ropa, visto algo de tele y dormido tres o cuatro horas. Me levanto a las siete y media, termino de hacer la valijita y salgo, por primera vez desde Amiens (vide “Crónicas bretañonormadiosas”) con cielo nublado, para la Terminal Internacional de Ómnibus de Erdberg, más impresionante onomástica que arquitectónicamente, porque no es ni un galpón, descuidado y gris, con un quiosquito de mala muerte que, menos mal, sirve café caliente y, en la otra punta, un carrito ambulante de repuesto. Llego con casi una hora de tiempo, que, tras el café y el croissant, he de asesinar a fumarada limpia. Tomo la precaución de dejar la maletica al pie de la ventanilla de embarque y con eso me aseguro el primer puesto en la fila que no tarda en crecer. Entre los que aguardan hay una china joven con un barbijo que le tapa la mitad de la cara. Parece que en ciertas ciudades de China se usa mucho, pero aquí está tan fuera de lugar como un gorro de piel en Jamaica. Me ubico en la primera del pulman, detrás del auriga, y pongo como quien no quiere la cosa la mochilita en el asiento de al lado para disuadir coviajeros. Y así viajo orondo hasta Graz, mucho más cómodo que en los autocares británicos aunque, las cosas como son, sin apoyabrazos de ninguno de los dos lados. El primer par de horas lo paso durmiendo. Luego me despierto en medio de este paisaje prealpino que tan bien conozco y que inauguré junto con mi Peugeot 309 aquel abril de 1992 cuando bajé por vez primera a Trieste. Llovizna hasta que sale el sol, que vuelve a piantarse llegando a Graz. A las doce y media paramos en una estación de servicio donde me compro un sánsánguche muy pero muy inferior a los de Gran Bretaña o Francia, una coca y un chocolate. Ya hemos cruzado la frontera eslovena y parado en Maribor. En Ljubljana tengo que cambiar al autobús que esta noche me dejará en Padua.

            Es la segunda vez este año que recorro estos pagos (vide “Crónicas esloveniosas”). Debería, digo, entrarme nostalgia de los casi quince pirulos en que venía o volvía por estos caminos al menos una vez al año. Pero no. Los evoco sí, con gran ternura y agradecimiento, pero sin añoranza por volver a vivir esa vida, formidable como fue. Pasado pisado, que le dicen. Y menos mal, porque qué triste recuerdo la tristeza que me entraba porque el pasado había pasado. Es que, con perdón de Manrique, de unos veinticinco o treinta años, la mitad casi de mi vida, con los vaivenes del caso, todo tiempo presente ha sido mejor, incluso este, de finanzas maltrechas y renovada y seguramente definitiva soledad.

            Por cierto, Nadia me ha enviado una foto de la velada que Xoch organizó con unos pocos amigos en un bar o restorán. La imagen está demasiado oscura y solo se discierne con cierta claridad el rostro de mi ex niñita… ¡y vaya si ex! Está irremediablemente tinéiyer. Ahí sí, admito, siento el zarpazo de la nostalgia.

            En Graz se me sienta al lado un tipo joven que, si sigue tan dormido, va a despertarse nuevamente en Viena.

            No recordaba que el tramo ente Maribor y Ljubljana fuera tan hermoso. Por la derecha desciende hacia la autorruta un tapiz de terciopelo verde decorado con casitas de juguete, por la izquierda, en cambio, un denso y mullido acolchado de árboles coronado de conitos oscuros. El sol que se había atrevido a asomarse ha sido corrido a las patadas por unos nubarrones vengativos y se ha puesto a llover a cántaros. Espero que amaine antes de Padua

            Llego a Ljubljana con lluvia y frío. Me bajo y parto raudo para la oficina de Flixbus a ver dónde me tengo que parar. No he hecho -¡por suerte!- ni cien metros que me apiolo de que me he dejado la valijita en la bodega del autocar. Ya me pasó con el PIN de la Mastercard,,, ¡Inconsciente puto! Tengo hora y cuarto de amansadora que aprovecho para tomarme un espresso doppio y ponerme el chaleco de abrigo. La terminal de Viena, al lado de esta, es el aeropuerto de Zurich. Aquí hay que esperar en la calle, en medio de la turbamulta que aguarda el autobús a Trieste que viene con atraso. Entre tanto, deja de llover y Febo retorna triunfal y despiadado, Bueno, a sacarme el chaleco, entonces. No puedo creer mi fortuna: el coche está lleno pero yo me adueño nuevamente de la primera del pulman… De donde me sacan inceremoniosamente a puntapiés porque está reservado para los choferes. Me mudo junto a una de dos chicas argentinas que viajan a Trieste – donde reside temporalmente mi vecina-, que no parecen excesivamente emocionadas de haber encontrado a un compatriota. El paisaje ha cambiado un tanto. Ahora a mi izquierda una planicie ha empujado a las montañas que se adormecen arrulladas por las nubes que les acarician tenuemente la testa. Los árboles, por su parte, aprovechan para invadirla, dejando apenas algún claro para que asome uno que otro tejado. A la derecha no se dejan matonear y aprietan el estrecho llano como queriendo llevarse la ruta por delante. Haciendo surfing sobre las copas arrastradas por el tsunami, la torre indolente de una iglesia que lleva pinchada su consabida cebolla. Pocos kilómetros más adelante las cuestas terminan por imponerse y nos arriman su marea de coníferas ente las cuales nos abrimos paso como guiados por Moisés. Más adelante, otra vez la pleamar, que deja una hondonada sobre la que se desparraman los pecios de los chalecitos.

            Me quedo, como no podía ser de otra manera, dormido y cuando me despierto me veo siguiendo los rieles del tram de Opicina. Estoy otra vez en Trieste, ¡quién lo hubiera dicho! Intercambio datos con Mariana, que así se llama mi vecina, psicóloga ella. Pasamos por el obelisco de Scala Santa, a la vuelta de donde vivan mis amigos Carol y Giorgio (vide “Crónicas italiéticas”), nada menos en la que fue aduana austriaca, desde donde se ve la ciudad entera postrada sobre la orilla y, más allá, el Adriático metiéndose azul en la herradura del golfo.

            Los choferes del bus a Ljubljana eran eslovacos, estos son húngaros. El Imperio Austrohúngaro ha fenecido hace un siglo largo, pero se niega a desaparecer.

            Seguimos por el lungomare ya resignado al atardecer. ¡Si habré pasado por aquí de más mozo! Volver es renacer un poco. Se me hace que la fuente de la juventud no es más que el lago de los recuerdos… ¡Lástima que solo rejuvenezca el alma! La ruta, apenas seis metros de asfalto, va desentendiéndose del nivel del mar apretada contra el risco de piedra manchado de alguna hiedra. Un delgado cortejo de árboles nos acompaña del otro lado hasta que nos desviamos hacia el Continente hasta empalmar con la autopista a Venecia. Por aquí vine aquella última vez en viaje prenupcial con Nadia, entonces la Chapu, y una Valeria que acababa de estrenar sus seis pirulos y lo devoraba todo con sus ojazos de carbón. Han pasado trece años exactos, los mejores, al principio, de mi vida. Después pasó lo que seguramente tenía que pasar y, ahora que pasó, qué bueno que ha pasado. ¿Cómo hace el que nunca ha sufrido para saber que es feliz? Decía yo en algún poema olvidable: si para llegar aquí debí pasar por allá, ¡bien está! Aunque, las cosas como son, un último romance con cualquiera de las muchachas de mis sueños (vide “Crónicas magnobritañosas”) u otra que se les parezca no me vendría nada mal… y un Rolls Royce tampoco.

            Son las seis y media y estamos en pleno atasco hasta donde llega la vista. Malo, porque, a horario, se supone que arribe a Padua cerca de las diez. Como estamos en Italia, madre patria de la argentinada, el chofer calza el paquidermo por la banquina y toma la salida a Palmanova en el preciso instante en que el tránsito termina por detenerse en seco. Vamos por un barrio lóbrego de tan penumbroso, pero nuestro carrero parece saber lo que hace. Nos mira pasar oscura y callada una típica torre veneciana. Poco después casi damos de bruces con otra; vaya Dios a saber por dónde andamos, aunque, por lo menos, andamos rápido. Allá lejos, el sol tiñe el dorso de las cumbres y lo que sobra de su luz se difumina, ya menguado, por una franja rojiza encima de la cual el cielo se pone suavemente gris. Nuestro dinosaurio da vueltas de ciclista por unas calles que han de conocer solo sus vecinos y, de pronto, vuelve a entrar en la autostrada del otro lado del caos. ¡Hay que ser italiano para ser tan argentino… aunque se haya nacido en la llanura Panónica! Detrás del horizonte, dividido como Güelfos y Gibelinos entre el negro cerrado de las siluetas terrestres y el metal del firmamento, apenas resplandece la lumbre del incendio. Por esas cosas de la sinestesia, el ruido del motor se torna nocturno. Son las siete. Frente a mí no hay más que fuegos fatuos que vienen y brasas que van. Del otro lado del Hemisferio, Xóchitl está cumpliendo sus doce años.

            Ha acabado la guerra de colores y el negro ha vencido en toda la línea. Los carteles anuncian Venecia. Gúguel jura que después no quedan más que unos sesenta kilómetros. En Venecia, menos mal, no entramos, pero la carretera es una ínfima cinta de doble sentido que, a veces, consiente una tercera pista para que se adelanten los que van o los que regresan. A todo esto, se han hecho casi las ocho. Llevo más de diez horas rodando y doce que salí de casa, pero se me han hecho un suspiro. ¡Ah, no: sí que entramos en Venecia y apenas estamos llegando a través del puente que salva la laguna! A la derecha, la fiesta de luces de un par de cruceros gigantescos (¿volveré a navegar en transatlántico? Pensar que, apenas llegado a Buenos Aires, no me cabían dudas de que haríamos un hermoso periplo por el Mediterráneo o el Caribe… ¡Así de rico era, carajo! Por suerte, en el lago de los recuerdos esté señorialmente anclado el Giuglio Cesare, rodeado de un mar inverosímilmente azul en el que retozaban los peces voladores… y también aparece el Charles Tellier, que no me importaría que se fuera derechito al desguace. ¿Cómo se llamaba la italianita preciosa con la que no llegué a tener una aventura porque viajaba vigilada por la abuela y se bajó en Santos… y no sé si tendría quince años? Yo, en mi descargo, no había cumplido veinte. Amarcord que la abuela nos dinamitó el primer beso).

            Bueno, llegamos a Tronchetto y pegamos la media vuelta, pero ahora recalamos en Mestre…

PADUA

Y contra todos mis recelos llegamos a Padua a las 21:23. Llegar a via Assissi 16 es menos complicado de lo que temía: caminar cinco o seis cuadras, tomar el ómnibus diez minutos y caminar otras seis o siete cuadras. Estoy en Mandria, o sea, el arrabal. Chalets dormidos y calles desiertas. La habitación es confortable. Lástima que desde anoche me duele bastante al masticar la última muela inferior derecha, que es la que acostumbro a usar. En fin, ojalá que aguante hasta el 4 y que no sea serio. Salgo a buscar algo de comer y a quinientos metros, frente a la parada del tranvía que me apresto a tomar, veo una pizzería abierta. Me pido una quattro formaggi exquisita pero que no logro terminar, dos vasos de tinto y un espresso descafeinado. Estoy por llamar a Xoch cuando milagrosamente me llama ella, que a los dos minutos y diez segundos da por terminada la entrevista. Cuando intento abrir la puerta la llave se parte. No he hecho nada de fuerza; se conoce que ya venía falseada. Por suerte, no es demasiado tarde. En la casa somos creo que cuatro huéspedes, uno de ellos venezolano que estudia química.

Lunes 22

Me despierto poco antes de las seis, me ducho y me pongo a acomodar mi itinerario. El baño es un desastre: el lavatorio tapado, uno de los paneles de la ducha derrengado… En fin. Salgo p´al centro a eso de las siete y sin desayunar. Cruzo el Ponte Sostegno, sigo la línea del tranvía y camino entre edificios anodinos. Como a los veinte minutos estoy en Prato delle Valle, diz que la mayor plaza de Europa. Es, en efecto, interminable. Los edificios laterales ya son más de pro. Al fondo, la basílica de Santa Giustina, enorme, pero, a mi ver, poco interesante. Es que a mí los templos, si no son góticos (o sea, a lo Notre Dame o Westmisnter), o, en el peor de los casos, románicos, no me interesan demasiado. La plaza propiamente dicha tiene un canal que le da la vuelta, bordeado de, según me enteraré en un par de horas, ochenta estatuas de gente destacada que nació o anduvo por estos pagos. Cuatro senderos con sus puentes convergen en el centro. Me distrae el encendedor que se niega a encender por más que lo cargo y termino comprándome uno cualquiera. Ya más cerca del centro me siento a desayunar mi espresso y mi cornetto. La muela, por su parte, sigue haciendo de las suyas. La ciudad es sumamente agradable, con sus ubicuas recovas, callejas apretadas, plazas rodeadas de palacios, los mejores, por supuesto, venecianos, en las que ya empiezan a pregonar sus tesoros los feriantes. Doy vueltas y vueltas. Emprendo, primero, camino en busca de le Porte Contarine, recomendadas por gúguel, pero no logro llegar, porque a cada tranco hay algo que me llama la atención a la derecha o a la izquierda. Paso por el sarcófago de Antenor (Anténore, que le dicen los nativos), escapado, como Eneas, de Troya y fundador de la villa. Ya voy a doblar a la izquierda para visitar, cual le he prometido a José, la Basílica de San Antonio cuando a la izquierda diviso un regio palacio veneciano. El azar de la pipa me lleva después a la Piazza Eremitani y al hospital, un edificio fenomenal, con un enorme patio interior. A la salida, se produce el accidente: Hacía rato que no me daba un porrazo como el de ahora, pero, por suerte, no rompí ni se me rompió nada. Todavía no sé cómo hago, pero la coreografía es siempre idéntica: voy caminando (¡o trotando!) y de pronto siento que el pie se me calva contra un obstáculo que apenas sobresale del nivel del mar y me voy de bruces cuan largo soy. Siempre termino magullado y dolorido (aunque solo unos minutos) y nunca nada más. Son ya las diez cuando llego finalmente a la Piazza San Antonio y diviso al fondo el double-decker turístico, que sale en quince minutos y está providencialmente vacío, con lo que ocupo orondo la primera del Pulman.

    El paseo dura menos de una hora pero es interesantísimo. Padua tiene la segunda universidad más antigua de Italia y entre su cuerpo docente figuraron Galileo y Copérnico. En el s. XVIII se graduó aquí la primera mujer, filósofa ella. En las iglesias hay Giottos y Tizianos y por ahí está la casa natal de Cimabue. No hay, pero, edificios descollantes. Lo más hermoso son los quinientos o seiscientos metros por la ribera, con su túnel de árboles all´uso nostro, su río apacible y sus puentes debidos en gran parte a los romanos. A las once y media me estoy sacando fotos clandestinas por la gigantesca Basílica. Los feligreses, concentrados frente al altar, oyen misa mientras los turistas nos paseamos boquiabiertos. En una capilla a la que no le cabe un ornamento más se exhiben las reliquias del santo, entre ellas, su lengua incorrupta… en fin. A un costado de la nave, adornada también para quince carnavales, el sepulcro. Sigo caminando en busca de los lugares más inolvidables del trayecto, solo que no recuerdo los nombres y no sé cómo indagar. A las tres, con cinco horas menos una de polvo en las suelas y casi sin batería en los dos telefoninos, me tomo el tram a casa.

    El tram es semitrucho, porque tiene un solo riel que lo guía pero se desliza sobre espesas ruedas de goma (y ahora me explico cómo en Castellón estaban colocando sendos rieles por sentido; ¡me preguntaba si sería un tranvía superancho!). Es, cierto, moderno, sumamente aerodinámico, de tres cuerpos separados por un como aro en el que calzan los dos ejes interiores, ventanas enormes, muy cómodo y veloz… pero traquetea y se zangolotea de lo lindo. El billete singular dura noventa minutos y sale 1,30, el de todo el día 3.80.

            El dolor de muela no ceja y el antiinflamatorio que me recomendó la farmaceuta (que el terapeuta será terapéutico pero no se llama así, ¿vero?) no parece hacerle mella. ¡Qué cagada! Bueno, que pongo a recargar los telefoninos, dormito quince o veinte minutos y vuelvo a salir. Pero antes he tenido la lucidez de buscar en gúguel el trayecto del dabeldéquer y ahí averiguo que los sitios que quería re-visitar eran la Porta e Ponte del Molino y la Riviera Paleocapa. Vuelvo a tomar el tram y sigo hasta la estación de tren para cerciorarme del camino y la duración del viaje y ahora sí busco y encuentro Porta e Ponte, justo a través del río. Luego, nuevamente el tram hasta Tito Livio y a recorrer la hermosa Riviera Paleocapa. La gringa del gepeese me quiere mandar a casa bordeando el Bacchiglione (que así se llama la vía de agua de marras), pero anochece y pienso que la ciudad ha de ponerse mágica con las farolas, de suerte que me desvío a Parto delle Valle y tomo el tranvía para el centro. Gran desilusión gran: la ciudad está iluminada avaramente; así que vuelvo a tomar el tram al menos hasta Prato della Valle, que se veía mejor. Pocos metros antes de llegar se detiene y el mótorman nos avisa que vamos a estar un rato porque alguien se ha caído sobre el riel. Por razones de seguridad, las puertas no se abren así nomás, hasta que por fin el tipo encuentra la manera de burlar el sistema. Desciendo en el preciso momento en que llega la ambulancia. Tendido a través del riel un motociclista joven (acaso una mujer) al que, chismea el público agolpado, le ha dado un ataque y ha perdido el conocimiento. ¡Ojalá haya podido recuperarse!

            En Prato della Valle me zampo una birra que viene con sus papitas y sus aceitunas y ahí corroboro que masticar puede tornarse un suplicio. Vuelvo a tomar el tram y ceno donde anoche unos fideos caseros con salsa de anchoas, medio litro de rosso y un bombón helado de limón y coco -todo echado grandemente a perder por la puta muela-. Llego a casa exhausto, pero tengo que prepararme para mañana y darme una ducha, lo que me tiene atareado hasta casi la medianoche.

Martes 23

Me despierto a las seis, me pongo al día con el correo, me aseo y salgo para la estación. En la parada del tram no hay dispensadora de boletos y no tengo más remedio que viajar de colado. A las ocho menos cuarto ya estoy sentado en uno de los bares de la estación saboreando mi espresso y mi cornetto -cuidando de no ofender a mi muela. El tren es a las 08:26 y me paso quince minutos sacando fotos de los diez o doce convoyes que llegan de Milán o se van a Venecia, ultramodernos, impolutos… ¡Igualito a mi Santiago!

VICENZA

En menos de media hora bajo en Vicenza y me tomo el colectivo 4 hasta el viale Caruducci; mi nuevo hogar queda a tres cuadras. Pero mi anfitrión no está. Lo llamo y me dice que arregle con su madre, pero que no va a ser antes de la una (que era lo que decía el aviso, las cosas como son). Escondo la valija en un rincón del jardín (es un complejo de cuatro edificios) y me vuelvo al centro a recorrer lo que resulta una joyita de ciudad, potenciada formidablemente por un día archiperonista.

            Me bajo en la Piazza del Castello. A la derecha termina por cerrarla el único cacho de muralla que queda, con sus arcos romanos y su torre. Detrás ya comienza un parque hermosísimo. Puertas adentro, la Piazza es típicamente véneta, aunque sus edificios no lo delaten. Dos chiquilinas de dieciséis o diecisiete años, casi argentinas de tan italianas, me preguntan si tengo un momento. Tengo. ¿Le gusta leer?, Sipo, ¿Le gusta leer libros?, Chicas, me crie sin telefoninos ni táblets; cuando nací en Buenos Aires ni había televisión, Es que nuestra escuela tiene un programa de promoción de la lectura y pedimos a la gente que compre un libro para beneficio; si quiere lo acompañamos a la librería, Vamos, pero como no tengo lugar en la valija, ustedes elijan un libro que les guste y yo se lo regalo. La librería está atestada de changos que han captado incautos como uno. Evidentemente, los gurises tienen una lista que les ha dado la escuela, porque no dejan de interconsultarse. Tras rebuscar en una pila, mis ninfas escogen un volumen de nueve euros. ¿Nueve euros está bien?, Sipi, Bueno, acompáñenos a la caja, Miren, chicas, tengo poco tiempo; aquí tienen diez euros, cómprenselo y quédenselo. Me saco una selfi con mis musas y sigo con mi maravillado y maravilloso periplo. Al lado de Vicenza, Padua es Chicago, Paseo por lo que supo ser el recinto amurallado. Como en Padua o Valencia, solo quedan de detrás del s. XIX el trazado medieval, las chiquicientas iglesias y los chiquicientos palacios, más las torres ahora decorativas y las ruinas de las ruinas romanas, que hay que buscarlas muy bien para encontrarlas.

            La pipa me conduce a la Piazza dei Signori, bordeada de la catedral y otros edificios magníficos, entre ellos un formidable palacio blanco bordeado de una galería encolumnada. Las plantas bajas, pero, no se pueden divisar, porque en la enorme plaza cunde una feria de esas, vigilada desde el fondo por sendas columnas portadoras del león y el // de Venecia. Detrás, uno de los edificios más vetustos que da entrada a lo que queda del para mí invisible // estadio romano, en cuyo patio (del edificio) la historia ha venido dejando tiradas decenas de esculturas reclinadas o de pie, de cuerpo entero o cercenado al tórax o al cuello. Allí la ciudad se junta con otro río, paralela al cual se desgaja una avenida. El último edificio -seguramente otro palacio- está en reparaciones, cubierto de un paño en el cual han pintado, asomados a sendas ventanas, una pareja típicamente renacentista y un retrato de Modigliani.

            Se han hecho las doce y media y tengo que instalarme en mi morada, que es un dpto. amplio, muy bien amueblado y confortable. Apenas concluidos los trámites de entrega de llave y lectura de instrucciones me apuro a retornar al centro para no perder un segundo de este día de esta ciudad.

            El mapa me jura que la ciudad está rodeada de agua. Subiendo a Carducci ya extramuros he atravesado un río que no se veía interesante. A ver cómo es por este rioba. Le pido a la gringa que me muestre el Palazzo Civenna, que mira, casualmente, al agua. Me lleva recorriendo un arco por el “contramuro”. Los edificios no valen francamente nada y ya me estoy decepcionando cuando ¡zas! aparece el susodicho y en frente el río y a izquierda y derecha unos puentes y del otro lado unas casas y de este otras y todo es copia fiel de una postal. Sigo meandreando a la buena -¡nunca mejor dicho!- de Dios. Las callejas y callejuelas, bien que desprovistas de sus construcciones medievales, son una belleza. Cada tanto, el peine de cinco o seis estrechos ventanales venecianos. Al nivel del mar, un bar tras un café tras un restorán. Mesas en la calle, multitud a las mesas. Pocos, se me hace, “extracomunitarios”, que es el eufemismo políticamente correcto para designar a todo aquel que tenga la tez sobre o desteñida, oséase, negra o amarilla. Yo, por ejemplo, antes del pasaporte austriaco, era extranjero, no extracomunitario.

            Resuelvo darle la vuelta interior al muro virtual. Como de ida al Palazzo Civenna, no hay mucho que ver, salvo que, tras llegado al río que había visto inicialmente, se abre una calleja de ensueño. No puedo resistir la tentación de un Aperol veneciano, pero no tienen, ni birra alla spina tampoco, así que he de contentarme con una embotellada, muy buena, pero. A todo esto ambos telefoninos se declaran a punto de expirar. Son pasadas las cuatro y, no teniendo ya demasiada Vicenza por recorrer, me digo que mejor regresar a mi madriguera a cargar las pilas de teléfonos, cuerpo y alma, dormitar unos minutos, y volver de nochecita a cenar y mirar la ciudad iluminada por las farolas. En eso llega mi anfitrión Martín, que me recomienda el manducatorio Angolo del Palladio. Esta vez bajo caminando. Menos mal, porque sí que me quedaba Vicenza por recorrer, La gringa me desvía del trayecto del 4 no más al salir. Hasta el río no pasa nada, pero después me mete por un sector que no había visto, con su plaza, su iglesia y sus palacios. Una vez que llego a la Piazza dei Signori dejo de hacerle caso. Ya ha anochecido lo suficiente

            Recorro los mismos sitios buscando fotografiar la magia de la luz. No creo que me salga, porque las fotos de Padua son una cagada. La ciudad bulle, sobre todo de gente joven. En una calle casi desierta, un joven con pinta de bohemio le arranca a su modesta flauta dulce fragmentos de la suite no. 2 de Bach, la Serenata Nocturna y el concierto para flauta de Mozart, el minué de Boccherini y varios milagros más. Soy el único que pasa y le dejo un merecido euro. Por una vez, las vueltas de la gringa hasta se agradecen. Cuando finalmente llego al Angolo del Palladio soy el único comensal, mientras que el comedero adyacente está atestado. Debiera ser un llamado a la alarma, pero mi nariz me dice que no me mueva. Me atiende una chica preciosa que bien vale el riesgo. Me pido un pulpo a la catalana y unos ravioli alle herbe y medio litro de Pinot Grigio. El pulpo viene trozado con gran variedad de vegetales. Está bien. Los ravioles, apenas diez o doce, en cambio, son de lo más delicioso que he probado en mi vida. Lástima la puta muela, que cada vez que me descuido y toca su homóloga de arriba me hace literalmente saltar del dolor. Lo peor es que, lejos de ser una simple punzada, el dolor se prolonga como un eco durante varios minutos. Y no hay vino que ayude. Tanto fue, que no me acuerdo si pedí postre; seguramente no.

            Cuando llego a la parada del 4 en Piazza del Castello una muchachita de aspecto poco edificante me pide fuego para encender su porro. Le pregunto si todavía corre el 4 y me contrainquiere, ¿Por qué? No sé si buscaba guerra o desconfiaba o estaba simplemente del otro lado de las cosas (¡salud, viejo José Ferreira Basso!). Bueno, a caminar se ha dicho, aunque me inquieta la poca batería que exhibe el telefonino. La gringa, por suerte, se apiada y me conduce sin caprichos.

            Me quedo dormido en seguida, pero el dolor de muela me va a despertar varias veces.

Miércoles 24

Salgo al alba y milagrosamente llego a la parada al mismo tiempo que el 4. Como tengo tiempo, me pido mi doppio lungo y mi cornetto, que mastico todo lo suavemente que puedo de lado de la boca que no es, pero no logro evitar dos o tres percances que me dejan exhausto. El anestésico local no sirve de gran cosa porque no puede penetrar la emplomadura y, además, lo que me duele es la encía, y el antidolorifico tarde en absorberse y, por añadidura, no puedo tomarlo a cada rato. ¿Por qué tenía que pasarme esto justamente en este viaje? Tengo la infaltable sospecha de que hay bastante de somático, porque empezó de repente y sin causa discernible. En fin, ojalá aguante hasta el 5.

            Como de Padua a Vicenza, y como más tarde de Verona a Mantua y a Roveco, el paisaje es anodino; nunca llega a haber genuinamente campo, siempre hay casas dispersas o amontonadas, geométricas, monócromas, sin nada que las agracie, y todo luce descuidado. Llego a

VERONA

a las nueve y marcho unos veinte minutos, casi en línea recta, a via Carlo Cattaneo 14. El dpto. de Illaria queda en un edificio venerable del centro histórico, a doscientos metros de la Arena. Dejo mis petates y no son ni las diez que estoy dándole la vuelta al coliseo. Es la tercera, puede que cuarta vez que vengo por Verona. Una vine a ver Don Carlo en la Arena, pero me cagó la lluvia, otra vine con Gastón; me queda la duda de si vine antes de aquel Don Carlo. En todo caso, vacilé en incluirla en el periplo, precisamente, por conocida. ¡Conocida las pelotas! ¿Cómo pude haber estado aquí dos o tres veces sin visitar las cuatro grandes iglesias, sin haber visitado Castelvecchio, sin haber cruzado el Adige? La Arena está en obras (la verdad que era hora, porque está casi en ruinas). Me meto entonces en la ciudad vieja a recorrer lo que había recorrido, empezando por la Piazza delle Herbe, donde hay una previsible feria. Paso a la contigua, la dei Signori, donde me intercepta un tipo de aspecto árabe, bien vestido y llevando un bolso, que me pide para comer. Lo mando al diablo y continúa acosándome… me hace acordar al putativo representante de Giorgio Armani que me quiso hacer el cuento del tío en Londres (vide “Crónicas magnobritañosas”). No puedo con mi afán de trepar y ahí nomás compro resignadamente una entrada a la Torre dei Lamberti (donde procuro un doble descuento como viejo estudiante), creedor de que me aguardan como quinientos escalones. Por suerte, hay ascensor prácticamente hasta el tope y la vista es previsiblemente espectacular. A continuación no puedo dejar de darme una vuelta por la casa de Julieta, protagonista hace un tiempo de un hecho policial muy sonado por estos lares. Resulta que ella, que era una Capelletti, se había enamorado de Romero, que era un Mostrenco. Pasa que las familias vaya a saber por qué se detestaban y, entre una cosa y otra, los pobrecitos se suicidaron. Salió en todos los teatros. La casa de Julieta, la verdad la verdad, es medio trucha. Perteneció, sí, a los Capelletti y hasta tiene un balcón, solo que en el patio interior, de modo que Romero minga se habría podido meter a cantarle una serenata, pero de ahí a que haya sido el domicilio de la occisa hay un trecho. De ahí a Santa Anastasia, que es una iglesia deputamadre, lástima que los tanos no son muy dados a lo gótico y por fuera ni se le arrima a Rouen, sin ir más lejos; pero por dentro es una gloria de inesperados tintes de marrón. Después me toca San Zeno, que parece que era santo pero negro. Cruzo el Adige y trepo heroicamente las escaleras, solo para enterarme al llegar a la cima, de que hay un funicular, ¡lpqlp! La vista, pero, de recompensa con creces. De bajadita me doy una vuelta por el Teatro Romano, que está, respectivamente, en ruinas y en obras. Vuelvo a cruzar el río y voy bordeándolo todo lo que puedo hasta Castelvecchio, una fortaleza imponente e intacta, de la que nace un puente almenado. Veinte minutos más tarde estoy en la Catedral, que es, en realidad, la Catedral gótica propiamente dicha más una iglesia románica y una capilla. Las visito porque estoy aquí, pero no doy más. Me siento a escuchar la guía acústica y me quedo profundo.

            Me queda por visitar la Chiesa di San Fermo, para lo cual tengo que atravesar la ciudad vieja de punta a punta. Llego a la arena, bordeo lo que queda de la muralla, giro hacia el río, me equivoco de templo y por fin llego. Otra iglesia monumental que es, ella también, un palimpsesto de construcciones anteriores, algunas de las cuales se remontan al s. X.

            La verdá, la verdá, que no doy más. Vuelvo a casa a descansar un cacho y como a las ocho salgo a ver Verona de noche y a cenar, no sé bien si en ese orden. Me decanto por una trattoria de precios más que razonables. La muchachita que me atiende es un primor, pero los ñoquis a los cuatro quesos están algo pasados e insípidos. De todas formas, la puta muela me impide abrir un juicio ecuánime. Lo que sí es una maravilla es la (auténtica) cassata siciliana, que nada tiene que ver con la que nos sirven por nuestros pagos, que no es más que un tris de helados de frutilla, crema y chocolate. La siciliana es de mazapán con crema y frutas abrillantadas; no la pruebo desde aquella gloriaos misión a Palermo que dio origen a la primera de estas sentidas crónicas (vide “Crónicas palermínimas”). No son las doce que caigo rendido, aunque la muela no me va a dejar la noche en paz.

Jueves 25

Illaria me deja dejar la valijita para que pueda no tener que arrastrarla en Mantua, que es adonde resuelvo pasar la mañana, pese a que el buen sentido me aconseja, en cambio, buscar un dentista. Camino a Porta Nuova todavía de noche. El Castelvecchio parece salido de un cuento de hadas. Llego a la estación con media hora para mi espresso y mi cornetto masticado en chanfle pero no sin que la muela me descargue su punzada.

MANTUA

Me bajo del tren a las ocho y diez y camino unas ocho cuadras hasta el centro, no sin detenerme en dos farmacias para comprar un antidolorífico, que el mí me lo dejé en Verona. En la primera no tienen, y en la segunda la señora me explica que solo sirve si logra meterse dentro del diente pero no si lo que me duele es la encía (¡con razón!). Mantua está en obras y, para peor, de feria, por lo que casi no puedo verla. Me meto, cómo no, en la consabida catedral donde me acosa un africano que me pide entre sollozos que le dé algo de dinero para comer. No me inspira mayor confianza, pero le doy, de todos modos, las monedas sueltas. Me pide más y lo mando a freír espárragos. A la salida me intercepta otro, también él émulo de El Cocodrilo (no perderse esta joyita de cuento de Felisberto Hernández) y Job Trotter, el adláter de Alfred Jingle en The Pickwick Papers de Dickens, que cada vez que abre la boca llora. Entro a caminar, pero la cosa no termina de convencerme. Un afiche me recomienda ver el “rio (sic) de via Massari”, pero la gringa no parece demasiado convencida porque me lleva a cualquier parte y me hace perder media de las tres horas que tengo porque mi tren es a las 12:27. Cuando por fin llego (casualmente a la otra punta de la ciudad), el paisaje es hermoso, pero no para tanto. Me encamino entonces hacia la bahía en que desemboca el río de mentas y na´: una cagada. Bueno, en vista de que parece no existir más la casa de Rigoletto, a ver la casa del Cimabue… Na´: una casa. ¡Por qué no habré mejor buscado un dentista, carajo! Me tomo un espresso nomás para no haber pasado sin más y enfilo para la estación con una hora de tiempo que masacrar. Ha sido una mañana al pedo, y el seguramente delicioso panino de speck y fontina agrava el agravio, porque lo tengo que deglutir casi sin masticarlo y, encima, a las puteadas.

            Regreso a Verona, voy “a por” la maleta (como dicen los yoyegas), vuelvo a la estación, tomo el tren que va a Milán, me bajo en Roveco (una estación de pueblo totalmente desierta pese a sus cuatro andenes) y me subo al local a Bérgamo. El tren, por fuera, está a) pintarrajeado y b) roñoso… ¿por qué éste sí y los demás no? ¡Misterio! Una hora más tarde me bajo en…

BÉRGAMO

De la estación ya se ve una ciudad de lo más agradable, pero no tengo tiempo que perder, porque el Pulman (sic) a Bagnatica, que resulta que es Bagnática, solo corre hasta las seis y media y son casi las seis. El mentáu pulman se va anodinos suburbios afuera y a los veinte minutos me deposita en mi destino. De camino, sabedor de que estoy en el upite del orbe y de que la puta muela no me va a permitir saborear nada, me compro un poco de queso, una bandejita de jamón, un pan (que no estoy seguro de atreverme a masticar) y dos cartones de jugo de naranja. La casa de Luca queda a unos seiscientos metros. Es la planta baja (y luego resulta que el sótano) de un chalet de dos plantas. Me recibe Claudia, una mujer de cuarentaycortos, cabello cano bien cortito, que se conoce que ha sido guapísima y se conserva lo más bien. Claudia es tremendamente amable y me hace sentir como en casa ya antes de atravesar la puerta. Luca está en el laburo y llega más tarde, En la casa están Martina y Sebastiano, los mellizos de once años cada uno. He de pernoctar en el sótano, que es un auténtico departamento aparte, que es donde vivía la hija mayor. No tardo un nanosegundo en hacer grandes migas con los cuaches (oséase, gemelos en guatemalteco), con quienes departo acerca de los conculcados derechos de los niños.

            Claudia me invita a cenar. Le digo que con gusto con tal que no haiga mucho que mascar y me dice que entonces prepara un minestrone. ¡Genial! Me narra, entretanto, que trabaja en un centro comunitario de rehabilitación de drogadictos. Luca, por su parte, es docente en una escuela diferencial. Cuando arriba, nos sentamos a la mesa. El minestrone es una exquisitez a la que se le agrega el parmigiano que compré y queda todavía mejor. Después, me sirven una hamburguesa vegetariana deliciosa. Los mellizos son simpatiquísimos si en ciernes de adolescencia. Yo les digo que en mi país las cosas se piden por favor y se agradecen, pero, claro, queda muy lejos. Se cagan de risa. Luca y Claudia me agradecen. La muela, en cambio, no. Hoy es la apoteosis; sin querer junto demasiado los maxilares y pego un grito que debe de haberse oído en Purmamarca. ¡Basta! Mañana voy al dentista sí o sí. Mis nuevos amigos se ofrecen a conseguirme un dentista para mañana. Pese al dolor residual, me quedo dormido. Pero debo de haber soñado que me comía un turrón, porque me desperté supliciado. Los antidoloríficos hacen poca mella y, para peor, tardan como media hora en absorberse. Me hago buches de jugo de naranja, pruebo de acostarme presionando la mejilla. No sé cómo ponerme, hasta que, finalmente, me tomo dos analgésicos juntos y ahí sí.

            Creer o reventar: Por la mañana casi no siento molestia. Pruebo morder y sí, me duele bastante, pero mucho menos. ¿Será que el puto inconsciente me quiere distraer del dentista? ¡Ni modo! A las nueve me bajo del Pulman en Bérgamo. No me siento del todo bien y calculo que es por el estómago vacío. En efecto, el cornetto que me zampo en la terminal misma me cambia la vida. Tomo el coletibo 1 que va por una avenida bellísima para luego remontar camino de la Ciudad Alta, donde termina y me bajo, aunque sigue nomás p´arriba hasta un castillo con cara de pocos amigos. El día, lástima, es medio gorilón, porque, aunque no llueve, está nublado con ganas. Me tomo mi espresso con un segundo cornetto, atravieso el portal de tres arcos y ya estoy en plena Città Alta, Lo primero que hago es hallar la casa natal del troesma Donizetti, que, fíjense lo que son las cosas, queda ahizito nomáh, a la entrada del laberinto que, según el mapa, compone la ciudad vieja. Tomo el funicular que sube hasta el castillo de San Vigilio, desde donde hay una fenomenal vista panorámica lástima el cielo malhumorado. Fuera de la vista, pero, no parece haber nada que ver y decido descender caminando.

            Luca, a todo esto, me manda un mensaje para decirme que el Dr. Zanca me espera en su consultorio de Bagnáica a las 14:45. Son las once. Subo por funicular hasta el castillo, me solazo con el paisaje y voy descendiendo a lo largo del caracol de muros. Me da fiaca explorar la Ciudad Alta… no, no es tanto fiaca como un mal humor de perros porque la puta muela me está jodiendo bien jodido el viaje.

            A media cuesta me arrepiento gracias a una hermosa iglesia románica que luego resulta que es ahora un edificio de la Universidad. Vuelvo a encaramarme cuesta arriba hasta la Piazza delle Scarpe, que no es gran cosa, pero luego viene la de la Catedral de Santa María la Mayor, una de las iglesias más formidables que he visto en mi vida. No más entrar me envuelve la tempestad del órgano. No hay milímetro cuadrado de pared que no esté tapizado de cuadros, frescos o tapices, la mayor parte barrocos con quinientas erres. La plaza que sigue es la de la Citadella Viscontea, vale decir, las que los Visconti -ancestros de Luchino- erigieron para defenderse de la República Veneciana que igual se los morfó en el s. XIV. No puedo dejar de pensar a cada paso que casi me pierdo éste que termina siendo, seguramente, lo mejor del viaje. Lástima que no tenga tiempo ni siquiera para echar una hojeada a la Ciudad Baja. Será la próxima vez.

            Menos mal que tengo una idea de hacia dónde queda la estación, porque la gringa de mierda me está mandando a la mismísima mierda. Llego, pues, Justiniano para tomar el Pulman a Bagnática. Solo que la gringa puta del gepeese me hace bajar una parada después (o sea, un buen kilómetro y medio más tarde) y me manda, cómo no, para la via del Castello, pero no de Bagnática, sino de Costa Mazzata. Por supuesto que ni me doy cuenta. Lo cual termina siendo bueno, porque es una calle medieval que soslaya un castillo ídem; edificios de piedra grisácea, hermosos. Busco y busco sin poder dar con el no. 1 (¡miren si debiera haber sido fácil!). Una vecina me dice que el susodicho Tiradentes vive no aquí, sino en Bagnática, donde hay otra via del Castello. Faltan cinco minutos para la hora y quién sabe cuándo pasará el colectivo. Desesperado, me acerco a un auto que acaba detenerse y le pido al señor que por favor me acerque. Son él (unos sesenta años, con pinta de albañil o plomero), ella (ídem, más italiana que la pasta frota) y una mujer joven. Me llevan hasta la otra vía (apenas cinco minutos) y llego justiniano. Me atiende una de las enfermeras (bastante bonita, para qué decir una cosa por otra) que ya sabe que vengo. Al rato aparece el tordo (unos cincuenta, canoso, de anteojos, buen mozón). Me hacen pasar a un consultorio. La enfermera me toma los datos y me pide el código fiscal. Ni idea, desde luego. Pero cuando anota nombre, fecha de nacimiento y lugar de ídem ¡zas! le aparece uno (que será o no). ¡coza e´Mandinga). Ensucede que la muela la tengo emplomada desde vaya Dios a saber cuándo, de suerte que el tordo le dice manda que me saquen una radiografía. Como preveía, tengo una soberbia infección. Me receta, entonces, unos antibióticos para paquidermos de modo que llegue hasta el lunes sin pasar hambre. Cuando voy a pagar, no quiere aceptar un mango. Le prometo conseguirle una botella de vino argentino y salgo. No bien llego a la calle me pongo a llorar como una criatura. Seguro que la cosa viene mezclada, pero el detonante han sido estos dos gestos de personas que nunca me han visto ni volverán a ver. El broche de oro de un viaje que no imaginé tan pero tan formidable. Y vuelvo a preguntarme en perdón de qué pecados o en premio de qué virtudes.

            He salido sin la llave y tengo una hora hasta que regresen los mellizos de la escuela. Aprovecho para buscar una farmacia y comprarme los antibióticos y una vinería donde me hago recomendar dos botellas. El dueño hace cuatro meses que ha abierto y no tiene un gran surtido. Lástima, pero me ofrece un vaso de un Barbera de 14 grados que me viene al pelo como anestésico. Es lampedusano y, como buen tano, sobre todo del sur, abiertamente charlatán. Me paso como media hora, tras la cual regreso a la dentistería a entregar las botellas. Otra charla prolongada con el dentista y su bouquet de enfermeras y ahora sí, a casa, pero pasando por el supermercado a comprar algunos quesos para la cena.

            Cuando llego, los purretes están a cargo de una amalgama de beibisíter con maestra particular. Los dejo diz que laburando y bajo a consultar el correo y descansar tantito. Después me doy una merecida y necesaria ducha y ya subo a socializar. Claudia ha comido algo que le cayó mal y está arrebujada alrededor de su bolsa de agua caliente. ¿Cuánto hace que no veo una? Desde que era gurí, en la casa de San Fernando. Al rato llega Luca, que corta algo de fiambre para picar y procede a preparar la polenta inicial, que seguirá con un risotto liso y llano. Entretanto he preparado una Declaración Universal de los Derechos Inalienables del Niño (de le Niñe, bah) que procedo a proclamar:

            EDUCACIÓN:

            Se invertirá el año lectivo de modo que resulten diez meses de vacaciones y dos de clase.

            Se invertirá la semana escolar de modo que haya cinco feriados y dos días de clase.

            Se abrogarán la materias inútiles, a saber:

                        a) Historia y Geografía, pues que la Güiquipedia sabe todo lo que hay que saber, de                    suerte que, si el docente indaga, por ejemplo, cuándo fue la unidad de Italia, el                            alumno podrá decirle que, ya que tanto le interesa, puede buscarlo en gúguel.

                        b) Matemática, puesto que cualquier telefonino o táblet tiene calculadora.

                        c) Lengua, dado que cualquier táblet o telefonino tiene su propio corrector                                   ortográfico.

            HIGIENE:

            Decláranse opcionales lavado de manos y dientes y ducha.

            RUIDOS MOLESTOS:

            Decláranse abolidos. Podrá hacerse cualquier tipo de ruido a cualquier hora.

            ALIMENTACIÓN.

            Podrá comerse lo que se quiera, cuando se quiera, en las cantidades que se quieran, si se            quiere.

            TELEVISIÓN

            Estará encendida las veinticuatro horas del día.

            Proscríbense los noticiarios y programas culturales.

            DESCANSO NOCTURNO

            Serán facultativos su duración y horarios. Irse a la cama no implica necesariamente dormir.

            LITIGIOS INTERFRATERSORORIALES:

            Se resolverán como se estime conveniente sin inmiscución de los padres (les mpadres, bah)

            JUGUETES:

            Se obtendrán gratuitamente a voluntad

            CELULARES, TÁBLETS, LÁPTOPS Y COMPUTADORAS

            Se proveerán en forma gratuita y actualizarán permanentemente.

            LIBROS:

            Proclamarase un Día del Libro en que se podrá leer (las páginas que sean de) un libro.

            Advierto que la lucha por imponer estos derechos será ardua y prolongada dada la inferioridad numérica debida a que cada niño (niñe, bah) tiene dos padres (mpadres, bah), y de armas, puesto que los adultes (les adultes, bah) suelen ser más grandes y robustos (robustes, bah). Martina y Sebastiano concuerdan unánimemente.

            Viene a cenar Simone, amigo de Luca. De sobremesa entretengo al piberío con todos los trucos, adivinanzas y problemas que sé. De postre ofrezco los pinos Havana originalmente destinados a Heide, a quien no pude ver, y luego a Ricardo y Andrea, para los que tengo, de todos modos, la botella de Eiswein que me olvidé de dar a Diego en Alicante (vide “Crónicas valenciáticas”). La muela, por cierto, me molesta muchísimo menos, pero todavía no me deja masticar en paz. A la medianoche nos vamos todos a dormir.

Sábado 27

Me develo y me pongo a teclear mis pamplinas. A las ocho oigo que la familia se ha despertado y subo a desayunar con ella. Llueve a cántaros, lo cual me lleva a añadir al los puntos de mi más o menos decálogo lo siguiente:

            PERCANCES METEOROLÓGICOS

            No habrá clases si hace frío o calor, o si llueve, nieva o está nublado.

            Los changos, por alguna razón, tienen que ir, de todos modos, a la escuela. Ya sin ellos, con Luca y Claudia salimos a pasear el perro y tomar un café. Nos despedimos en la parada del Pulman y yo me vengo a Bérgamo con 45 minutos de gracia que se me pasan tecleando mis pamplinas. Tan se me pasan que casi pierdo el tren. Se trata de una cuádrupla articulada con segmentos motores entre los vagones primero y segundo y tercero y cuarto, ultramoderna, cómoda, limpia y silenciosa que avanza, pero, a paso de hombre (de sere humane, bah). Vamos, además, por vía única.  El paisaje inicialmente tonto se va poniendo alpino Lástima que está tan nublado. Por alguna razón, la densidad demográfica extracomunitaria se intensifica a bordo del transporte público. Por primera vez en mucho tiempo veo pasos a nivel. Llegamos a Lecco puntualmente. Para ser una estación de obvia morondanga se ve sorprendentemente activa. En los quince minutos que tengo hasta el convoy a Molteno llegan o parten cinco o seis trenes. Me hago preparar un delicioso panino de bresaola, provolone y tomate y, ya en el tren, me llama la atención la cantidad de jóvenes, seguramente estudiantes. Me dicen que van a la escuela, porque, al parecer, en Italia hay clases los sábados. ¡Qué injusticia! Otra vez vamos por via singular. Ya estamos en la región de los lagos. Mientras tanto, siguen sumándose estudiantes en cada estación. Seguimos a paso de sere humane. En Molteno hay dos andenes, tres vías… y tres trenes, todos del mismo último modelo, solo que de dos o tres cuerpos. ¡Igualito a mi Santiago!

           
COMO

Arribo como a las 13:30 con una hora larga de amansadora hasta el bus a Lugano. Me tomo un feca en el bar, que, igual que la tienda contigua, está atendida por chinos de varias edades. Averiguo que Flixbus sale de ahizito nomáh, me pido un espresso y me pongo a teclear pamplinas hasta las 14:30, hora a la que salgo para tomar el coletibo… que otá. Como a los cinco minutos, pero, llega uno cuyo destino es Údine. Le pregunto al conducente por el servicio a Lugano y me dice que “seguramente” sale de ahí, pero es todo lo que sabe. Se hacen las tres y nada. Llamo a Ricardo para avisarle a ver si, llegado el caso, puede venir a buscarme. Me dice que hay trenes cada veinte minutos (¿cómo no se me había ocurrido?). Indago y, en efecto, hay uno a las 16:03 (claro, es sábado). Me meto en gúguel para ver si puedo comprar el billete más barato y cómo no, veinte euros. Lleno todos los campos y cuando voy a pagar me aparece un anuncio de que se me mantienen reserva y precio hasta las 15:26. Bueno, a ver si en una de esas no aparece el ónibu. A las 15:24 alzo el dedito para pulsar “garpe” y, creer o reventar, aparece el paquidermo con casi cuarenta minutos de retraso.

Apenas nos ponemos en marcha principia la cuesta arriba. Damos varias vueltas por un paisaje urbano sin mayor mérito cuya segunda mitad me pierdo porque me quedo profundérrimo. Me despierta el sacudón de una vuelta cerrada: acabamos de encarar la autopista y un cartel promete que Lugano está a 17 km. El celaje ceñudo y, encima, la lluvia impiden disfrutar de lo que sé un paisaje hermoso. Poco importa, en realidad, porque mi viaje ha concluido. Lo que queda es un par de días de descanso con amigos antes de volver a Viena y al día siguiente a París y dos días después Como a Buenos Aires.


LUGANO

Llego a Lugano a las cuatro. Ricardo me está esperando desde hace casi una hora, por más que le he avisado. A los veinte minutos, tras haber hecho dice Ricardo que setenta (sipi, 70) eses y ascendido el equivalente de 800 metros, llegamos a Cademario, donde Andrea ya está terminando de preparar lo que será la cena (unas costillas de cerdo y salchichas marinadas y al horno con ensalada). Nos ponemos al día con los chismes, evocamos amigos, momentos, experiencias y, rendido, me voy a dormir.

Sábado 28


La muela ya casi no me duele; apenas me molesta al masticar. Llueve a cántaros. Menos mal, porque no quiero hacer absolutamente nada más que descansar. Salimos con Ricardo apenas una hora a hacer las compras (he prometido preparar un salmón marinado y unas bananas flambées) para estos tres días. De almuerzo, Andrea recalienta unos deliciosos feijoes con carne y arroz. Dejo el salmón preparado, pero por la tarde Andrea nos atiborra de pao de queijo y ya no tenemos espíritu ni espacio para cenar.


Domingo 29


Hoy no ponemos un pie fuera del dpto. Europa está empapada y Venecia y parte de la Lombardía bajo el agua. Un día de paz y felicidad casi completas de no ser por el siniestro triunfo de Bolsonaro en el Brasil. Almorzamos más feijoes y pasamos el tiempo charlando o viendo documentales por Youtube. Como a las seis, Ricardo nos ofrece unas empanaditas de manzana que nos quitan gran parte del hambre, pero no voy a abjurar del salmón, que acompaño con un sofrito de pimientos rojo, verde y amarillo y las papas que sobraron del mediodía, acompañados por un celestial Terrazas malbec.

Lunes 30


Me he desvelado y mirado un episodio de Midsomer Murders. Cuando finalmente logro dormirme son como las cuatro y sigo hasta las diez. Almorzamos nuevamente feijoes y, de postre, mis bananas flambeadas al Cointreau acompañada del Eiswein. A la una y media salimos para Lugano, que Andrea tiene cita con el dermatólogo y, de paso, quiere comprarse unos pantalones. Con Ricardo hacemos tiempo en un café donde me va completando su historia. A las cuatro estamos en el estacionamiento que hace las veces de parada internacional de ómnibus. Llega un Flixbús que sigue para Zurich; luego aparece otro que va hacia Turín. Como a las cinco les digo a mis amigos que se pianten, que yo tengo la pipa para acompañarme. Mi coletibo aparece, por fin, a las cinco y media, con tres cuartos de hora de retraso.

En Milán Malpugno tengo que esperar una hora el ómnibus a Viena. Es una terminal más convencional, con estación de metro, pero sórdida, no demasiado pulcra y sin cafetería. Menos mal que, como en Viena, hay un carrito de auxilio donde me compro un panino que parece de milanesa (¡naturalmente!) pero las pelotas. Todavía no logro adivinar de qué era, tal vez una hamburguesa vegetariana, pero no estaba mal. A todo esto, no dejan de arribar y partir autobuses; a Génova, a Roma… hasta a Barcelona. Como en Viena, como en Ljubljana, hay una presencia abrumadora de inmigrados del Terzo Mondo: negros puro tizne, ellos esbeltos, ellas policircunferenciales, árabes de barba de tres días o sumidas entre trapos, indostanos de habla ametrallada, chinos estentóreos, filipinos gregarios, algún latinoamericano de muestra. A las 20:15 aparece por fin mi autobús y a bordo de él tecleo estas pamplinas.


EPILOGO EROICO: MI AMIGO RICARDO


Lo conocí en el aeropuerto de Carrasco, Montevideo, me recuerda, el 15 d agosto de 1966. Yo, que llevaba años soñando con a) irme de casa, b) salir de Buenos Aires, c) partir de la Argentina, d) viajar a Europa y e) estudiar en París, entré a buscar oportunidades, como, por ejemplo, dirección de orquesta en Varsovia. Amarcord que en el consultorio del viejo había siempre el último número de Novedades de la Unión Soviética, una revista al estilo Mecánica Popular, que yo hojeaba en busca de fotos de navíos, trenes y rodados. Así me enteré de que acababa de abrirse en Moscú la Universidad de la Amistad de los Pueblos “Patrice Lumumba”, que ofrecía becas a estudiantes terzomodescos en las carreras de siempre (Medicina, Química, Física, Matemática, Agronomía…) más Derecho Internacional, Economía, Historia y “Filología” (o sea, Lengua y Literatura Rusas). Deshojar la margarita fue sencillo: la única que me interesaba era Lengua y Literatura, y así presenté la solicitud y demás papeles. Lo hice sin consultar a la Fede (la Federación Juvenil Comunista, en la que entonces militaba) ni prevenir a mi viejo, que era miembro del Comité Provincial del PC. Cierto día, el viejo, que era el cardiólogo del embajador soviético, regresó furioso. ¿Vos te postulaste a una beca en la URSS?, Sí, ¿Y no me dijiste nada?, No, ¡Me hiciste quedar como un boludo! El embajador me preguntó si eras pariente mío y cuando le dije que eras mi hijo me preguntó, ¿cómo no nos avisó? Podríamos haberlo ayudado; ahora es tarde, porque ya mandamos todo.

Eso habrá sido en marzo. A fines de mayo me llamaron de Air France para decirme que me tenían un pasaje a Moscú. El 28 de junio fue el golpe de Onganía y el 29 la infame “Noche de los bastones largos”. Yo pase a la clandestinidad, es decir, que dejé de aparecer por la Facultad. Todo por iniciativa propia, sin contacto con los compañeros de la Fede (que con justa razón habrían de reprochármelo más tarde). Como el billete decía, con todas las letritas, Buenos Aires-París / París-Moscú, resolví partir de Montevideo. Air France me consiguió el vuelo al Uruguay el mismo día por la ya desaparecida CAUSA, con unas pocas horas de espera. Enresulta que el vuelo de Air France salía de Buenos Aires, pasaba por Santiago de Chile y, ya de regreso, hacía escala en Montevideo, de donde salía a las ocho de la noche y llegaba a París al día siguiente demasiado tarde para chapar el vuelo de Aeroflot a Moscú, con lo que me tocaba pasar la noche en París, donde, por esas casualidades de la existencia, estaba mi vieja en casa de amigos.

 Y en Carrasco estaba, pues, ese día, esperando que el Boeing 707 de Air France cruzara la Cordillera. Como a las seis anunciaron que el vuelo estaba demorado por tormenta sobre los Andes y nos dieron a los que estábamos en tránsito un bono para cenar en el restorán del aeropuerto, donde discerní un grupo de cuatro jóvenes, entre los que estaba Freddie, un cumpa de la Fede que tenía visto de alguna manifestación. Los demás eran Bruno, de Rosario, Ireneo, paraguayo y Ricardo, de Neuqúen, que hasta ese momento había sido el secretario provincial de la Fede, y como tal, miembro del Comité Provincial del PC y secretario de la célula en YPF. ¡Qué tal!, ¡Que tal!, ¿Para dónde vas?, A Europa, ¿y ustedes?, También; a Europa… Me dije que ya no tenía sentido seguir jugando a los espías y me deschavé: En realidad, voy a Moscú…, Nosotros también. Vos sos el que no viene con el grupo, ¿no? Y ahí me enteré de que ese año los becados argentinos éramos como quince o veinte, todos por línea partidaria, que llevaban reuniéndose y programando la salida desde hacía meses y, claro, yo sin saber. Es algo de lo que habría de ufanarme por el resto de mi vida. Nadie me recomendó ni me apoyó ni me consiguió la beca, me la dieron simplemente porque reunía los requisitos académicos.

Serían ya las nueve cuando nos dijeron que el avión se demoraba hasta el día siguiente y que nos llevaban a un hotel (que resultó ni más ni menos que el ¡Victoria Plaza!), con lo cual se nos cagaba la noche en París, donde yo logré, de todos modos, cambiar el pasaje para la semana siguiente y quedarme (con Ireneo, que aprovechó la oportunidad) una semanita en la Sité Lumier.

Ya en Moscú, por alguna razón que no recuerdo, terminé compartiendo habitación con Ricardo. Tenía cuatro años más que yo (25 contra 21 que acababa de cumplir) y había sido hasta entonces obrero petrolero en YPF. Se había adueñado a huevo de un gran amor por la literatura y pasión por la ópera. Le encantaba Puccini, que yo no podía ni ver (no digamos ya oír). En cambio, le patinaba el embrague con la música coral, que era lo mío, y así nos abrimos la orejas recíprocamente; el siempre recuerda con que emoción conoció la Misa en Sí menor de Bach (que yo me había traído a Moscú desde Buenos Aires). Vivimos juntos el año de Preparatoria. Luego el pasó a la residencia de Derecho y Economía, y yo a la de Historia y Filología. La amistad quedó suspendida por la distancia, aunque nos viéramos, desde luego, en las ocasiones sociales y políticas.

En julio de 1971 me gradué y volví a la Argentina, acompañado de mi entrañable Susy. No recuerdo por qué Ricardo se quedó un año más. Nos volvimos a ver creo que una sola vez en Buenos Aires (él había regresado a Neuquén, casado con una rusa, donde pasó a ser Apoderado del Partido Comunista) en el 73. En abril de 1974 me mudé a Nueva York. En mayo de ese año la Triple A puso una bomba que de milagro no demolió la casa de mis viejos en San Fernando, y a el 5 de diciembre lo detuvieron en su casa de Cutral-Có. Cuenta que ese mediodía, de regreso de la oficina, lo pararon en dos retenes militares, controlaron su nombre contra una lista y lo dejaron pasar. Almorzando estaba cuando llegaron los milicos, comandados por un oficial que se presentó como el mayor Farías y se lo llevaron con lo puesto, desde luego que sin informarle de los cargos ni decirle a la mujer adónde. En la comisaría donde inicialmente los alojan eran once los caídos en la redada, entre ellos un juez. El mismo día en un celular lo trasladan, junto a todos, a la cárcel de Neuquén y los ubican en sendas celdas en el sótano del penal. El 24 de diciembre los guardiacárceles les han preparado una comida especial. Acaban de servirla cuando los presos comunes toman el edificio. Los celadores que pueden, se escapan, los otros quedan de rehenes. Vienen los presos comunes y se lo llevan con ellos. Nosotros sabemos que usted es comunista y queremos que encabece esta fuga -le exigen más que le proponen. Yo no puedo escaparme por mi cuenta: si salgo de aquí, va a ser porque el Partido me saque; pero piensen que a mí y a los demás nos detuvo el ejército, no la policía; seguro que ahora el penal está rodeado por los milicos y al primero que asome la cabeza se la van a cortar. Los presos aceptan su posición y, con las disculpas del caso, lo encierran junto a los demás rehenes. Acto seguido le pidieron lo mismo a un montonero, que también se negó, al cual, en cambio molieron a golpes con una llave inglesa. Ricardo nunca supo el porqué de la diferencia de trato. El 5 de enero ejército y policía recuperan el penal. El ejército no interviene en la represión posterior, pero los canas se ensañaron con los alzados… Por suerte, a los políticos -las cosas como son- ni los tocaron. En todo este tiempo, desde luego, para su familia Ricardo está desaparecido.

 Al día siguiente se los llevan al aeropuerto y los suben a un avión, a cuyo bordo los esposan al piso, con lo que tienen que viajar encorvados. En el aparato ya hay quienes vienen trasladados de otras cárceles. ¿Dónde estamos? -susurra uno, En Neuquén, Entonces nos están llevando a Rawson. Tal cual. Esa misma noche empiezan a picanearlo brutalmente. Le preguntan por el Secretario del PC neuquino, de nombre Heredia. Ricardo les dice que tienen información atrasada, porque Heredia ha muerto hace cuatro años en Mendoza. No les causa gracia la gracia y las torturas recrudecen. El dolor era insoportable -me cuenta Ricardo-, pero yo me dije que esos hijos de puta no les iba a dar el gusto de gritar… y no grité. Claro, eso les daba más bronca todavía y entonces me daban peor. Cierta vez, oye que desde la sala de torturas uno que grita, ¡Paren que me muero, hijos de puta! Es el diputado Nacional radical Mario Abel Amaya, secretario del también diputado Hipólito Solari Yrigoyen, Secretario, a su vez, de la UCR chubutense y primer víctima de un atentado de la Triple A. En efecto, le da un síncope y muere pocos días después en Devoto adonde lo había llevado de urgencia. El “tratamiento” de Ricardo dura una semana, durante la cual le hacen, no uno, sino tres simulacros de fusilamiento. Y yo la primera vez grité ¡Viva el Partido Comunista! ¡Mirá qué boludo!

Pasados esos días, lo llevan ante un coronel, de gafas negras, que sin presentarse le dice, Bueno, Ipuche, contra usted no tenemos nada. Si quiere puede usar la opción de abandonar el país, Y si no tienen nada, ¿por qué me tengo que ir? -indaga mi amigo. Lo bueno es que lo han legalizado y ahora, meses después de estar desaparecido, su mujer y su familia saben dónde está y pueden visitarlo. Por intermedio de su padre pregunta al Partido si acepta o no la opción. El Partido le dice que no lo aconseja, pero que, si quiere, se ocupa de todos los trámites y gastos. Como el Partido no lo aconseja, Ricardo se niega a salir del país. Mire, Ipuche, que tiene para dos años -le advierte el coronel. Entonces saldré dentro de dos años -replica mi amigo-; yo por esa puerta me trajeron y por esa puerta me voy a ir… Y tal cual. Después se enteró de que estaba en una lista de casi cien mil personas en la que junto a cada nombre había una cifra que en el caso de él era un dos, eran los años de cárcel que se tenía que comer… Porque sí, nomás, a menos que aceptara exiliarse.

Narra que los montos lo verdugueaban por comunista. Eran unos cuantos, y el capo un viejo como de sesenta años. Por aquellos días, habían dejado una bomba frente al edificio Libertad que, al estallar, mató al chofer de un camión que en ese momento circulaba casualmente por allí. Es un daño inútil -le dice Ricardo, Nosotros podemos hacer mucho más daño todavía, Sí, es para lo único que sirven. Desde entonces, las relaciones con los montos terminaron de enfriarse. Pero los del PRT lo trataban con respeto y le pedían, incluso, que les hablara de su experiencia en la Unión Soviética. Y también le tenían consideración especial los guardiacárceles, que hasta le hacían la venia. (Yo sé quién es usted. Y yo no sé si en una de esas después usted no es Presidente del país -le confiesa uno). Un buen día, como un año más tarde, viene a visitarlo, como todos los meses, la rusa. ¿Vos sabés que tu mujer está parando en el hotel con un tipo? -le dice un celador, anunciándole que a la tarde tendría visitas. En el locutorio están sentados frente a frente separados por el doble vidrio. Ella lo saluda. ¿Con quién estás? -le pregunta. Ella vacila, busca pretextos, está sola, él tiene que comprender. Se da vuelta y llamando al celador, le dice, está visita ha terminado. Las visitas duran una hora -responde el carcelero. Y Ricardo se queda sentado frente a la rusa, en silencio, con la cabeza gacha para no mirarla, los cincuenta minutos restantes. No la volverá a ver hasta que, treinta años después, viaja a Moscú cambio a Suiza. Más tarde, se entera por el Partido de que han ido a buscarla para matarla y que se ha salvado porque había ido al cine con una amiga, que entonces el PC la había llevado a Buenos Aires para ver de sacarla del país y que, en un descuido de los compañeros que se ocupaban de ella, se escapó al puerto y logró embarcarse en un carguero soviético.

Dos años más tarde, entonces, lo ponen en libertad, pero le advierten que no puede vivir en Neuquén. Se muda a Cipoletti. Ahí es donde vuelvo a verlo, durante mi primer viaje con mi sobrino Gastón, que tenía diez años. Me había dado la dirección de su oficina, pero nos bajamos del tren como a las siete de la mañana y por más que insistimos con el timbre no contestaba nadie. Ubicarlo fue otra historia. En la comisaría, por catastro, me dan una dirección en un barrio apartado. La casa está abandonada. Una vecina bien gallega me cuenta que “Se fueron cuando vino la Revolución”. ¿Qué hacer? Vamos caminando por la ciudad y pasamos frente al local del Partido Intransigente. Aquí seguro que lo conocen. Nos hacen pasar, pregunto por mi amigo, me dicen que espere y al rato aparece un hombre mayor. ¿Usted es el que busca a Ipuche?, Sí, ¿Y por qué asunto es? Le explico. Me pide que espere y como a los quince minutos aparece Ricardo, que no había oído el timbre cuando llamamos. Nos alojó en su casa, modestísima, casi de una villa, con la ducha precaria. Y ahí me cuenta lo que acabo de relatar.

Se ha casado otra vez y su mujer vive en Plaza Huíncul. Allí volveré a verlo de regreso a Buenos Aires. Retorné a Nueva York y, aunque seguimos en contacto, no volví a verlo hasta años después, el primer verano tras mi traslado a Viena, ya en Lugano, alejado del PC, divorciado de la argentina y casado con una alemana. La cosa ha sido así: El hijo de un camarada del PC neuquino tiene problemas con el padre por problemas con la droga y se marcha de la casa. Ricardo lo prohíja y deja vivir en su casita de soltero. Un día llega a verlo y ya no está. Pasan varios años durante los cuales las cosas en la Argentina van mal; se ha divorciado y está a punto de quedarse sin trabajo. Una mañana estaba esperando el colectivo cuando se detiene ante él un auto del
que asoma el pibe que había ayudado. ¿Cómo andás?; Bien, ahora vivo en Lugano y estoy de visita, ¿y vos?, Mal, me estoy quedando sin laburo y no tengo un mango, Mirá, cuando yo estaba en la mala vos fuiste el único que me ayudó; ahora te voy a dar una mano yo. Y se lo lleva para Lugano. Esa primera vez en Lugano, me cuenta que un buen día alguien se mudó a la casa de al lado de la suya en Cipoletti. El nuevo vecino no es otro que el mismísimo mayor Farías, el que lo había detenido, quien, al calor de una botella de vino, le confirma que, un año después, tenía orden de detener a la rusa y de no dejar que llegara viva al cuartel. Este mayor se ocupaba, además, de trasladar a algunos presos de Rawson a otras dependencias. Cierta vez se llevaron de la celda vecina a un monto, que desapareció durante como diez días, al cabo de los cuales lo devolvieron calcinado por las torturas. Este muchacho le contó que quien se había ocupado de trasladarlo a Neuquén fue el mismo mayor Farías, que lo había sacado encapuchado y esposado, pero que, apenas salieron a la ruta, le sacó capucha y esposas, le hizo prometer que no iba a hacer lío y le regaló un sándwich. Poco antes de llegar, volvió a encapucharlo y esposarlo y así lo entregó; lo mismo a la vuelta. Farías le confía a Ricardo que tiene registrados minuciosamente, con nombre y apellido, a todos los que detuvo o trasladó. Cuando lo juzgaron, junto con el coronel Reinhold, Farías pudo haber logrado al menos un castigo menor si hubiera dicho lo que sabía, pero no delató a sus compañeros y se tragó una condena a 25 años. Ricardo se puso en contacto con la gente de Derechos Humanos y se ofreció a ir a declarar a su favor. Como abogado, busco la justicia -me dijo hoy mismo, mientras yo anotaba todos los detalles que voy consignando-; para mí y para el otro. Pero lo disuadieron y finalmente no se presentó. No me lo dijo, pero seguro que le duele y le da culpa no haberlo hecho. Es cierto -agregaba-; fue solo una gota de humanidad en un mar de torturas y vejaciones; y el mayor Farias fue partícipe directo del aparato que las impuso, pero no era como los otros. (Y yo pensé que tal vez en esa lista figuraría el nombre de algún desaparecido a quien el mayor fue el último en ver con vida, y que no tenía derecho a privar a los familiares de ese dato precioso. No, no es suficiente una gota de humanidad. La habrá tenido también, quién sabe, algún guardia de Auschwitz).

Hace unos pocos años, como parte de la nueva política de DD.HH. del gobierno de Kirchner, lo llamaron a declarar por teleconferencia, desde el consulado argentino en Berna, en el juicio que se le hizo a Osvaldo Jorge Fano, ex director del Penal U9 de Rawson, donde testificó acerca del asesinato de Amaya. ¿Y usted cómo sabía que el que gritaba era Amaya? -le pregunta el defensor de los torturadores. Porque nos conocíamos todos, Pero si no los dejaban hablar, ¿cómo hacían para comunicarse?, Por señas, con el alfabeto de sordomudos, ¿Usted lo sabía?, Tuve que aprenderlo, como todos, ¿A ver, cómo es la “M”?, Dígame, colega, ¿a usted no de da vergüenza preguntar estas cosas en un juicio por delitos gravísimos de lesa humanidad? Todos ellos fueron al final condenados a largas penas. Al final cuando le dieron la oportunidad de hacer su última declaración -concluye-, me quebré y me puse a llorar por primera vez. Había tenido que esperar veintiséis años para ver a estos verdugos en el banquillo.

La historia, pero, no termina aquí. Como todos los años que estuve en Viena pasé los veranos en Ginebra, caí sistemáticamente a visitarlo de ida, de vuelta o las dos veces. En ese ínterin se separó mal de su alemana y se hizo fervientemente católico. Estuvo decidido, incluso, a recluirse en un convento como ermitaño. Pero sin olvidarse jamás de los pobres de este mundo, de las injusticias feroces, sin dejar jamás de comprender que este capitalismo de mierda, de los ricos para los ricos, se tiene que acabar, que no hay nada peor que la explotación del hombre por el hombre. (Ayer, por cierto, me enteré de que se había convertido a la iglesia ortodoxa rusa, que, si entendí bien, encarna una forma más pura de la fe). Ya me había resignado a no verlo más, cuando un buen día, por un grupo de internet, conoció a Andrea, una brasileña veintinueve años más joven (diferencia parecida a la que guardaba yo con Nadia) y terminó casándose. He aprovechado esta vez para hablar con ella. No concibe la vida sin su Rick, a quien ama como solo saben hacerlo ciertas mujeres y a quien admira con toda el alma. Él, por su parte, no puede dejar de ponderarla. Llevan juntos más de trece años y nunca he visto una pareja tan feliz. ¡Te lo merecés, carajo, viejo camarada, porque sos lo más parecido a un santo que he conocido en mi vida!

CRÓNICAS BOREOMESOPOTAMIÁSTICAS

March 1st, 2021

8 a 28 de enero de 2021

PRÓDROMO CABALÍSTICO

Que la cinghialina se jue dalla mamma e la sorella a Regiomonte el 18 de diciembre, que yo aprovechaba para irme el 21 un mes entero a rodar por el sur de España menos un salto administrativo a Viena, que se desencadenó la puta segunda ola del puto COVID19, que cerraron España en particular, pero, en general, Europa, a cal y canto, que entonces resolví que no me iba un cazzo, que entonces me vi ancláu nomás en CABA (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pa’ los despistáus) sin nada que pasear, que entonces decidí que me piantaba pa’l norte so pretexto de tomar por fin el Tren a las Nubes, que entonces me apliqué a establecer itinerario y determinar etapas, que junando el planisferio visualicé una herradura con un lado sobre la cordillera, el fastigio en La Quiaca y el otro lado paralelo al río Uruguay, que entonces tracé el derrotero que sigue: San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires, Venado Tuerto, ídem de Santa Fe, Embalse Río Tercero y de ahí a La Falda, Córdoba, San Agustín de Valle Fértil, San Juan, San Miguel de Tucumán, Tucumán (¡claro!), San Antonio de los Cobres -trencito-, Salta, vuelta y Salta (capital), Joaquín V. González, Salta, Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco, Corrientes (capital), Concepción de Yaguareté Corá, Curuzú Cuatiá, Corrientes, Concordia, Concepción del Uruguay, Entre Ríos, y regreso a esta (ciudad de Buenos Aires). Calculé que serían aproximadamente un montón de kilómetros, pero sarna con gusto…

            Me pasé varios días buscando y reservando alojamientos e implorando tantos permisos de verano cuantos destinos intermedios iría a tocar. Me los concedieron todos menos los del Chaco y Corrientes, que no es que me los hayan denegado, sino que jamás se dignaron responderme. En fin, que ya veremos. La intención primigenia era ir a Corrientes vía Formosa, pero la provincia está clausurada. El miércoles 7 le hicieron el servis a la Fiat Guíquend, me hice podar cabellera, barba y cejas y preparé maletica y mochila. El jueves me dediqué a esperar el…

Viernes 8

Y esta mañana a las siete y media de la madrugada salía de mi garaje cual mariposa de la crisálida.

Felicity Lott me acompañará todo el trayecto entonando canciones de Richard Strauss y yo, como tantas otras veces, exhalando lentas fumaradas, con el mate hecho un aterciopelado revoltijo de recuerdos. El tránsito, por suerte, más que indulgente. La Panamericana discurre entre las colectoras en cuyas márgenes exteriores se acumulan tiendas, manducatorios y demás chiringuitos amontonados por la escoba de Dios cuando decidió barrer la traza de la autopista. De pronto, la Pampa infinita, como si Dios hubiera aplastado el paisaje sobre una mesada invisible y amasado prolijamente hasta que le quedó el repulgue de la Cordillera. Yo siempre he preferido el relieve o, en todo caso, el espejo diáfano del mar, pero esta vez me gustó la chatura verde y arbitrariamente arbolada con sus indolentes vacunos allá sobre el horizonte,

Por perfidia de la gallega franquista del GPS me pasé de largo, pero finalmente ingresé en

SAN ANTONIO DE ARECO

poco después de las nueve. Areco Hospedaje queda justiniano justiniano frene a la plaza principal, enorme, con la estatua de don Hipólito Vieytes, comerciante de jabones y anfitrión de la jacobinada morenista (para los lectores desavisados, allá por inicios de 1810 los patriotas más radicalizados se reunían en la jabonería de Vieytes para planificar la defenestración del virrey), que fue oriundo de estos pagos. El pueblo conserva su encanto preindustrial y me recuerda Carmelo (vide “Crónica carmelita” en sergioviaggio.com), solo que Carmelo sí ostentaba un rascacielos de cinco pisos. Casas no tanto coloniales (¡lástima!) como decimonónicas, de itálica raigambre las más de pro, rústicas construcciones de ladrillo agraciadas a fuer de tiempo, casi todas en esquinas y devenidas bares sistemáticamente “históricos”, calles muchas veces como cavadas entre una montaña de árboles o, en los remansos del follaje, arbolitos floridos, carmesíes, punzó o blancos. Llama la atención la mansedumbre del tránsito. No parece haber vehículo que se aventure a superar los quince o veinte kilómetros por hora. Los vecinos tampoco están familiarizados con el apuro. Nadie luce apresurado, nadie eleva la voz más allá del murmullo, hasta los gurises gritan bajito. Cada tanto, un paisano invariablemente retacón como aplastado por la boina que le rodea la testa como a diez centímetros de las sienes. Enternece la disciplina de los arequitos: distanciamiento social estricto, mascarilla infaltable, pacientes colas para entrar en los negocios. Caigo en que cuando “los argentinos” protestamos amargamente por cómo somos “los argentinos”, somos los porteños -ojo, de clase media y remotos orígenes en las regiones más miserables de Europa- quienes nos referimos umbilicalmente a nosotros mismos. ¡Lástima que seamos tantos!

Dejo mis petates en el hotel (un pasillo al que dan las tres o cuatro habitaciones colmadas de camas y camastros, sin ventanas, cerradas a candado, con la cocina y la sala de estar al fondo mirando un jardín silvestre. Me gusta.

Salgo a dar mi primera vuelta. Sobre la plaza, el Museo de Artes Plásticas y la Intendencia. Allí me entero de que las atracciones históricas son el Puente Viejo, la pulpería La Blanqueada y el Museo Ricardo Güiraldes (que muy histórico que digamos no es porque, colonialoso y todo como luce, fue erigido en 1938). El GPS indica que la mentada pulpería queda Puente Viejo traviesa a kilómetro y medio y para allá enfilo. Llego a la orilla del río, que, de este lado, bordea un parque de árboles interminables entre cuyas verticales chisporrotea una nutrida convención de pájaros. Más adelante, la arboleda cesa y cede sitio al Puente Viejo, que, de viejo, lástima, no tiene nada y, de puente, francamente muy poco. Río traviesa, media ciudad está de pícnic y ya se va organizando el inconfundible tufo a asado. Lástima que el puente desemboca en una calle amplia y desangelada, sin un palmo de sombra, con lo que pego media vuelta y desando el camino al hotel, que no me voy a insolar al pedo y que mejor voy en auto.

La gallega me lleva por otro puente (el viejo está vedado al tránsito) y me manda por el confín del pueblo a la misma calle del Puente Viejo a unos quinientos metros de mi arrepentimiento. La pulpería es ahora museo. Un edificio bien de aquellos: solo falta el payador mazorquero tratando de seducir a la pulpera rubia de ojos celestes. Delante de mí entra una familia china, el marido y la mujer (delicada, espigada y bella como solo las orientales) hablan perfecto castellano, los padres/suegros ni una palabra, la mujer carga un chinito para comérselo que, por supuesto, no tiene ni puta idea de dónde está. ¿Cuándo, cómo y por qué habrán venido de la China? ¿Cómo será irse argentinizando tan lejos de casa? ¿Qué sentirán los viejos arrancados de su tierra? El guía es un muchacho que no ha de arañar los treinta, ducho y simpático. Explica el funcionamiento de la pulpería, sita a la vera del Camino Real que bajaba del Alto Perú hacia el puerto. Explica que había dos tipos de copa: la común y la “mulera”, de igual tamaño, pero menor capacidad, con la que el pulpero sustituía la otra cuando el parroquiano ya no estaba en condiciones de discernir volúmenes. Una reja separaba a los habitués locales de los forasteros que estaban de paso. Había que ganarse la confianza del pulpero para acceder al salón VIP. El museo finge ser un casco de estancia, con su foso y sendos cañones de escaso calibre en las esquinas. Por suerte, está cerrado, porque no tengo nada de ganas de meterme en él.

Regreso al pueblo. Se han hecho casi las doce y busco un bar en el que sacarme mi tradicional selfi de estreno. Como a cuadra y media del albergo, por la única calle empedrada (y empedrada recientemente, para devolver un regusto de época a la ciudad ahora prosaicamente asfaltada) me siento en la acera de El Batará, Almacén de Campo, a saborear mi tradicional “primera birra”, que acompaño con un poco de exquisita bondiola y algunas rodajas de pan de campo como hacía siglos que no probaba. Doy una vuelta más y retorno al nido a dormirme una merecida siesta. De la que emerjo como a las tres. Y ahora, a recorrer la metrópoli cámara en mano. Si por el centro abundan los edificios de otrora, a las pocas cuadras van raleando y no tardan en diluirse por caminos sin pavimentar que anuncian el advenimiento del tapiz interminable de la pampa, con algún viejo molino de viento a guisa de último canapé de un banquete olvidado.

He de completar mi ajuar con jabón para lavar ropa, lavandina para purificar barbijos, champú para ennoblecer cabellos y jugo de naranja para destraumatizar noches. Doy con el supermercado Día, vecino de la gran intersección gran que amerita el único semáforo del pueblo y lastimosamente surtido de sobras de otros emporios. De retorno al telo me zampo un jugo de naranja y una ensalada de frutas auténticamente celestial en La Vieja Sodería, una de esas esquinas robadas a Molina Campos y convertidas, decía, en manducatorios históricos. Por entre las mesas mendiga un perro de extraña pelambre de tigre. Nunca había visto can semejante. ¡Coza ‘e Mandinga la genética, vea! En saboreando la ensalada me viene la epifanía de que debe haber estación de tren. Gonzalo del hotel me corrobora que nefetibamente, la hayla, y hacia allí enfilo. Voy por el bulevar de la mano virtual de la gallega y sé que no me está derivando para el lado de los tomates porque el paisaje de mi derecha es inconfundiblemente ferroviario: silos amontonados frente a un surco todavía invisible, resabio de pasos a nivel. Una vaporera como de latón roído por los ratones del óxido anuncia el que fuera acceso señorial, con su amplia rotonda frente a un edificio que ha sido digno de la prosperidad de la villa, pero está, más que de malas, de pésimas y, para variar, ocupado. Sobre el andén, juguetes en diferentes estados de descomposición, algún triciclo, una bicicleta, y la pincelada de yuyos que sustituye los rieles fantasmas.

Gonzalo del hotel me ha advertido, además, que a unos diez kilómetros sobrevive la estación Vagués, que hasta tiene museo, y para allí parto guiado por la gallega que me hace meterme por un camino de ripio inclemente en medio de pastizales impenetrables. Avanzo a las puteadas hasta que el ripio cede protagonismo a una huella de tierra mucho más amistosa que, por más que la gallega me encarece que continúe derecho por dos kilómetros, pega una vuelta de noventa grados y andá a cantarle a Gardel. Para mi sorpresa, me topo con el asfalto, giro a la derecha y “he llegado a mi deshtino”. La estación es de pueblo agrandado, más modesta que la de San Antonio, pero nada de apeadero y chau. Está perfectamente conservada, acaso porque parte de ella hace las veces de comisaría. Entro por un corredor bordeado de maquinaria -es un decir- agrícola prehistórica y aherrumbrada y llego al edificio de ladrillo bermejo y fulgurante. A foros izquierda y derecha se oxidan tres formaciones de vagones de carga. El andén esta tan intacto como pulcro. Una policía de lo más de ver me confirma que el tren es ya una leyenda. Dos hombres que lidian por colgar un cartel que no llego a descifrar me informan de que el museo abre los fines de semana. Menos mal que mañana es sábado. El regreso es todo por asfalto paralelo al espectro de la vía.

Ducha ritual y a teclear estas pamplinas hasta las ocho y media, hora en que me voy a cenar al recomendado por Gonzalo del hotel restorán Ramos Generales, a un par de cuadras, donde me regalo un pastel de choclo francamente sublime, rociado de un chardonnay de Luigi Bosca y coronado del almendrado más excelso que hay degustado. Todo por la onerosa suma de mil quinientos pesos, o sea, diez dólares con propina, es decir ocho euros, lo que equivale a cuatro boletos de tranvía allá por los pagos de Mozart y Haydn.

A las diez me zambullo en la cama y duermo cual ángel hasta las seis.

Sábado 9

He soñado con el general de Gaulle, al que hago no sé qué favor y no me agradece. Le pregunto si siempre es así de altanero y me mira incrédulo, como que no está acostumbrado a que le marquen la cancha. Le aguanto los dardos hasta que, vencido, sonríe. Merci beaucoup, musita casi divertido. ¡Mirá que me va a sobrar de Gaulle a mí!

            Desayuno en el bar Tokio, frente a la plaza, y enfilo para

VAGUÉS

Esta vez la gallega me conduce por asfalto. Primero me doy una vuelta por el galpón que, me cuentan, ahora es una cooperativa que fabrica muebles o algo así. Lo asombroso es que conserva, perfecta y perfectamente legible, esta consigna: “SUME SU ESFUERZO PARA LOGRAR EL ÉXITO DEL SEGUNDO PLAN QUINQUENAL”. ¿Cómo se les habrá pasado a tres dinastías de milicos gorilas? El Segundo Plan, lástima, no se llegó a cumplir; por lo pronto, la coyuntura internacional vino mal barajada y quién sabe cómo habrían salido las cosas si el gorilaje fusilador no hubiera pateado el tablero dejando un reguero de sangre allá por septiembre de 1955. La señora que atiende el museo es amabilísima. Me entero de que Vagués (que, sorprendentemente, ni tiene pueblo que la enfrente o circunde) supo ser empalme del ramal que venía de Victoria vía Capilla del Señor y el de Luján a Buenos Aires. El Museo exhibe algunas fotografías y dos o tres recuerdos de otrora, como una máquina impresora de boletos. Lo demás es pulmón puro para mantener vivo el recuerdo. Emocionante, este país, con este tipo de gente que no ceja, que no amaina, que no afloja, que guarda como un pergamino casi deshecho, la memoria que no debe olvidarse.

            La ruta a Venado Tuerto suma rectas entre campos de soja, con alguna mancha de maíz o girasol. De pronto, una veintena de vacas casi inmóviles. Caigo en cuenta de que, desde que salí de Baires, casi no he visto una. Los pueblos se suceden sin mayor gracia, sus catedrales parecen ser silos y, en vez de artesanías, los nativos venden tractores, cosechadoras, enfardadoras, arados y demás parafernalia agraria. Es el país rico, dijérase hasta primomondesco. Las carreteras están impecables, los centros urbanos impolutos, el parque automotor reciente. Párrafo (bueno, oración) aparte merece la entrada a Pergamino: Coza ‘e Mandinga, vea, el desfile de chalets resueltamente opíparos, de estupendo gusto, todos parece que estrenados ayer y, más hacia el centro, los edificios de departamentos modernosamente señoriales. No, si, de no ser porque la mitad de la población vive debajo de la línea de pobreza y encima son negros, vivimos en el Primer Mundo, ¡qué carajo!

            Y, reconfortado en mi albo cuan cosmopolita origen vescuencitanofranchutodinamarqués (¿qué, no lo sabían?) prosigo raudo y ufano hasta

VENADO TUERTO

El ingreso a One-eyed Stag, lo confirma, pero mal, porque semeja demasiado las afueras de cualquier ciudad gringa o mexicana: negocios ramplones, muchos, claro, concesionarias de autos, camiones y aplanadoras, amontonados a las riberas de una avenida sobre la que se pierde en lontananza una guirnalda de semáforos colgantes todos verdes o, de pronto, todos rojos. Así llego hasta la rotonda de salida, a pocos metros de la cual llego al inesperado oasis de La Bianca, un extenso chalet de paredes blancas y techo de tejas, rodeado de un jardín exquisito hacia cuyo fondo se abre una piscina que es casi un lago. Mi habitación es simplemente primorosa: lecho (sería una impertinencia llamarlo cama) con cortinado en V invertida contra el muro, muebles de época (no sabría bien de cuál exactamente, pero niporputas de esta), toallas… y robe (!) sobre el acolchado de colores, una mesita con tetera eléctrica, cinco o seis clases de té, bizcochos y hasta un delicioso alfajor… El baño en dos tiempos: una salita con tocador y pileta y, puerta por medio, el recinto con el bidé, inodoro, otra pileta y bañera. ¡Y todo por dieciséis dólares!

            Los otros huéspedes son una parejita joven. Él fornido, de barba, pero digo yo que ningún Adonis, y ella, simplemente la muchacha más perfecta que he visto en mi vida. Unas tetas de antología, sustanciales sin ser exageradas, perfectamente semiesféricas, una cintura de avispa, la espalda como una lápida, los hombros en cruz perfecta, con la curva exacta, las piernas torneadas que ni Miguel Ángel… No pude menos de decirle al beneficiario que tenía la piba más hermosa que me había tocado ver. “Gracias -me dijo-, y, además, es excelente compañera”. ¿Encima eso? -musité entre mí-, ¡la reputísima madre que te remil parió! Es que yo soy así, solidario con mis colegas de género, ¿vio?

            Salgo a dar mi rigurosa vuelta exploratoria, con prioridad en la estación del ferrocarril. El viejo edificio inglés está, por suerte, bien conservado, porque el ramal sigue en servicio para cargas y pueden verse varias locomotoras fulgurantes de reciente factura y varias interminables recuas de vagones. A foro izquierda atraviesa el patio de maniobras fantasma un puente de unos ochenta o cien metros de largo todo carcoma. Lo recorro hasta la mitad y vuelvo lagañoso y contrito, que he visto allá a la distancia las ruinas del depósito y taller de locomotoras, que ahora dibuja el callado semicírculo de su muro desnudo. Nada queda del techo, y solo recuerda su función de antaño el plato giratorio inmovilizado en medio de su dial ya invisible bajo los yuyos. Queda, sí, un pecio de galpón, cuyo techo de zinc amenaza con desplomarse por falta de sustento. Doy ahora la vuelta por la fachada exterior del depósito, de ladrillo pardo, con sus ventanas huecas que le dan un aire de resabios de coliseo romano. Toda una alegoría, esta mixtura de símil de teatro de Marcelo, solo que dos mil años menos viejo, y de plebeya prosapia ferroviaria. En esto nos parecemos, al cabo, Europa dendeveras y nuestra vapuleada Argentina mendazmente europea: allá los gloriosos vestigios de César y de Augusto, aquí, los restos del menemato venal y siniestro.

            Otra cosa que busco es el teatro Verdi, porque los tanos no podían dejar de hacer de las suyas. Paseando por Carlos Pellegrini vi el único chalet erstaz-Túdor de la ciudad, apuesto a que construido por un ejecutivo del ferrocarril. Si no, las construcciones decimonónicas o de principios de siglo XX no aparecen concentradas por ninguna parte: hay que pescarlas entre edificios más recientes… y menos de ver, aunque la fronda abundante y generosa de los árboles en las calles transversales y los arbolitos floridos que bordean las avenidas hacen de esta villa un auténtico jardín. Se nota una ciudad pujante (al menos hasta la pandemia). Como en Chivilcoy, la gente luce disciplinada. Pero otro gallo va a cantar esta noche.

            La dueña del hotel me recomienda tres o cuatro manducatorios. Una vez en el centro, casi todas las transversales a ambos lados de Pellegrini u otra de las dos o tres arterias más principales más están cortadas, con la calzada cubierta de las mesas de los restoranes aledaños, que parece haberlos a razón de diez por cuadra de cada lado de la calle. El dueño de Le Colorié (a algo así) me cuenta que tiene todo reservado y me deriva al 1909, que también, pero se apiadan de mí y me acomodan en un rinconcito. Es el típico restorán que suelo evitar en la Argentina y, sobre todo, en provincia: medio como que pretencioso, ¿vio? Pero bueno, aliayactaés, como decía Julio César (y así le terminó yendo). Eppur… El menú hay que escanearlo y leerlo en la pantalla del teléfono, solo que el mío no da el brazo a torcer, con lo que la muchachita que intercedió para que me aceptaran me lo lee: bien (sospechosamente) a la europea: cinco entradas, cinco platos fuertes, cinco postres y andá a cantarle a Gardel. ¡Hhhmmm…- mascullo entre mí-, vamos mal, vamos! Los platos son todos exóticos, ¿vio?, tipo rulá de salmón (que, escrito, se vería roulade) con su salsa de remolacha e hinojos, dos o tres cosas por el estilo, entre las cuales un grablas (grávlax) de langostinos con menjunjito de mango, palta y cebolla por el que me decanto sin mayor convicción, más una entraña en su salsa de nomeacuerdoqué. Y nomeacuerdoqué porque le grablas estaba tan pero tan delicioso que cancelé la carne y me pedí otro. Sobre un colchón de cuadraditos microscópicos de mango con gusto a mango y palta con gusto a palta que se disputaban textura y sabor con unas julianas casi imperceptibles de cebolla morada y una vinagreta sensacional, una espiral de tres langostinos tirando a grandecitos debidamente crudos coronados con una ostia de pepino. ¡SENSACIONAL! De vino me había pedido un Uxmal, que era el único que tenían en botellita como para uno solo, ¿vio? y que resultó picado, lo mismo que el segundo ejemplar (que, me explicó mi hada madrina, venía de la misma caja, así que…), con lo que no me quedó otra que pedirme una copa de chardonnay, que, visto que a la final renuncié a la vianda de res, me vino al pelete, lo que vuelve a confirmar si falta hiciera que a mí hasta lo que me sale mal me sale bien. El postre fue un maridaje de muses (mousses) de frutilla y naranja digno del grablas, Total: 1.590 pesos moneda -es, cada vez más, un decir- nacional. Denocrer, vea, la bicoca que me está costando este periplo.

Domingo 10

Me alzo a las siete y a las y media acabo de cargar nafta y de desayunar dos medialunas del cielo y un feca. Otra vez una ruta trazada con escuadra y compás sobre la planicie inacabable cuadriculada de sembradíos. Las rutas, para variar, perfectas, con, cada tanto, un par de funcionarios de overol fotorrefractante cortando el césped o podando matas, aún en los tramos donde no se ve otro auto que el mío niporputas. ¡Primer Mundo, qué carajo, y se van todos a la putísima madre que los parió! Un cartel me da la bienvenida a Córdoba y, al rato, una autopista de tres carriles por mano. Después otra ruta provincial. El terreno se ondula cada vez más y el camino serpea ya caprichosamente, el verde se ha puesto alpino y entran a tallar fuerte las coníferas. Me siento en los mismísimos Pirineos… ¡qué falta que me hacías, vieja Europa!  Y por fin

ALTA GRACIA

Que es una vera delicia. Bulevares con árboles floridos como los de Venado Tuerto, chalets uno más hermoso y lujiento que otro, muchos de ellos de entreguerras, como el que habitó Manuel de Falla hasta su muerte en 1946, como Alejandro Casona, como Saulo Benavente, como Margarita Xirgu, muertos en esta tierra generosa que, con todo, no era España. Mi hotel, Paz y Gálvez, queda justiniano frente a la Plaza de las Américas, una especie de hemiciclo con las banderas de norma y un indio oteando el horizonte con cara de malo, como si acabara de ver las carabelas y se dijese ¡cagamos! Lo curioso es que estamos en pleno barrio paquete, a seis o siete cuadras del centro centro, y las calles a partir de la trasera están sin asfaltar. Ya me había pasado en Areco, pero lo atribuí a que, después de todo, estábamos en el campo. Pero aquí me desconcierta. Y voy a ver muchas otras calles silvestres. Me cago en Dios: cada vez que me digo que vivimos en el Primer Mundo carajo, el mundo tercero me saca la lengua y me hace un corte de mangas. Si seguimos así, me voy a Viena y se van todos a la mierda.

            La casa de de Falla me queda a dos cuadras. Es un chalecito de los más modestos, estilo vasco, rodeado de un jardín sencillo, donde don Manuel vivió con toda modestia y su hermana. No hay gran cosa: los muebles, dos pianos verticales, fotos… y nada más. Pero en todo momento suena la maravillosa música de este maestro que nunca gozó de buena salud y cuya producción se reduce a unas treinta obras, en su mayor parte, breves. La muchacha que me cobra los veinte pesos de entrada y me dirige su Spiel de música no entiende un soto, como tampoco la parejita que vaya uno a saber por qué se metió a curiosear. Por consejo de mi gomía José Mallo (que también me recomendó la casa de don Manuel), voy a visitar la Estancia Jesuítica, que viene a ser la versión acrocaritativa de las Misiones ídem. Una iglesia realmente monumental, si pensamos que alrededor no había más que las chozas levantadas ad hoc. Por dentro, serena suntuosidad, techo y muros cubiertos de frescos, altar de madera labrada… una preciosura. La muestra del convento aledaño, pero, no es gran cosa, aunque el edificio, con su galería en ángulo recto que, con el muro, forma lo que debió haber valido de reducto defensivo, muy colonialmente bello. A su costado derecho (según se mira desde la plaza que ahora le sirve de atrio a la intemperie) un lago que enresulta que es producto del primer embalse de los muchísimos que regarán -literalmente- la provincia. Buscando la estancia he pasado por un remedo de castillo medieval, con sus dos torres circulares almenadas y, en el dintel de la puerta supuestamente enrejada, el escudo de la muy noble ciudad de York. Es un bar, y me da fiaca explorar su ridículo recinto.

            Hay, por cierto, un parque parque, con su lago y sus árboles y sus paseos, pero no tuve tiempo más que de mirarlo. Queda cerquita de la casa del Che, que no era de él, sino de la familia, que la tenía por lo del asma de Ernesto. Es museo, pero José me dijo que no valía la pena. Por ese mismo barrio hay toda una serie de chalets bien ingleses, pero todos con techo de zinc. Y son los únicos que lo tienen. ¿Por qué habrán optado los británicos por abjurar de las tejas? ¡O magnum mysterium!

            Por la tarde me voy hacia Villa General Belgrano (adonde fueron a parar en 1939 los marineros del Graf Spee). A poco de salir de Acrocáritas propiamente dicha, camino de Los Aromos, un río que corre entre piedras romas en el que se bañan decenas de familias. Primer encuentro con la Córdoba de las legendarias sierras. Tras un sinfín de culebreos, de improviso, a mi derecha y allá abajo, un lago casi interminable de extenso y de azul. Cada tanto, un remanso atiborrado de chiringuitos de ocasión y lugares para comer. Pero Villa General Belgrano no se ve muy de ver (aunque fuerza es consignar que casi ni entré) y pego la vuelta. Entrando en la ciudad, paso por un puente que atraviesa un cañadón verde por el que surca un río totalmente anónimo. Al fondo, entre los árboles, un puente de piedra. Lo busco y debo meterme en un barrio pobre, casi villa. Retorno a la civilización y paso ahora frente a otra caricatura de castillo, esta vez morisco, que es nada menos que el Instituto Manuel de Falla. En frente, otra construcción con aires exoticoides: la Defensoría de los Derechos del Niño.

            Por consejo de mi anfitrión, ceno en El Ferroviario, a escasas tres cuadras del hotel. Un hermoso edificio de principios de siglo XX, parecido a una mansión, con amplia galería y salones de cálida boisserie, Me entero de que supo ser una clínica para empleados del ferrocarril. Tras un chop de birra bermeja alla spina, empiezo con una empanada de carne cortada a cuchillo y completo con un estupendo pacú a la parrilla con papas fritas debidamente rociado con un vaso de Sauvignon blanc Latitud 33.

Lunes 11

Me despierto con lluvia. Hace frío. Hoy me toca La Falda, pero antes, simplemente tengo que ir a ver lo que quede de la estación. El edificio es, para variar, una belleza y, como ahora funciona ahí el Registro Civil, está impecable. Cumplido el ritual, encaro la ruta. Que se contonea horizontal y verticalmente, abundante de tránsito. Paso varias veces las vías ya inútiles del ferrocarril y cada vez es un golpe bajo. Finalmente, llego a

LA FALDA

solo que la gallega del GPS no reconoce mi hotel y me hace dar mil vueltas por una ciudad que se ve toda suburbio comercial sin una gracia que la redima. Enresulta que el hotel Mediterráneo, cuya reserva Despegar.com me ha confirmado, no existe o, en todo caso, no existe más. Genial, porque no tengo nada de ganas de quedarme en La Falda un minuto más y encaro la ruta a San Agustín de Valle Fértil, provincia de San Juan, y puerta de acceso al parque del Valle de la Luna.

            Por el camino, contra todos los llamados de la prudencia vista la nueva ola de Covid, levanto a un mochilero que se inmola bajo el ahora sol en picado. Se llama Pablo, tiene cuarenta años, de profesión malabarista, que se encamina a México vía la Quiaca donde lo espera un amigo, que ha dejado en Córdoba a su hijo de once años con la madre (del hijo) y el abuelo (también del hijo). Ya ha viajado a la buena -es, como siempre, un decir- de Dios por varios países de América. Su propósito en este viaje es juntar dinero para construir su casa en Córdoba. Por razones de distanciamiento social obligatorio, lo hago sentarse atrás. Así llegamos a Patquía, de donde una ruta de ripio poco clemente nos llevará a San Agustín. En el mero límite con San Juan comienza el asfalto, que se verá interrumpido, pero, varias veces porque el río (que ahora está más seco que lagrimal de verdugo nazi) se lo ha ido comiendo, a veces del todo y otras con tarascones que arrebatan la mitad.         

Cada tanto, un caserío de cuatro o cinco viviendas. ¿De qué vivirá esta gente? ¿Dónde compra sus provisiones? ¿A qué escuela van los chicos?

Y así arribamos a

SAN AGUSTÍN DE VALLE FÉRTIL

Un pueblito pachorro arrimado a la montaña, con su única plaza rodeada de algún que otro bar. El hotel es una casa chorizo y mi habitación la última. Pablo ha resuelto dormir por ahí. Nos hemos dado cita a las ocho para seguir viaje. El encargado me recomienda un restorancito a dos o tres cuadras donde, aunque ofrecen “spaguety”, me como un bife de chorizo elefantiásico.

Martes 12

Me despierto temprano, me organizo, respondo correos y a las ocho en punto salgo. Pablo no está. Lo espero unos minutos y voy a cargar nafta y sacar dinero del único cajero. La cola es extensa, pero un empleado pregunta si hay algún mayor de sesenta años y paso raudo. Vuelvo a dar una vuelta por el hotel a ver si aparece Pablo y, como no da señales de vida, salgo a la ruta.

            Donde me lo encuentro haciendo dedo. El cielo se ha encapotado y amaga lluvia. El camino está en perfecto estado y totalmente desierto. Sin darme cuenta me encuentro manejando a 170 km por hora. A las diez menos diez llegamos finalmente al

VALLE DE LA LUNA, PARQUE NACIONAL DE ISCHIGUALASTO

En el estacionamiento hay una decena de autos venidos vaya a saber de dónde, porque, como decía, el camino estaba desierto. La cosa es que, nos enteramos, el valle solo puede accederse en caravana y, lo que son las cosas, la próxima es a las diez. Mando a Pablo a por un par de cafeses y algo de comer y partimos en pos de un guía vestido casi de cowboy y montado en un cuatriciclo. Nos han explicado que la cosa dura tres horas en las que recorreremos 42 km, con cinco o seis paradas. Yo me imaginaba el paisaje parduzco como las montañas que los circundan, pero es entre grisáceo y verdoso, con formaciones que el capricho del viento ha esculpido a lo, literalmente, loco. Hay rocas como mesetas que parecen milhojas con las capas geológicas perfectamente horizontales. Otras son casi antropomorfas. Y están las que han quedado inverosímilmente erectas montadas sobre sendas columnas irregulares. La excursión está muy bien organizada, con pasarelas de madera para no perturbar la ecología. Somos una treintena de curiosos, con dos o tres familias portadoras de críos pequeños que, como vaticino, no tardarán en aburrirse como ostras y hacerlo saber de forma contundente. Así y todo, se portan más que razonablemente bien. Sopla un viento sur que me recuerda los implacables vendavales de Moscú. Es, nos explica el guía, el gran escultor de todo lo que vemos. Nos cuenta también que tenemos suerte de que esté nublado porque es cuando mejor se pueden observar los colores (es que, a mí, me sale bien hasta lo que me sale mal). Narra, asimismo, que el valle es el sitio más privilegiado del planeta para estudiar el triásico, y que se ha encontrado, entre otras maravillas, el dinosaurio más añejo de que se tenga noticia hasta ahora, un bicho poco más grande que un mastín, de 280 millones de años de edad.

            Nos hemos detenido a admirar el Valle Pintado, que es como se llama un sitio donde se juntan y pelean varios tonos de pastel, la Cancha de Bochas, un reguero de esferas casi perfectas del tamaño de una pelota de fútbol producto de la desaparición de un río, el Hongo Submarino y los que he bautizado Monumento al Martillo (una geomorfosidad que semeja, en efecto, un ídem descomunal de unos diez o doce metros de altura, y Monumento a la Taba, una laja de unos cinco o seis metros de circunferencia montada en su columna también de unos doce metros de alto. La penúltima parada es en un edificio circular en cuyo centro hay un yacimiento arqueológico y, a un costado, la tienda y los enseres del equipo de paleontólogos. Es (o simula ser) un modelo de campamento. Una muchachita de digo yo que veintitantos, estudiante de biología de la Universidad de San Juan, nos detalla cómo se organizan las expediciones. Nos menciona, además, al gringo cuyo nombre lleva esta especie de museíto, William Sill, que llegó porque le habían hablado del sitio, se enamoró de él y de una sanjuanina que le hizo cuatro hijos y se quedó a pelear porque el lugar fuera declarado por la UNESCO patrimonio común de la humanidad. Esto solo le habría valido el homenaje. Pero hubo más. Según él mismo dice en las memorias que ordenó que se publicaran póstumamente, fue el Schindler sanjuanino, que salvó de la muerte a manos de los genocidas a veinte alumnos suyos. Me he puesto a hurgar en la güiquipedia y extraigo estos pasajes (lástima que tan mal traducidos):

“Reporte de un policía federal. Ellos tienen dos camiones como los usados para transportar carne refrigerada, camiones usados para transportar pedazos de bifes. Estos son usados para llevar los cuerpos de las personas asesinadas en los campos de concentración. Su relato: una noche de trabajo en una inspección pararon un camión de carne completo, con el nombre de la compañía y todo. Los conductores sonrientemente les mostraron sus credenciales y abrieron las puertas de carga. Adentro había cerca de 20 cuerpos de gente joven colgados de la mandíbula inferior en ganchos de carne. Ellos estaban en camino de tirarlos en el río en depósitos de basura…

Cada atardecer el oficial de inteligencia a cargo enviaba una lista de nombres a ser ejecutada en secreto. Estos eran entre 8 y 12 personas enviados cada tarde e incluían hombre y mujeres de todas las edades. Estas eran personas que ellos (la gente de inteligencia) sentían que definitivamente estaban involucradas en algún aspecto en actividades subversivas –no les importaba en qué aspecto-. Esta gente era sacada afuera a la noche en autos y camiones a lugares desolados y se les disparaba uno por uno. Luego se los colocaba en tumbas masivas y se los cubría. Ninguna pista quedaba de ellos, no figuraban en ninguna lista de prisioneros, y ninguna organización gubernamental admitiría que ellos habían sido arrestados alguna vez. Ellos dejaban detrás pequeños niños, propiedades, deudas, creando un tremendo desastre legal porque nunca serían probados muertos. 10.000 habían sido matados de esta manera. El oficial que contaba esto estaba enfermo, disgustado y avergonzado. A causa de la fuente de este reporte, yo averigüe a través de unos amigos de la embajada de Estados Unidos si estarían interesados en un reporte. La respuesta volvió que ellos tenían instrucciones desde Washington de no recibir información contraria al régimen militar. Esto fue alrededor a diciembre de 1976.

Esta es la historia de Ricardo Caballero, un estudiante mío de la Universidad de San Juan. Él era muy lindo chico que estaba terminando la carrera en Geología. Él no era político ni estuvo envuelto jamás en ningún grupo estudiantil. En enero del 77 fue asesinado por la policía local en una plaza de la ciudad cuando estaba con su novia. Su novia era también estudiante de Geología llamada Brígida Castro, de una prominente familia sanjuanina. La historia oficial fue que él se resistió al arresto y tenía conexiones terroristas.  De acuerdo a unos amigos la historia fue esta: algunos policías locales estaban tomando ventaja de su posición de invulnerabilidad y poder ilimitado para someter a las personas. Uno de los modos que tenían de hacer esto era observar a las parejas en las plazas locales, tomar al muchacho y apartarlo y obligarlo a buscar a su novia a menos que volviera con dinero. Aparentemente esto fue lo que le pasó a Ricardo, pero el seguro del arma del policía no estaba puesto y accidentalmente se disparó matándolo. Para cubrirse tuvieron que reportar un intento de arresto y justificarlo con una redada en la casa. Como sea el hermano de Ricardo es un abogado que inmediatamente tenía a un juez federal en la casa y catalogando todo. Más tarde cuando la policía volvió “encontró” literatura subversiva. Esto es insostenible (apartado: la posesión de literatura ilegal es un crimen punible con 3 años de prisión tanto como el uso de un lenguaje abusivo a un miembro de las fuerzas armada. Esto hacía muy fácil de justificar un arresto, los oficiales arrestantes siempre llegaban con las manos llenas de panfletos para esparcirlos alrededor de la casa). De cualquier modo, el pobre Ricardo está muerto, uno de los chicos más agradables que conocí durante mis años en San Juan.

La historia de Claudio Sarrote, un chico de una familia que he conocido por varios años. Él era políticamente activo en la universidad, no realmente un líder, pero activo. En su último año en la escuela de Medicina, fue arrestado como de rutina, durante una visita a un paciente, llevado a la estación de policía local. Cuando la Policía federal llegó por él, le colocaron una capucha sobre la cabeza, brazos amarrados como de costumbre, colocado en el suelo de un auto y conducido en zigzag por alrededor de una hora. Luego fue llevado a un lugar no identificado. Mientras era mantenido esperando solo en una habitación, fue desvestido, dejado desnudo, excepto por la capucha, y sus brazos siempre atados. Alguien entró en la habitación, le ordenó que se pusiera de pie. Cuando lo hizo lo golpearon en el estómago, luego siguió una dura golpiza, terminado por un “stomping”, cuando yacía en el suelo. Durante este tiempo, aproximadamente una hora, no hubo preguntas. Tras eso él fue colocado sobre los resortes de una cama, con sus brazos y piernas cableados a los resortes metálicos. Luego el interrogador llegó con la máquina de torturar eléctrica. Fue interrogado por 3 días, sin nada de comida y con muy poco de beber. Ellos quemaron hoyos en las plantas de sus pies, ampollaron el interior de su boca, colocaron la picana eléctrica en su ano, y todo lo demás que era parte del procedimiento Standard. Después de haber terminado con él, lo retuvieron una semana y lo enviaron a la prisión. Esto fue antes que los militares fueran levantados, en marzo 1976, por lo que tenía permitidas las visitas en prisión. Yo lo vi allí. Vi las marcas en su cuerpo, los agujeros en su pecho, estaba aún hinchado alrededor de la cara, todavía tenía marcados los cables en sus brazos. Hasta ahora él ha estado preso por dos años, sin haber sido acusado de ningún crimen.

El embajador suizo en Argentina dio las siguientes estadísticas: 20.000 personas desaparecidas, 5000 de las cuales se sabe que están muertas. Yo creo que esta información es significativa, ya que sin dudas llegó desde la Cruz Roja, que tiene una oficina internacional aquí. Nosotros sabemos por nuestra experiencia personal con ellos, que ellos solo reciben (aceptan) información de familiares, y que cada persona reclamada como desaparecida o fuera de contacto, eran colocada en una lista separada, con detalles de la desaparición, etc.

Cosas de las que soy yo testigo en persona. El hogar de una familia redado durante la noche. La puerta fue destrozada, las pertenencias de la familia arrojadas al suelo. Los muebles y aparadores, destruidos, la madre y el padre capturados, dos niños pequeños dejados solos llorando, uno de ellos de 2 y medio años y el otro de 6 meses. Los vecinos vinieron y trataron de consolar a los bebes. Nada se supo de los padres por un mes. Durante ese tiempo la esposa y madre fue llevada frenéticamente de la estación de policía a la base militar. La pareja no fue alistada entra las personas bajo arresto y las autoridades del ejercito decían que no tenían permitido develar información. Ellos estuvieron entre los afortunados que regresaron. 20000 nunca volvieron, muchos están muertos. Madres y padres forman filas frente al Ministerio del Interior para reclamar por los desaparecidos. La respuesta es invariablemente “Nada aún”, regrese en 2 semanas. Nelly esperó en esta rutina cuando Tito despareció. Este caso de personas desaparecidas es uno de los más crueles e inhumanos actos infligidos por las autoridades militares. No saber si un hijo, o una hermana o un marido o esposa están vivos o muertos, es una herida insanable. Una mujer llorando les pedía a los soldados del Ministerio “Sólo díganme si está vivo o muerto, ya no tengo más lágrimas para derramar, pero déjenme estar en paz, él es mi hijo”. https://www.sanjuanalmundo.com/articulo.php?id=16917

De estas cosas se entera uno (uno que quiere enterarse, claro) visitando sitios paleontológicos. Porque la dictadura está siempre acechando desde el fondo de cualquier historia. Y pensar que tengo amigos que los defienden y añoran. ¡NUNCA MÁS, HIJOS DE REMIL PUTAS; ¡NUNCA MÁS!

            Casi me da vergüenza seguir con mi narración que se me hace ahora tan anodina, tan culpable. Pero, en fin, esta es la crónica del viaje y el viaje sigue. De regreso a la base, visitamos el pequeño cuan formidable museo, con sus esqueletos monstruosos, sus apasionantes vídeos y sus explicaciones tan claras como amenas y exhaustivas. Comemos unas empanadas y retomamos la deriva por la ruta desierta y trazada en medio del verde. La idea es pernoctar en

SAN FERNANDO DEL VALLE DE CATAMARCA

Que se ve a la distancia, como un juego de “mis ladrillos” abandonado al pie del cerro vertical. Es, lástima, la ciudad menos llena de gracia que he visto en mi país (y en unos cuantos otros). Salvo un par de edificios coloniales o casi alrededor de la plaza central no hay absolutamente nada que valga la pena consignar. Como me ha tocado un departamentito de dos habitaciones, meto a Pablo de contrabando para que se dé una -¡ay!- cuán demorada ducha. Nos compramos algo de jamón y reggiano, un par de mangos y una botella de Rutini cabernet-malbec y esa es nuestra cena.

Miércoles 13

Pablo deja el cuarto a las seis para que no se advierta que ha estado de polizón y yo me quedo hasta las nueve, que tengo sesión telefónica con mi terapeuta que me ayuda a que Xóchitl tenga la adolescencia menos traumática posible. Vamos a ver si hay algo que ver y lo único que llama la atención son unas colas interminables frente a los bancos. Interminables de perderse alrededor de ambas esquinas. Es trece, no vence ningún servicio ni toca ningún cobro. ¡Misterio!

            Otra vez la ruta fantasmagórica y la velocidad sideral, con unos pocos kilómetros sinuosos envueltos en una neblina como de algodón. Pero no sufrimos más de media hora. A la una o dos ya entramos en

SAN MIGUEL DE TUCUMÁN

por una senda poco auspiciosa que me hace temer otro chasco. Separa ambas manos del bulevar una plazoleta por cuyo centro pasan los rieles de un ferrocarril de trocha angosta, sin duda el Belgrano, que parecen en servicio. Solo que cada cien o ciento veinte metros cruzan tan campantes las transversales. En efecto, a cada lado se yerguen las cruces que anuncian el paso a nivel y hay, en esos cuatro o cinco kilómetros, dos barreras obviamente en uso. Casi inmediatamente tras la segunda, la mole cerrada a cal y canto de la otrora estación, aunque detrás se adivinan algunas formaciones de carga. He de venir, me prometo.

            El Hotel del Norte queda en la Avenida República Siria y se ve mejor de lo que es, pero cumple su cometido. Pablo ha ido a explorar dónde dormir y yo salgo para el centro a ver, aunque más no sea por fuera, la Casa de Tucumán (donde se firmó la Independencia el 9 de Julio de 1816, oh, lectores de otras latitudes). Pero, de camino, la estación del ferrocarril Mitre. Una de esas a lo bestia, con dos enormes bóvedas protegiendo los cuatro andenes… pero también clausurada, salvo que porque se cayó no sé qué puente y quedaron varadas las formaciones que prestaban nuevamente servicio hasta hace no tanto. Desde un puente puedo sacar unas cuantas panorámicas del que ahora parece un cementerio de trenes. Ya cerca del centro propiamente dicho, comienzan las gemas arquitectónicas. Edificios verdaderamente espléndidos, varios bien afrancesados con todo y mansardas, como no los hay casi sobre la ruta que bajaba del Alto Perú. La gran pena es que están dispersos: no hay, en verdad, casco antiguo, y lucen como perlas aisladas en un colgajo de baratijas. La gran excepción es la Avenida Sarmiento, que tiene dos (¡dos!) cuadras enteras de maravillas: el antiguo casino, el Palacio Legislativo, el Colegio Nacional (de los primeros, fundado por el mismísimo Mitre) y alguno más. Solo que me he quedado sin batería y tendré que venir mañana.

            Llego agotado y me contento con cenar las sobras de ayer. A todo esto, ha comparecido Pablo, que no encontró dónde dormir a salvo y pide licencia para hacerlo en el auto. Conoció, dice, a una pareja de malabaristas como él, como él desahuciados, salvo que metidos en la droga, que se aprestaban a hacer vivac al borde de la villa que bordea las vías del Belgrano. ¿Cómo se las arreglará a partir de pasado mañana, cuando la vida y la ruta nos desgajen para siempre? ¿Cómo será tener cuarenta años sin más techo fijo que la intemperie, sin un peso, con una mochila deshilachada por toda hacienda, con un hijo que quién sabe cuándo volverá a ver, habiendo dejado atrás una mujer que, me cuenta, es dueña de un pequeño pero próspero negocio, creo que de zapatos? ¿Cómo será ganarse el poco pan tirando balizas al aire en un semáforo? ¿Cómo ir viajando al azar del autostop a México… a amasar una ínfima fortuna arrojando balizas? ¿Cómo pasar frío y hambre, despertarse un día con tos o fiebre o dolorido y no tener a quién recurrir? Me he acordado de la inacabable caminata de David Copperfield, hambriento, exhausto, aterido y calado hasta los huesos, con su hatillo anudado a un palo. Pero es un símil en el fondo falaz. Porque, en el caso de Pablo este destino no es obra del destino, sino de la propia voluntad. Y él lo cumple sin dejar de sonreír. Debió ser él quien escribiera estos versos míos: Good news Ill still be hearing and new music (Me tocará todavía oír buenas nuevas y nueva música). Cuánta simbiosis de coraje e irresponsabilidad.  ¡Buen viaje, efímero camarada!

Jueves 14

Me las arreglo para dejar que Pablo se dé su segunda ducha seguida y desayune de contrabando. A todo esto, me ha ubicado mi amigo virtual Ariel Espinoza, que no solo vive por estos pagos, sino que labura en el Belgrano.Nos damos cita al mediodía, con lo que tengo dos horas para pasear cámara en mano, comenzando, por supuesto, por la Avenida Sarmiento. Y haciendo luego una minuciosa recorrida de los aledaños de la estación del Belgrano, a la que, ay, no se puede ingresar, pero que puede apreciarse en su dilapidada gloria desde un monísimo puente peatonal. Por cierto, que aquí también he visto las mismas colas infinitas. Me atreví a preguntar para qué eran y me replicaron que, Para el banco. No quise indagar más. Por la radio entrevistan a un cacique -no llego a determinar de qué etnia- que en un castellano envidiable explica las dificultades de todo tipo con que tropieza su gente, una entrevista que sería impensable en Buenos Aires.

            A las doce estamos con Ariel dando cuenta de sendas birras y patatas bravas. Ariel es de estirpe ferroviaria, cuarta generación, y como tal comprensiblemente proclive a la letanía. Me cuenta historias de sus inicios en Tafí Viejo, de la destrucción del Museo Ferroviario de Tucumán y del llorado desguace de La Argentina, la locomotora de vapor más avanzada del mundo, obra del ingeniero Livio Dante Porta, que la Fusiladora decidió aniquilar como tanta obra que el peronismo dejó inconclusa bajo la metralla de los Gloster Meteor que acribillaron a cuatrocientos inocentes en la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. Amarcord el día que visité el Museo de Didcot, cuando el jubilado ferroviario que me vendió la entrada, al enterarse de que era argentino, exclamó, ¡La patria del ingeniero Porta! Y evocamos al maquinista Savio, emperador de La Emperatriz, la locomotora 191 del expreso a Rosario. Savio era célebre por conducir aquel monstruo vestido de punta en, literalmente, blanco, y de bajarse al cabo de los trescientos kilómetros con el traje tan albo como cuando había partido. Se comenta que fue él quien condujo la locomotora del tren que llevó a Rosario al Príncipe de Gales, y que su Alteza quiso felicitarlo en persona.

            A la una y media recojo a Pablo, que se ha quedado por ahí, y salimos. Paramos unos minutos en San José de Metán (a ver la estación, por supuesto, ¿a qué otra cosa, si no?) y seguimos hasta

GENERAL GÜEMES

donde no doy con la señora que me prometió alojamiento, pero sí con un hotel que me hospeda por mil pesos. Pablo va a dormir otra vez en el Fiat. Yo me hago recomendar el restorán de la Sociedad Española, en el que, único comensal, me bajo en delicioso bife de lomo con fritas rociadas con un blanco de la casa que se deja beber pero sin demasiado fervor. El pueblo, como San Agustín, no tiene nada de notable, pero es sumamente acogedor. A las ocho, ha salido a la plaza hasta el último chango, y dos policías mujeres se ocupan de dirigir el denso tránsito de tres o cuatro motos y un par de coches, deteniéndolos parsimoniosamente para que los viandantes locales puedan cruzar sanos y salvos la calzada.

            Por primera vez estoy despierto a la una y media, a ver si me ponía al día con estas pamplinas.

Viernes 15

No sé si por estar mal sentado tecleando o a causa de un aire proveniente del ventilador de techo, me ha dado un dolor de espalda a la altura de los riñones que me tiene despierto a las cuatro pasadas de la mañana que son. Me tomé un paracetamol y un tafirol. He probado todas las posiciones del “cama” Sutra, me di una ducha todo lo caliente que me aguantó la espina dorsal, agachado para que el agua me cayera exactamente en la zona de desastre. ¡Nada! Espero que, entre el poco sueño y la altura, mañana llegue a San Antonio sin mayores tropiezos y que logre recuperarme para disfrutar a full el tren.

            Son la cinco menos veinte y el dolor por fin parece amainar; laus Deo!

            Me despierto a las ocho preocupado por no haber dormido bien antes de encarar el camino de montaña a San Antonio de los Cobres que recuerdo sinuoso, mal mantenido, y cortado cada tanto por el “volcán” (que es como llaman al alud por estos pagos). Pablo me ha dejado la llave del auto y ya no volveré a verlo. Era buena compañía, pero yo ya extrañaba mi soledad. Cumplo con mi peregrinaje a la estación, desayuno un rico trío de medias lunas con café, desisto de hacer la cola interminable para el cajero automático, lleno el tanque y… en route !

Los cuarenta kilómetros a Salta, capital, son entre montes íntegramente verdes, pero sin árboles, el tránsito se hace molesto y el culebreo por los arrabales menos auspiciosos de la ciudad en busca de la ruta 150 – exasperante. Lo mismo las primeras veinte millas varado tras toda laya de camiones. Hasta que, de improviso, el tráfico se desvanece y la ruta se ofrece perfecta. Va a haber, desde luego, una decena de “volcanes” inoportunos, pero fácilmente salvables, todos recientes y todos ya en reparación. Y aquí comienzan, inesperadamente, casi, ciento cincuenta de los más formidables kilómetros que he recorrido. La subida se nota apenas en el rezongo de las velocidades superiores mientras la inmaculada cinta de asfalto va esquivando montañas inicialmente verdes, tupidas de vegetación, pero siempre sin árboles (excepto los que de cuando en cuando consienten arrimarse a la ruta), que luego se irán secando al sol implacable. De cerca o de lejos, me sigue paciente la vía del ferrocarril, que de pronto se cansa y se me cruza por un puente de hierro invariablemente aherrumbrado y como a punto de levantar vuelo. El cielo es de un azul casi marino y navegan por él nubes absolutamente blancas que o forman flotillas o asoman tímidamente como plumas. Ahora han acudido a vigilar mi tránsito hileras o cónclaves de cactos de brazos marcialmente pegados al cuerpo o en alto, como de cinco metros de altura. De la montaña parecen bajar lentamente sus colegas rezagados. O no, acaso estén trepando penosamente, cada vez más ralos. A mi derecha, caminan con desgano dos indias con sus sombreros negros y sus ponchos de colores haciendo befa de la canícula infernal. No he visto ni veré a nadie más. ¿De dónde vienen? ¿Adónde van? ¿Por qué y para qué? Indiferentes al hastío o la resignación de estas dos figuras incongruas y al desconcierto de quien las mira existir, con su piedra a flor de piel, los montes se disputan y arrebatan decenas de tintes minerales: bermejo, ocre, pardo, punzó, verde, granate, gris, ¡hasta blanco! No hay dos iguales. Cada muy pero muy tanto, un par de ranchos de adobe. A veces agrupados en minivillorrios de cinco o seis. Unos cuantos, eso sí, con paneles solares y antenas parabólicas. Arribo a un oasis de árboles que entunelecen la ruta. A la derecha los dos edificios primorosamente decorados con temas infantiles de una escuela “de montaña”, detrás de la cual pueden verse los arcos de fútbol o los soportes para las redes de básquet. El pueblín se llama Afrasito y más adelante, puentecito casi de juguete por medio, puede ingresarse en una especie de patio con rotonda al centro que separa la moderna escuela secundaria (construida en 2008), la capillita casi infantil y un restorán y mercado de artesanías de fábrica igualmente moderna… ah, y el “comedor”, porque hay que alimentar a los niños y quién sabe si no a sus padres.

            He venido bordeando el cauce amplio y reseco del río Toro, que seguro que cuando se enoja hace honor a su apelativo, pero que, como el de Monterrey cuando manso, hoy de río no tiene nada pero nada. Hacia adelante, a lo lejos, ya es frecuente ver las crestas coronadas de cactos; se me hacen los indios que de pronto asoman amenazantes a lo lejos en las películas del far west. Ahora se extiende a mi derecha un pastizal en el que se aburren una o dos docenas de vacas. Algunos ranchitos exhiben, asimismo, corrales seguramente de cabras u ovejas. ¿De qué vivían los de más abajo, que ni dónde plantar parecían tener? ¡A mi izquierda un chalet! Ah, no: es la estación Chorrillos, con su par de vías -nunca mejor dicho- muertas, su vetusta bomba de agua para locomotoras de vapor y un vagón todo carcoma como funéreo recuerdo de tiempos mejores.

            Me cuesta convencerme de que no me ha dado sueño. Como desconfío de mi improbable vigilia, me detengo a dormir mis ahora seguro que más de mis cinco o diez minutos de norma que tanto azararon a Pablo. Mando el respaldo para atrás, improviso una almohada con mi campera, pongo Richard Strauss en apenas audible, cierro los párpados y empiezo a contar de cien para atrás. ¡Nada! Bueno, ya dormiré en el hotel.

A medida que subo, las cumbres van achatándose hasta quedar casi a mi altura. Cuando ya semejan un simple cerco de piedra amarillenta, un cartel anuncia que estoy en Abra Blanca y todo lo alto que puedo estar, a 4.080 metros arriba de la playa. Me bajo y siento a pleno la estafa de la atmósfera: cada paso exige su jadeo, para colmo, ruidoso. Me encuentro con tres templetes o santuarios cargados de botellas vacías (la moneda de la devoción en este país inverosímil). El más grande es, en realidad un montículo de envases diversos de casi dos metros de altura (el montículo, no los envases); los otros dos son capillitas en miniatura, rodeadas por la feligresía de botellas. Un segundo cartel homenajea al suboficial de Gendarmería de los Andes que en 1915 marcó el récord mundial de altura en automóvil en pos de establecer el corredor bioceánico Un tercero anuncia el descenso y recomienda verificar los frenos.

            Y la ruta deviene un dulce tobogán que serpea ya por una planicie inclinada. Las montañas se han corrido, pareciera, hasta Chile. Al cabo de una curva, desparramado, literalmente, a mis pies,

SAN ANTONIO DE LOS COBRES

Casuchas, casitas, ranchos, ranchitos que no se codean, una inmensa antena circular, un cuartel… De cerca se verá más feo todavía, con las viviendas entre hasta monas y percarísimas esparcidas a como dé lugar. Descubro, por suerte, un remedo de estación de servicio (cuatro surtidores, dos de ellos cadáveres) y una casucha. Seguro que no aceptan tarjetas de crédito… y yo tengo solo tres lucas en contante. El Hotel de las Nubes es un enorme chalet, a los lados de cuya puerta yacen sendas indias de invariable chamberguito prieto y poncho polícromo con sus tendidos de artesanías prescindibles. Me saludan ceremoniosamente. El hotel parece casi desierto. ¿Cuán próspero podrá ser el negocio de estas mujeres esculpidas por los siglos de sometimiento al yugo en el mejor de los casos indiferente de los europeos? Las miro, evoco a las que vi hoy en medio de la nada, y comprendo -con culpa y pena comprendo- que, chamamecero acérrimo como soy, y amante insaciable de la zamba, la chacarera y el gato, tengo menos en común con ellas que con un noruego de Bergen o un libanés de Byblos. Como si la Argentina de este pueblo y otros tantos que ya estaban fuera un palimpsesto vagamente discernible bajo un blondo retrato de Durero. Quizás los chicos blancos y morochos y aindiados y burgueses, fabriles o campesinos que fueron enviados ignominiosamente al muere en Malvinas se hayan sentido genuinamente hermanados por el miedo, el hambre, el frío y la cobarde ineficiencia de sus superiores. A mí, me temo, me está vedada ya esa terrible epifanía. Los respeto, los quiero, brego como puedo (que no es mucho, mea máxima culpa) por la justicia para todos, pero la distancia afectiva se me hace insalvable. No son como yo. Yo, en cambio -¡perdón queridísimo Eduardo Galeano!-, en el fondo, sigo queriendo ser como “ellos”, no como ellos. El sentimiento es, como no puede no serlo, irracional y, aunque me avergüence, no me responsabilizo por él. Lo importante, digo, no es el sentimiento, sino lo que uno hace con el sentimiento. Y yo tengo el no poco consuelo de saber, querer y poder vencerlo. En eso, al cabo, consiste la civilización: en ser mejores que el animal que llevamos dentro.

Pero basta de lucubraciones psicosocioetnopoliticofilosóficas. Para mi crematístico solaz, me entero de que hay cajero automático y, de yapa, de que me pueden lavar el cúmulo de prendas que se me han, valga la redundancia, acumulado desde San Agustín. Tras desensillar en una habitación enorme y enormemente acogedora, vuelvo al comedor. No tengo demasiada hambre, pero igual pido un trío de empanadas de carne, queso y charqui de llama, con una botellita de Torrontés. Las putas empanaditas están tan deliciosas que me zampo otras tres (lo pagaré con sangre) y, puesto a exagerar, pido también un quesillo con dulce de cayote y nuez que me lleva con los ángeles. Me retiro a mis aposentos, ya muerto de sueño (Torrontés, sin duda, gratias), demorando con pequeñeces el encuentro con Morfeo como quien dilata el juego de amor. Me despierto a las cuatro y media, me quedo remoloneando y, cuando me quiero acordar, son las seis. Chapo la voiture (no quiero arriesgarme a caminar sin escafandra en la atmósfera marciana) y, cual el célebre Garufa, me voy pa’l centro de rompedor. ¡En el cajero no hay cola! Bien. Ya repuesto de alforjas, me meto a divagar a la buena de Dios. Calculo que estoy en el pueblo original, con su única calle asfaltada y las hileras de puertas y ventanucos sin solución de continuidad que bordean la calzada. Mucha gente por las calles. Chiquilines que corretean, muchachas de jolgorio, adolescentes hormonalmente inquietos, hombres hirsutos, mujeres rotundas. A lo lejos, la cinta albiceleste del tren, pero no hay forma de llegar desde el pueblo: todas las calles cortadas a posta, vaya uno a saber por qué. Regreso hasta la rotonda inaugural y la carretera me lleva, en efecto, al pie de la estación, que queda loma arriba.

            Me he dejado las gafas de sol y los telefoninos, de modo que las pasé negras -metafóricamente, claro- y no pude sacar fotos, así que retorno al telo, me equipo y vuelvo a salir. Cargo nafta en la como quien dice estación de servicio donde me toca limpiar yo mismo el parabrisas merced a un tacho de agua que el joven repostador me indicó sin mayor entusiasmo y saco un par de fotos testimoniales.

            Ya de vuelta en la posada, me aplico a seleccionar y editar las como doscientas fotos que se me han apiñado en el chip del austrotelefonino, tras lo cual me corro al comedor a teclear estas pamplinas, cosa que interrumpo para cenar un pollo con ensalada y una jarra de limonada celestial. Ahora estoy tirado sobre el lecho, ya a punto de ponerme totalmente al día.

Sábado 16

Cual temía, son casi las tres y media y no he logrado persuadir el sueño, así que me di una ducha y me vine al comedor (la señal no llega al cuarto) a proseguir con mis pamplinas. Cuando por fin creí percibir que me protestaban los párpados corrí a acostarme antes de que se arrepintieran. Apremio inútil. Me di una ducha, a ver, pero nada. La última vez que consulté el reloj fue pasadas las seis y ahí sí debo de haberme dormido. Pero a las ocho y media volví a despertarme y aquí estoy, desayunando. ¡Con tal de no quedarme dormido en el tren! Bueno, si ayer aguanté todo el viaje, ¿por qué no hoy, vero?

No sé cómo son los insomnios ajenos, pero los míos son dulcemente ajetreados. Mi cráneo es como una sonaja virtualmente agitada en la que se mezclan, como bolillas en un bolillero, infinidad de recuerdos de toda especie: viajes, sitios, mujeres, historias, anécdotas… de pronto se me da por contar aeropuertos en los que he aterrizado, o líneas aéreas en las que volé. Ayer les tocó el turno a los viajes como éste, no relacionados con el trabajo y en dulce solitario. Conté unos cuarenta y seguro que me faltaron unos cuantos. No más de Viena a Ginebra y de Ginebra a Viena han de haber sido una treintena, excepto que varios los hice con la Turca, con alguno de mis sobrinos o con Nadia y más tarde con ella y Valeria. Después están mis descensos casi anuales a Trieste, y Gales, y dos o tres veces el norte de Italia, y Sicilia, y Eslovenia, y el periplo Monte Veritá (solo que con el acento al revés)-Aahrus-Estocolmo, y dos por el nordeste brasileño, y la Fiesta Nacional del Chamamé, y Alicante-Valencia-Castellón-Salamanca-Barcelona (todas al hilo hace un par de años), y de Nairobi a Victoria y vuelta… Y como cada vez, vuelvo a preguntarme en premio que qué virtudes o en perdón de qué pecados. ¡Lástima que ya puede columbrarse el carretel! Pero, por una parte, ¿quién me quita lo bailado?, y, por la otra, ¡calavera no chilla! Como escribí cuando ni soñaba con el fin de la película:

Si la Parca me viniera

Con su guadaña este día.

Sin compunción le diría:

“¡Después de usted, compañera!”

Me hago amigo de Jero y Agus Roitman, abogados recientes, rosarinos. Me recomiendan reservar turno en el Museo de Arqueología de Alta Montaña y en el Museo Güemes. En el MAAM puedo reservar mañana a las cuatro; la señorita del Güemes me llama para confirmarme turno a las cinco. Le agradezco en el alma y le pregunto el nombre para mencionarla en mi testamento. Con Jero y Agus abordo a las doce el Tren a las Nubes y, Demiurgo privado gratias, me toca ventanilla, mirando a proa, del que resulta el lado más interesante. La guía explica minuciosamente la historia del ramal, aprobado ya por Mitre, pero iniciado por Yrigoyen en 1916, interrumpido durante la Década Infame y estrenado finalmente por Perón en 1947. La privatización menemita prácticamente lo dinamitó y ahora la línea a Chile tiene solo tránsito de cargas bastante ralo y las excursiones turísticas finisemanales de San Antonio de los Cobres al viaducto de Polvorilla, apenas treinta kilómetros. Los seis vagones de pasajeros del tren están bastante llenos. Hay, además, un vagón para el personal médico y de seguridad, un coche comedor y un vagón de carga diz que con “implementos mecánicos de apoyo”. Los carruajes están bastante fané, descascarados y de baños precarios, pero son cómodos y la atención esmerada. El paisaje, como era de esperar, magnífico. Pasamos junto a una mina abandonada a mediados de los años ochenta y dos fuentes termales de agua a ochenta grados que, para variar, hace tiempo que han caído en desuso. Frente a la mina, la locomotora se coloca a la cola para empujar la formación hasta el viaducto y arrastrarlo luego de vuelta. Apenas salvado el puente monumental, retornamos y nos detenemos media hora en una especie de rellano donde una veintena de collas venden sus artesanías y unas tortillas de quesillo y jamón realmente exquisitas. Un comensal se queja de que cuesten cien pesos, pero la india explica pacientemente que tiene que subir la cuesta con sus bártulos y que el tren funciona solo los fines de semana de cinco o seis meses al año. Subo unos veinte peldaños de fortuna hasta un mirador y el esfuerzo me deja rendido. Hasta el encendedor para pipas, que a nivel del mar es un vero soplete, paga su derecho de piso y se niega a consentir una llamita. Un grupo vestido con todos los fastos del carnaval toca y canta. Una mujer de unos cuarenta años entona chayas con su hijita de diez u once acompañándose con bombo legüero y caja. Explican cómo bregan por perpetuar la tradición prácticamente milenaria que se las ha ingeniado para sobrevivir la conquista y la cristianización forzosa.

Durante el regreso dormito un par de minutos y es todo lo que me cobra la noche en vela, A las dos y media estamos en el hotel, con la decisión de ir en coche hasta el pie del viaducto a ver pasar el tren que realiza su segunda salida a las tres y media. Duermo exactamente quince minutos y parto otra vez. El asfalto perime a quinientos metros del pueblo y lo sucede un camino de ripio poco amigo de los vehículos. Pero son apenas dieciocho kilómetros. Menos mal, porque el Fiat se me ha apunado y me lleva a desgano. La vista es acojonante, porque la estructura se eleva a 64 metros y el tren allá arriba se parece entrañablemente a los que supe tener.

Charlo largo y tendido con mis nuevos amigos que, abogados que son, todavía no pueden arreglárselas sin la ayuda de los padres. ¡Pobre Argentina mía! El calor es contundente y no bien saco las fotos de norma meto violín en polvorosa. Me detengo, pero, a fotografiar el cementerio de la mina Concordia, con sus tumbas desordenadas. A mi izquierda son modestas, apenas unos montículos coronados de cruces precarias; pero en frente son templetes ornados profusamente de flores artificiales. Eso, por un lado, y los ranchos coronados antenas parabólicas y paneles solares… ¡Qué Terzo Mondo más peculiar el nuestro!

A la entrada del pueblo me detiene un par de amabilísimos gendarmes (ya me había sucedido camino desde Salta) que examinan con más curiosidad que recelo mi licencia internacional. Explico que vivo en Viena y que la pandemia me inmovilizó de prepo hace casi un año. Se compadecen y me desean buen viaje. Llegado al hotel, me arrojo sobre el lecho y entonces la puna me cobra sus intereses. No voy a tener otro remedio que vomitar, solo que tengo el estómago vacío. Unas arcadas medio inútiles y una prolongada ducha que aprovecho para lavar los calzoncillos de ayer y hoy me devuelven a la normalidad y ahora sí puedo dedicarme a teclear mis sempiternas pamplinas. Por la tele hablan de la fortuna que el finado cuan putañero fiscal Alberto Nisman tenía desparramada en riguroso negro por diferentes bancos del mundo y que, por el momento, nadie puede explicar.

Las conversaciones con Pablo y los Roitman me revelan que me he transformado en un monumento histórico: no quedamos tantos que hayamos visto -y menos aún los que recordamos- los primeros trolebuses, el asesinato de Ingalinella en la mesa de torturas y primer desaparecido de nuestra historia, el bombardeo de la Plaza de Mayo, la Revolución Fusiladora, la Convención Constituyente, la epidemia de polio, el invierno que nos encareció que pasáramos el capitán ingeniero Álvaro Alsogaray, el Plan CONINTES dirigido por el siniestro general Osiris Villegas, el triunfo del peronismo -por fin legalizado y raudamente reproscrito- en la provincia de Buenos Aires, el risible gobierno de Guido, la escaramuza entre Azules y Colorados con el Comunicado 150 redactado por el joven Mariano Grondona, la tardíamente llorada presidencia de Illia, la desaparición de los tranvías y los trolebuses, la Noche de los Bastones Largos, el asesinato de Felipe Vallese por la policía y de Augusto Timoteo Vandor por los Montos, el Cordobazo y el aluvión que sepultó Mendoza. Del GAN que aventuró Lanusse, la matanza de Trelew, la Triple A, la defenestración de Cámpora, la muerte de Perón, el Rodrigazo y el golpe del 76 para acá, ya hay más testigos. Pero, de ellos, ¿cuántos recuerdan la Nueva Fuerza y su inverosímil Julio Chamizo, el brigadier Ezequiel Martínez (el presidente joven), los demoprogresistas de Horacio Thedy, los socialistas democráticos de norteAmérico Ghioldi y Nicolás Repetto, los ídem argentinos de Alfredo Palacios y su clon Juan Carlos Coral, la UDELPA (el partido de Aramburu, luego mancomunado bajo Héctor Sándler con los democristianos de Horacio Sueldo, los intransigentes del bisonte Oscar Alende, los conservadores populares de Vicente Solano Lima y los comunistas de Athos Fava en la Alianza Popular Revolucionaria)?

Bueno, basta de reminiscencias y a cenar mi bife de llama con mote salteado… celestial, coronado debidamente con un quesillo con dulce cayote y nueces y debidamente rociado con un perfecto Torrontés. Me acuesto convencido de que voy a reponerme de este par de noches de sueño precario. En efecto, me quedo dormido al instante.

Domingo 17

Solo que a la una y media me despierto. Lo suficiente para quedar desvelado, pero no para concentrarme en la lectura de uno de los tres libros de Leonardo Padura que me he traído hasta ahora al pedo. El problema no es ese, porque a mí la falta de sueño no me afecta y suelo paliarla con fugaces siestas napoleónicas. Nopo; el problema es que me aburro como una ostra. No me sirve, en este trance, revolver el tonel de los recuerdos. Es como pretender pescar con la mano: cada vez que creo por fin haber atrapado una memoria, se me resbala de entre los dedos y vuelve a sumergirse.

Bien, a ver si puedo leer, entonces. Pero la luz me da mal y, semisomnoliento como estoy, me cuesta demasiado discernir las letras. Enciendo la tele, pero solo encuentro series empezadas y dobladas como el orto o programas de una tilinguería absoluta, en los que animadores mal vestidos, con fingida alegría y esforzado entusiasmo, no dejan de bambolearse un instante, se festejan a aplauso batiente y decibel desenfrenado cualquier pelotudez, vociferan sin parar y no logran que les supure una idea interesante o un one-liner mínimamente ingenioso. Me queda el probado recurso de teclear pamplinas, pero no tengo gran cosa que decir y me temo que se nota demasiado. A todo esto, se han hecho las cinco de la mattina. El escozor de párpados me ilusiona que, si guardo la compu y apago la luz, voy a poder dormir aunque más no sea un par de horas. Como decía mi abuelo Louton, se verá en la autopsia.

Me despierto a las siete y media, desayuno, pago el hotel y me despido de Jero y Agus. Hace un frío de defecarse y el cielo luce ominoso. El tobogán es ahora en subida, pero la pendiente es bonachona. De milagro no me llevo puesto uno de dos burros que resolvieron cruzar la carretera prácticamente delante de mi paragolpes. Vaya uno a saber quién sería el dueño y donde moraría, porque a la redonda no hay absolutamente nada. Cerca de Abra Blanca llovizna e impera una neblina casi sólida. Por suerte, unos pocos kilómetros más adelante se disipa. Ahora bajo en quinta, casi regulando. Me detengo a visitar las ruinas de Tastil, que supieron ser un asentamiento precolombino de la órbita incaica en el que se calcula que para el s. XVI llegaron residir dos mil personas. Subo unos diez minutos por una senda escarpada, de curvas en ángulo agudo. Me bajo en el estacionamiento y debo trepar unos doscientos metros, cada uno de los cuales parece cobrarse medio pulmón. No tengo más remedio que detenerme dos veces a respirar con enorme esfuerzo y magra recompensa. Mi jadeo es de fuelle de herrero. Por suerte, la vista es hermosa y aprovecho las pausas para tomar fotos. Hasta que llego. Como era de esperar, solo subsisten los cimientos y parte de los muros de piedra en una cuadrícula ondulante. Aquí lo que fue un reservorio de agua de lluvia, allá el camposanto… Eso, al menos, afirman los carteles. El descenso es pulmonarmente menos exasperante, pero el suelo es irregular y no tengo otra que avanzar con ridículos pasitos de geisha.

Poco después levanto a un paisano bien indígena al que el castellano se le entrevera en la boca antes de hablar. Me entero a duras penas de que parece que el autobús hoy no pasa, que hasta donde lo encontré bajó a caballo (pero no logré descifrar qué había sido del noble equino) y que va a Quijano (ya un suburbio de Salta) a cobrar. ¡Pero hoy es domingo! -me extraño y él me explica (creo) que se queda hasta el miércoles. Cincuenta kilómetros antes de llegar nos detiene un par de gendarmes para advertirnos que en el km 31 ha habido un “volcán” y que, por el momento, no se puede pasar, pero que Vialidad Nacional ya estaba enterada. En efecto, una decena de autos inmovilizados anuncian lo que será un pequeño torrente que se abre paso por diversos surcos entre la grava que ha arrastrado. Diez o doce lugareños que se ve que están más que habituados a este tipo de percance caminan sobre los guijarros y miden la profundidad de los cauces. La grava está demasiado blanda, explican, con lo que las ruedas pierden tracción. Yo amago con amagar, pero la grava está, nomás, demasiado suelta y está claro que no voy a poder. En sentido contrario todavía no hay nadie. Pero no tarda en llegar una camioneta de la gendarmería. Al rato, unas cinco o seis 4×4 se arredran y logran pasar hacia San Antonio haciendo un alarde de baquía: se atascan, colean, retroceden, buscan otro ángulo y finalmente vuelven a tocar tierra. La penúltima la conduce una monja resueltamente anciana. Y la última se atasca irremediablemente. De algunos coches recién sumados aparecen tres o cuatro conductores armados de palas y, a fuer de echar balasto delante de las ruedas y empujar gallardamente con las botas en el agua logran salvar la situación.

Se ha corrido, entretanto, la voz de que “ya viene la Muni”. Una media hora después, los gendarmes nos ordenan dejar libres diez metros a cada lado del aluvión y casi en seguida aparece la topadora: un insecto gigantesco de seis neumáticos descomunales que entra a correr la grava hacia el vacío, pasando una y otra vez cabriolando enojada, e ir aplanando el terreno hasta que todo queda parejo, pero bajo unos quince centímetros de agua. Una hora después de haberme varado ya estoy rumbeando los treinta kilómetros que me faltan. Al bajar, mi pasajero me pregunta cuánto me debe. Cuando, naturalmente, le digo que nada, se deshace en bendiciones.

SALTA

La puta franquista de la gallega del GPS me hace dar varias vueltas al pedo, pero finalmente llego a la Posada de Casa Borgoña, en la calle España, a cuatro cuadras del centro, un hotelito bien de pueblo: casa chorizo entre colonial e itálica con el comedor y la recepción al frente y las habitaciones alineadas camino del fondo. La puerta de doble hoja de mi cuarto cierra como puede (que no es mucho), el baño: dos reductos con sendas duchas, a un lado, y otros dos con bidet e inodoro, al otro, con el par de lavatorios separándolos. Bueno, para una noche y por 1.200 mangos no está mal. Salgo con una hora para recorrer la ciudad que ya se manifestaba deliciosamente añeja, con recuas de casas italianas de complicadas molduras o coloniales con balcón de madera tejado. Las he visto en Lima y sé que también las hay en Quito. Es palmario que estamos en una etapa importante del camino que bajaba del Alto Perú al puerto de Buenos Aires. Y, como en San Miguel de Tucumán, una generosa dosis de solemnes edificios franceses de brunas mansardas. La Plaza 9 de Julio es hermosa. Un lado lo ocupa casi todo la catedral, reconstruida tras el terremoto de 1844. En ángulo la recova del Museo Arqueológico de Alta Montaña y la antigua casa de gobierno, más que digna de la Recoleta. A la vuelta, la casa natal de Güemes (reciente museo).

El MAAM es pequeño pero escalofriantemente bueno. Su razón de ser es exhibir -de a uno por vez- los tres niños perfectamente momificados que se encontraron en la cima del volcán Llullaillaco, víctimas sacrificiales de hace quinientos años. Como la visita es necesariamente veloz, llego al Museo Güemes media hora antes de las cinco. Romina, la muchacha a quien prometí incluir entre mis herederos si me conseguía un huequito hoy, es sumamente simpática y, hasta donde permite discernirlo la mascarilla, tirando a guapa. Me reconoce al punto. Le digo que, aparte de incorporarla a los demás aspirantes a mi hacienda, quería proponerle matrimonio. Me contesta que en treinta años que tiene es la primera propuesta creíble.

El museo está muy bien organizado, con vídeos de realidad virtual. Se va recorriendo habitación por habitación hasta llegar al patio trasero, ocupado por un grupo escultórico de figuras de arcilla tamaño natural que representan ese pueblo gaucho que fue el que garantizó la Independencia resistiendo las seis masivas incursiones del aguerrido ejército español. Lo que no explican los vídeos ni los carteles es que Güemes fue traicionado por los hacendados y comerciantes más que descontentos con el “fuero gaucho”, el beneficio en tierras y exenciones fiscales a los que militaran en la guerrilla rebelde. Herido de muerte, el don Martín Miguel rechaza el ofrecimiento del general español Olañeta de hacerlo atender por sus médicos y endilgarle un par de títulos de nobleza contra el compromiso de dejar de combatir a la Corona. Agonizante, Güemes pasa el mando a José Enrique Vidt, oficial napoleónico que, como Brandsen y tantos otros, recaló en estas tierras después de Waterloo. Un panel rescata los nombres de aquellos “capitanes de Güemes”, que, comandando grupos de gauchos desarrapados, armados básicamente de lanzas y boleadoras, por todo el confín altoperuano, desgastaron a los españoles en un frente de quinientos kilómetros hasta obligarlos a ceder. Martín Miguel de Güemes, el único general caído en combate durante las guerras de la Independencia.

A la salida, charlamos largo y tendido con Romina, que me recomienda para cenar la peña La Vieja Estación. Enfilo hacia la salida, pego media vuelta y, a boca de jarro, la invito a cenar… y ¡acepta! Quedamos en encontrarnos en la esquina de Belgrano y 20 de Febrero y yo salgo a hacer la reserva. La calle Balcarce es un Palermo Hollywood en miniatura, pero la peña no abre los domingos. El plan es ahora improvisar. Intento vanamente lavar el auto, pero yo, al menos me baño y emperifollo todo lo que mi ajuar de mochilero motorizado me permite. Me pongo a editar las fotos y, a la hora señalada, salgo con parada en un cajero automático… que me bloquea TODAS las tarjetas de débito, lo que me deja en un estado de liquidez francamente grotesco.

Romi me da instrucciones contradictorias pero que terminan llevándonos a destino. Escoge un restorán italiano (¡hhhmm!), pero es la homenajeada y se hará su voluntad. Nos sentamos a la intemperie y optamos por sendos sorrentinos de calabaza, ricota y nuez que están previsiblemente mediocrones. Romi pide limonada con jengibre y yo, por obra de mi Demiurgo privado, obtengo la última botellita de blanco, de apelativo ignoto, pero lo más bebible. Charlamos largo y tendido. Ella está separada, tiene dos hijos de nueve y tres, ha tenido poca fortuna sentimental y acaba de acabar una relación. Me extraña -¡y halaga!- su curiosidad por mi vida sentimental. Admite o confiesa o, acaso, proclama, que le gustan los hombres mayores (¡servidor!) porque son más serios y comprensivos (¡modestamente!). A todo esto, por supuesto, ha hecho el striptease del barbijo y la realidad supera gratamente la imaginación (¡y yo sin baño privado!). Quiere mi Dios personal que viva sola y los críos estén con el padre. Durante la velada pasan dos chiquilinas de unos ocho y doce años, la mayor seguramente embarazada, que nos piden algo de comer. Como el mozo tarda en aparecer, les doy unos pesos. Sigue un vendedor de alfajores medio sospechosos y luego un viejo que nos extiende una caja de cartón en la que se descompone un sándwich a medio devorar. Cado uno se lleva lo suyo. “No podés dejar de dar, ¿no?” -afirma más que indaga, mi nueva amiga. No, no puedo. Estás chicas tendrían que estar cenando en su casa con la familia, viendo televisión, lo mismo el viejo… “Por eso soy comunista -arriesgo-, porque este mundo de mierda de los ricos para los ricos tiene que cambiar”. Romi no quiere postre, pero yo me vengo de los sorrentinos mediante un sabroso flan con dulce de leche. Cerca de la una llegamos a su casa, como a doce kilómetros, ya en Quijano. Yo hace rato que venía soñando con un último romance… y no me queda otra que seguir soñando. Pero la ilusión fue deliciosa.

No sin varias circunvoluciones, la facha del GPS me retrotrae al hotel. Caigo rendido,

Lunes 18

pero el cotorreo de unas naifas madrugadoras me arrancan del dulce sopor a la siete de la madrugada, lo que me da tiempo para desbloquear las tarjetas. Xoch me ha pedido algo de lana y llamo a Romina en busca de asesoramiento. Ella tiene franco y se ofrece a acompañarme. Tras el desayuno en el cerro San Bernardo, vamos a donde supo estar la feria artesanal y en un bolichín compro un saco que me pareció hermoso, lo que garantiza que a Xoch no le va a gustar. Romi me acompaña a la estación, un edificio que, como tantos, le queda enormemente grande a la ciudad, pero que está perfecta y brinda, al menos, un servicio de cochemotores a Güemes (¡de haberlo sabido!). Uno de ellos (seguramente el único, visto lo ralo del horario) ronronea ante el andén, moderno, limpio, de asientos tapizados, resueltamente primomondesco. Dejo a mi -¡ay!- amiga en el centro y pongo rumbo a Joaquín V. González. Son ciento treinta kilómetros de autopista y otros tantos por la ruta 16, que, contra mis recelos, está perfecta y, para variar, casi fantasmal. Hasta el empalme, las cuatro pistas de asfalto ondulan vertical y horizontalmente, pero apenas viro, los cerros se distancian hacia el horizonte y solo alguna curva apenas arqueada anuda de vez en cuando las rectas interminables.

Por primera vez, necesito hacer tres pausas para recuperar vigilia (como siempre, de a cinco minutos por siestita). Estoy, pues, nuevamente en la pampa… solo que no es, claro, la pampa. El verde es casi tropical y no se ve una casita ni a una ni a otra margen, ni tampoco una res o un caballo. Como tengo tiempo de sobra, me doy una vuelta por El Galpón, un pueblito carente de asfalto pero abundante en antenas parabólicas, pobretón y feo de toda fealdad: casas de adobe reñidas con la línea recta, calles casi más anchas que largas las, para decirles de alguna manera, manzanas, negocios astrosos, autos casi desahuciados, perros mostrencos. Más adelante me detengo a fotografiar el río Juramento. Y son todas mis aventuras hasta

JOAQUÍN V. GONZÁLEZ

que tiene veleidades de ciudad chica, pero desangelada a rabiar. Salvo la ruta que la rasga, solo cuatro o cinco calles están vagamente pavimentadas. Dejo los petates en el Ayres del Campo y llevo el auto a higienizar a apenas dos cuadras.

De regreso, bajo la paliza agobiante de la canícula, paso por un taller que, en realidad, parece limitarse a la vivienda del mecánico, porque toda la correspondiente parafernalia usurpa la acera y los pacientes convalecen estacionados en la calle. Hay uno particularmente chatarroso que tiene pintadas a la que te criaste las siguientes leyendas: “Si te hablan mal de mí, preguntales cuánto me deben”, “No seré el No. Uno, pero cuando quiero te vacuno”, “Doy lástima con lo mío, no presumo con lo ajeno”, “Quien vive de envidia, muere de ravia (sic)”, “Viejos son los trapos, yo trabajo”, “Viejito, pero ando”. Como van a tardar dos horas, logro ponerme casi al día con estas pamplinas.

Hacia las seis voy a buscar mi vehículo y me pongo a dar vueltas por la urbe. Abundan los bulevares, con plazoleta de yuyos crecidos separando las calzadas de barro seco al sol. Ahora sí, equinos a rabiar, arrastrando carros desvencijados o sueltos por ahí. Solo veo cuatro edificios presentables: un hermoso y clásico colegio secundario, el Instituto Brighton de Cultura Inglesa (moderno, pero no sin cierta elegancia), un centro médico privado de lo más pipí cucú y un chalet menos bello que pretencioso que ha de ser la casa del Intendente. A ellos podríamos añadir la iglesia (berretona, eso sí) y un enorme cuan cursi templo evangelista (hay una estación de radio que no cesa de loar al Señor). Excepto el soberbio colegio, tan solo la plaza brinda solaz a la mirada. Y entonces, como no podía ser de otra forma, a la estación, que queda al borde de la ruta. El edificio ha perdido, como tantos, su razón de ser, porque la línea ya no ofrece el servicio de pasajeros de Salta a Resistencia. Atraviesa los tallarines atestados de vagones de carga un puente cuyas plantas de latón cimbran con cada pisada.

¡Y qué decir del otro lado de la vía! No hay ya un palmo de pavimento ni casi edificaciones de material. Las calles, hoy resecas, son un desafío a la suspensión y no han de resultar particularmente franqueables con la lluvia. Pero hay una solitaria afirmación de la belleza: frente a una casita por demás modesta, dos coníferas de un par de metros de alto podadas con todo primor para formar sendos conos perfectos. ¡Qué diferencia con los pueblos de Santa Fe o Buenos Aires!

Esta ciudad me ha defraudado tanto que resuelvo omitir Monte Quemado y seguir hasta Presidencia Roque Sáenz Peña y llamo al hotel para verificar que hay sitio. Como a las nueve y media, salgo a cenar, inverosímilmente, en el restorán anexo a la YPF. Cardúmenes de motonetas sin faros, siluetas apenas más negras que la noche en la calzada tenebrosa. Como en Salta, como en San Antonio de los Cobres, como en Güemes, como en Catamarca, de hasta tres adultos o dos y dos niños encabalgados y sin casco… El restorán está muy animado, con los parroquianos departiendo al aire libre en animado convivio bajo una noche deliciosa. Se respira verano y, en la oscuridad circundante, se me hace que estoy en una ciudad balnearia próspera y despreocupada. La cena es estupenda: el bife de chorizo más a justo punto de mi vida, con excelentes papas fritas, un más que digno Norton 1895 blanco (hace demasiado calor) y un quesillo con dulce de cayote y nuez (¿el último?)… 1.200 pesos, incluida la propina imperial.

Ya en el hotel, sigo con mis pamplinas cuando, in medias res, me llama Xoch para ver cómo estoy… ¡Y después hay gente que no cree en Dios! Bueno, la verdad es que la llamé yo esta mañana para que eligiera ella su saco, solo que en Monterrey eran las nueve y media de la madrugada y estaba roncando, y ahora me llamaba para disculparse por no haber respondido. Le está yendo previsiblemente bien, se ha visto con sus compañeritas del colegio, su abuelo está bien y quiere tatuarse en la muñeca (ella, no su abuelo). ¡Cambio y fuera! Yo apenas puedo mantener entreabiertos los párpados.

Martes 19

Me despierto a las seis totalmente repuesto. Acomodo la hacienda, me doy una ducha y me vengo a completar estas pamplinas. A las siete, pero, me da un conato de somnolencia. Como no tengo mayor apuro, me recuesto, a ver… y me despierto a las diez. Desayuno en una YPF y en marcha. La ruta sigue siendo “pampeana”, verde que te quiero verde, verde alfombra y verde paño, con algunos animales, el ferrocarril seguidor como perro ‘e sulky, varias líneas de alta tensión (las he observado en casi todas partes) y una esporádica recua de pueblitos otrora hilvanados por el tren y ahora amarrados a la ruta. Todos cortados por la misma tijera desafilada y gruesa. Un bulevar asfaltado algunas cuadras como por lástima, tal vez también una o dos transversales, y el resto, tierra irregular; las casas pobretonas, la gente a pie o apelmazada en motos de cilindrada nimia. Las estaciones previsiblemente abandonadas (pese a que sí hay servicio de cargas). La notable excepción es Taco Pozo: un primor, perfecto, limpio, con la plaza de juegos infantiles casi sacada de Dysneylandia y la estación, convertida en oficina pública, impecable. La de Pampa de Bermejo es sede del Museo Histórico Coronel Bermejo, pero está cerrada, Río Muerto hace honor a su nombre. No recuerdo en qué villorrio actúa un circo de sonoro nombre gringo que no puedo recordar. Me recuerda el de Verónica (vide “Crónicas ferrofantasmagóricas I). Cito para no repetir:

“En frente, detrás del galpón, un “Gran Circo”: tres o cuatro casas rodantes que han conocido tiempos mejores, dos o tres camionetas de idéntica experiencia, la carpa arremangada mostrando el círculo de sillas plegadizas y unos chiquilines (¿los hijos de los trapecistas?) chapaleando en una pileta de plástico. ¿De dónde viene, cómo ha llegado, adónde se irá y qué hace ese “Gran Circo” en Verónica? ¿Dónde y cómo habrá conseguido sus payasos, su domador (aunque no se divisan jaulas), sus malabaristas, sus magos del trapecio? Hay algo de dolorosamente argentino en cada escena, en cada paisaje, en cada rostro, en cada camino de polvo…”

Éste, en todo caso, parece haberse quedado -si alguna vez los tuvo- sin su león y su tigre seguramente casi de peluche. ¡Misterios de esta Argentina profunda que no he hecho más que arañar!

Entre Taco Pozo y Monte Quemado, la ruta está pa’ tirarla, aunque las topadoras se están ocupando de que vuelva a ser ruta. Unos cuarenta kilómetros de pavimento a la brasileña (a menos que haya mejorado desde que tuve que esquivar cráteres lunares en la carretera nada menos que de Salvador a Brasilia, allá por junio de 1992, recién llegadito a Viena).

            Se me da por entrar en Monte Quemado a ver qué me estaba perdiendo y la policía que cancerberea la entrada me pide documentos (es que ya estoy en Santiago del Estero)… y permiso de tránsito. Sé que lo tengo entre los bitios del teléfono, pero tardo tanto en dar con él que la muchacha me deja entrar con la firme promesa de pegar una vuelta y piantarme. Cosa que cumplo sin mayor sacrificio porque MQ es una cagada. A poco de retomar singladura, ingreso en el Chaco.

AVIA TERÁI

El Hotel de Campo el Rebenque, queda unos 30 kilómetros antes de Presidencia Roque Sáenz Peña y unos cinco pasando Avia Terái. Hay que adentrarse cuatro kilómetros entre campos sembrados y lo que queda del monte, girar cuatrocientos metros a la derecha y ahí estamos. Un complejo de casas lo justo de rústicas, con una piscina de la que no llegaré a usufructuar. Los dueños (cuyos nombres me evaden) son de lo más amables, y esta noche soy el único huésped. Voy a Avia Terái a lavar el auto y una hora después, como a las seis, sigo el consejo de la gallega y me voy a una estación abandonada, una tapera a la que ni el nomenclador ni el techo le han quedado, inmersa entre yuyos a unos dos o tres kilómetros de la carretera. La vía parece en uso, pero no es la de la línea Salta-Resistencia, sino que proviene del sur. De ida y de vuelta paso por Corzuela, Capital Provincial de la Tradición, pero no tengo tiempo para indagar. A las veinte de la tardecita estoy en el hotel, ducha y a cenar… dos kilos de vacío al horno con papas, de los que no llego a dar cabal cuenta, claro. Platico largo y tendido con mi anfitrión, que narra historias grotescas de la corrupción policial, de las coimas que abiertamente le exigen para cualquier trámite… y eso que él los conoce y lo conocen. Pero, como tantos clasemedieros que no terminan de aprender, para él, el problema son los sindicalistas (y no que uno vaya a defender a los Moyano y cía., claro está).

            Duermo como un lirón y me despierto a las ocho y media.

Miércoles 20

Tras el desayuno, me mando para

PRESIDENCIA SÁENZ PEÑA

Que es una ciudad dendeveras, de abundantes y hermosos bulevares a la que, cierto es, de repente se le acaba el asfalto y que sea lo que Dios quiera. Quiere, por su parte, la gallega que salga de la ya casi autopista, me interne unos mil metros y gire al inicio mero de la calle 302, que viene a ser el bulevar de este lado de la vía. Paso por el Museo Ferroviario Municipal. Al fondo, en diagonal, ultrarrieles, la estación. Como seiscientos metros más tarde puedo cruzar las vías y ya voy a estacionarme, valga la redundancia, frente a la estación, que el Demiurgo me enciende el fósforo y voy derechito a un laverrap que está a punto de cerrar (son las doce menos nada) y luego abre “hasta” las cuatro, como dirían los aztecas, con lo que no me tendrían el ajuar higienizado hasta mañana. Ahora me lo van a tener a las dieciocho de la tarde. Tengo seis horas para divagar. Doy unas vueltas alrededor de la lavandería por calles que podrían ser de cualquier pueblito o suburbio de Buenos Aires. La única pata de la sota son las palmeras. Por mucho que busco, no veo prácticamente ninguna casa de principios de siglo (bueno, la verdad es que la urbe fue fundada en 1912, bien entrado el siglo XX) ni, si me apuran, de entreguerras. La Iglesia es medio adefesiosa y la plaza tiene la gracia de un noruego bailando salsa. Me pregunto si en el centro habrá algo más de mirar. Igual, fers sins fers, vale decir, lo primero es lo primero y a la estación (que ahora sí presta servicio de pasajeros a Castelli y otro pueblo más), hermosa pero venida muy a menos. A unos cien metros hacia la derecha, una pasarela perfectamente verde atraviesa las cinco o seis vías que todavía pueden adivinarse. Hacia la izquierda, al fondo se ve el taller en que se aprestan dos fulgentes duplas diesel. A su costado, una de otro modelo (Fiat, creo) con la ñata aplastada y dos o tres vagones vagamente celestes de cuando el tren era tren y lo arrastraba una locomotora. En la vía contigua un cochemotor pequeño, tal vez de servicio, descascarándose al sol. Un policía me saca amablemente carpiendo y cruzo al fondo del Museo Ferroviario Municipal, en el que reposan una inesperada “Bruja” del Subte A, un par de coches de madera y un Ford A de ruedas metálicas con pestañas para correr sobre los rieles. Son apenas las dos y media o tres, y el museo abre “hasta” las cuatro, pero como no tengo nada que hacer, para allí voy.

            Frente a él, en una especie de placita en la que hay más una casilla de ladrillos y tejado a dos aguas que un chalet y, amén de un par de herrumbrados auxiliares de cosechar, un tanque Sherman. La placa conmemora no sé qué de no sé qué regimiento. Tras las fotos de norma, veo que del museo salen dos hombres conversando animadamente. Pregunto si está abierto y me contestan que “hasta” las cuatro, pero uno de ellos es el cuidador que se apiada de mí y me deja entrar. No solo eso, sino que me abre los dos viejos vagones de madera. Uno supo ser comedor, pero solo le queda la carcasa. El otro era para funcionarios oficiales: una sala de estar con sillones giratorios de cuero alrededor de una mesa de roble, dos camarotes simples, un tercero con doble cucheta, seguramente de servicio, el baño y la que fue cocina. A la “Bruja” no subo porque me la conozco de memoria. En la sala no hay más que fotos -interesantísimas- que van narrando la historia de la ciudad, los colonos que, sin saber, vinieron a fundarla, y su tren. Don Javier Cardozo, que así se llama mi Cicerone, rehúsa inútilmente los quinientos mangos que le meto casi en la mano so pretexto de que se libe una birra a mi salud. Nos sacamos dos o tres selfis y me cuenta que lo que yo tomaba por escultura aprovechando un árbol horizontal y reseco, de ramas como alegorías, no es tal, sino que fue árbol hecho y, sobre todo, derecho, hasta que lo tumbó un temporal. Nos despedimos como amigos de toda la vida.

            Enresulta que la placita del Sherman lo es del Museo de la Fundación, sito en la mentada casilla. Son las cuatro menos diez, pero el curador y otra señora que anda por ahí también se conmiseran y me dejan entrar. El museo es un aquelarre de objetos privados de mayor conexión con la historia de la city: decenas de máquinas de escribir Remington u Olivetti, algún teléfono de baquelita, planchas de las que se calentaban con carbón, faroles de querosén y demás chiches de heterogénea ontología, una vitrina con uniformes acaso de la Conquista del Desierto, dos sables… solo faltan la Biblia y el calefón. Las fotos, pero, interesantes. Se ven en ella los deliciosos edificios originales ahora totalmente desaparecidos, inmigrantes recién inmigrados, bigotes renegridos, barbas tupidas, mujeres de faldas como carpas de circo y cofia, purretes vestidos como para la primera comunión. La ciudad extendiéndose manzana a rústica manzana.

            Y no queda más que hacer, salvo dar vueltas y más vueltas, hasta las seis, porque el Museo de la Ciudad esta “temporalmente” cerrado. Ídem la Ciudad de los Niños que, igual, perdido por perdido, voy a pispear: Un predio de varias hectáreas con edificios de juguete y juegos infantiles, un lago sin usar, la mitad del cual está cubierto de camalotes. Y bulevares y más bulevares, el más insólito y conmovedor, el de los Inmigrantes: paseo Repúblicas Checa y Eslovaca, paseo República de Croacia, paseos República de Italia (sic) y Polonia (con monumentito a Juan Pablo II), paseo de los Suizos Alemanes y de los Españoles, paseos Ucrania y República de Bulgaria, éste con un enorme y bello monumento a Hristo Bótev, el revolucionario del s XIX caído en combate contra los otomanos… Sipi. A mí siempre me azoró que en el Rosedal se erigiera un imponente monumento a Tarás Shevchenko, el poeta nacional ucraniano, pero a Hristo Bótev… ¡en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco! Y no es todo. Bajando por otro bulevar paso por la Casa de Cultura Checoslovaca, frente a la cual, en la correspondiente plazoleta, se hastían de puro blancas y hieráticas las efigies de los checos Josef (?) Stefanik, un militar fundador de la colonia checoslovaca, y Tomas Masaryk, el fundador de la Checoslovaquia moderna. La sede tiene un hermoso mural, pero me pregunto cuántos checoslovacos dendeveras quedan. Todas estas colonias, me duele, están condenadas a esfumarse, a devenir nuestros etruscos.

            He preguntado por el centro, y parece que su núcleo neurálgico es, nomás, el laverrap. Es decir, que no hay tal centro. Ni, reitero, salvo dos o tres que fotografié antes de que sea demasiado tarde, una sola casa que recuerde el pasado. Lástima, porque, aún sin nada o casi que ver, es una ciudad más que agradable. Con, eso sí, una carencia inexplicable: No tiene bares. No que tenga pocos, sino que tiene solamente UNO, en el que me tomé mi tradicional birra. Y ése ni siquiera está cerca de la Plaza San Martín, que, si no me advierten, ni se me ocurre que sea el epicentro de la ciudad (aparte, desde luego, del laverrap, que queda a veinte metros, un poco como el polo magnético respecto del geográfico). Sí hay -¡claro, con esta calor!- como cinco heladerías, casi todas Grido.

            Y así dan las seis, justo cuando concluye la sinfonía 82 de Haydn. Recojo mis petates y, antes de meterme en el monte en busca del hotel, me doy otra vuelta por Avia Terái en busca de la estación, que sí está en servicio y hasta tiene un Jefe con sus subalternos tomando mate a la espera del tren de mañana o pasado.

            En el hotel hay hoy dos familias con escuincles. Saludo amablemente, ducha, cena y a apolillar hasta las seis.

Jueves 21

Organizo mis vademécumes, duermo media horita complementaria, desayuno y en route ! En la última rotonda, la cana me pregunta si puedo llevar a dos de ellos a pueblos vecinos. El primero se baja en Machagái. Con el segundo, que es celador del servicio penitenciario provincial, damos una vuelta para ver, naturalmente, la estación. Luego seguimos hasta Presidencia Victorino de la Plaza, donde me interno un par de kilómetros para dejarlo en su casa y caminando por cuya avenida principal veo un par de gitanas jóvenes con sus faldas y sus críos. Las he visto también en la Plaza 9 de Julio de Salta y fue la primera vez en quién sabe cuántos años que vi una zíngara. Creo recordar que en Buenos Aires eran frecuentes. Mi pasajero me dice que tienen un campamento ahí cerca. ¿Qué harán en Presidencia Victorino de la Plaza, chaco? ¿O en Salta? ¿O en Buenos Aires, Roma o Granada? ¿Qué tendrán en común con los itinerantes (travellers, les dicen) no gitanos de Gran Bretaña e Irlanda?  ¿Cómo puede ser la gente tan diferente de uno, tan insondable, tan misteriosa? Paso indefectiblemente por la estación, que parece ocupada, y ya no me detengo hasta

RESISTENCIA

Es decir, yo no me detengo, pero poco antes del acceso a la ciudad me para un retén policial donde, amabilísimamente, como ya me he habituado, me recuerdan que tengo la Verificación Técnica Vehicular unos veinte meses perimida. Me dicen que en Resistencia me la pueden actualizar y, con esas instrucciones, la gallega me deposita milagrosamente en un centro idóneo. Solo que, pese a que el anuncio promete Jurisdicción Nacional, nada pueden hacer porque la Ciudad Autónoma y la Provincia de Buenos Aires los han cercenado del sistema. Me advierten que lo mismo sucederá en Corrientes o Entre Ríos, pero me dan un certificado de que me presenté y no pudieron hacer nada. Sigo para la ciudad que recuerdo hermosa de mi paso con ocasión de mi inolvidable gesta chamamecera (vide “Crónicas litoraleñosas”).

            Dejo el Fiat amarrado a la Plaza 25 de Mayo y salgo a caminar por Sarmiento, que le dicen avenida pero es un regio bulevar, como todos los que confluyen o parten de la plaza, rico en esculturas, pues que Resistencia, bueno es recordarlo, pasa por capital de las esculturas. Las haylas, nefetibamente, por todos lados: en las plazoletas de los bulevares, claro está, pero también trepadas a las aceras, en esquinas o a mitad de cuadra. Las haylas, igual de nefetibamente, para todos los gustos: de quedarse a mirarlas largamente y de apartar rápidamente la vista antes de que se lastime. Las que me tocan en mi breve digresión peatonal son de las buenas, especialmente una hermosa cabeza de Tehuelche. Hay, sí, un unicornio de chapas de latón que bien podría no haber, pero bueno. Aprovecho para reponer alforjas en el Banco Galicia y mandarme mi tradicional primera birra. No siento particular voracidad, pero me tienta, llegado por fin a un río río, deglutirme un pacú o un surubí. La guguelmáps (sé de niño que las agudas terminadas en ene, ese o vocal llevan tilde, ¿pero también las que desaguan en ese impura?, se ve fuera de lugar la rayita sobre la “a” de “máps”, ¿vero?) me conduce a uno que diz que es fenómeno pero está cerrado. Hay otro a 800 metros, y ya estoy caminando en la dirección indicada cuando se me ocurre que, si también está cerrado, tengo que buscar otro y seguir la marcha quién sabe adónde y hasta cuándo, de forma que regreso al Fiat y voy como quien dice motorizado. En la parrilla aconsejada hay solo dos comensales más pero no pescado. El asado esta reseco y ni lo termino. ¿Quién me manda abjurar de mi sano hábito de saltearme el almuerzo? Espero haber aprendido mi lección.

            Encaro la ostentosa autopista que se estrecha en el puente Belgrano y cuando ya me creo a salvo ultraflúmine, hete aquí que el tránsito se atasca y conforma una infinita diadema de vehículos prácticamente inmóviles que van dando la amplia curva para tocar tierra firme ya en

CORRIENTES

Yo tengo permisos de circulación de todas las provincias y los respectivos pueblos que jalonan mi periplo… menos los de Corrientes, que nunca me llegaron. Por suerte, me salva el de Concordia, Entre Ríos. El dpto. que he alquilado sin saber, Río Juramento 1947, está en lo que parece (pero, por suerte, no es) un conventillo: traspuesta la puerta del garaje, éste se abre a un patio en el que se alinean a noventa grados unas cinco o seis motos y bicicletas, y hasta un acoplado para embarcación, disputándose todos el muro de ladrillo con baldes de pintura o cemento. Desde la pared frontera, protegida o prisionera de su cubículo de cristal, contempla el paisaje una pequeña Virgen de Luján. El patio se resuelve rápidamente en un pasillo a cuya derecha, entre escobas, baldes y tendederos de ropa, se yergue una construcción de tres pisos con cinco o seis puertas y ventanucos recién graduados de ventanas por nivel, dando sobre su correspondiente corredor a la intemperie. A los pasillos se asciende por una escalera casi de fortuna, armazón de hierro y peldaños de madera semivacilante. No difieren tanto ediliciamente los conventillos de La Boca, solo que aquí los cuartos vienen con baño privado. Y es todo el hándicap. Porque mi dpto. es un rectángulo de paredes de ladrillo sin revocar, con una pileta percudida, una cocinita de dos hornallas a horcajadas de la mesada, una heladerita cúbica, una cama (eso sí, amplia) adosada a la pared de en frente, un, para ontologizarlo de algún modo, sofá al que hay que sentarse con el culo bien adentro so pena de caerse de ídem, y el único baño sin bidet de la República. Menos mal que la llave no cierra por fuera, porque, de otra forma, el desastre sería incompleto. Pero, como sabemos, ¡calavera no chilla!, y el protoconvento se ve razonablemente seguro, así que, llevándome, por si las moscas, mi compu, salgo en busca de un pescado ut gens.

La señora que me ha venido a abrir las puertas de esta mansión en miniatura me recomienda el manducatorio del Hotel de Turismo, sito en la hermosísima costanera, y hacia allí me encamino. La mentada costanera está cerrada al tránsito, con lo que estaciono en una transversal qualunque y voy caminando, pipa en ristre asomando de entre la mascarilla, por una avenida arbolada. Frente al río casi infinito, familias picniqueando entre el farallón y los carritos de viandas iguales a los que supo haber en nuestra Costanera Norte y pugnan por subsistir en la Sur; por ambas calzadas, niños o adolescentes en bicicletas apenas susurrantes, algún joguista nocturno, tríos o cuartetos de muchachas de risa fácil, lomos broncíneos, ojos renegridos y cabellera  azabache… En la margen interna, sentados a las mesas de la seguidilla de bares y restoranes, animados grupos de comensales de los más pudientes. El Hotel de Turismo no es otra cosa que el Casino, pero se ve apetecible si desierto. A las poco más de las ocho, soy el único parroquiano. Ceno un bife de surubí con fritas, un vaso de Nieto Senetiner chardonnay, un panqueque de dulce de leche con azúcar quemada y el café más excelso que haya probado fuera de Italia. Antes de partir, paso al retrete, que queda al fondo del salón donde un regimiento de autómatas pierde afanosamente dinero agitando las manivelas de las máquinas tragamonedas. Como las del resto del planeta, son cachivaches de diseño vulgar y pantallas de colores chillones, que emiten extraños ruidos de entrañas electrónicas constipadas, hechas a medida de la inopia existencial de sus usuarios, que, en su estólido embeleso, no se distinguen demasiado de las moscas atrapadas en mi Fiat, que insisten en pegar contra el parabrisas por más que tenga abiertas de par en par las ventanillas laterales.

             Postmicción, salgo nuevamente a la Costanera. Es una noche ideal, de esas que dificultan creer que la especie puede padecer hambre o entreasesinarse con total displicencia. Llego al dpto. con mis últimas monedas de vigilia y duermo como piedra hasta las siete.

Viernes 22

Me despierto, preparo las cosas, duermo media horita más, y a las ocho y media estoy en camino. A poco de salir del área urbana, la ruta, siempre perfecta, se hace nuevamente casi fantasmal. Casi, porque pasan unos cuantos camiones en sentido contrario, pero a mí no me toca adelantarme a ninguno. Se conoce que van amontonándose en Corrientes. Como no he desayunado, aprovecho para repostar panza y tanque en Empedrado, a cuya entrada se enhebran varios coches. Es que Corrientes es, de las diez que llevo visitadas en este viaje, la única provincia que se toma el COVID en serio. Ya no fue soplar y hacer botellas ingresar desde el Chaco y me han parado un par de veces para verificarme la temperatura. Aquí la puerta es estrechísima, quien quiera pasar a pie ha de hacerlo por una carpita en la que recibe una ducha de alcohol, y, si en auto, es necesario el permiso de circulación y un hisopado positivo de no más de tres días de historia. Me veo venir el futuro inmediato y pregunto a las tres o cuatro correntinitas vestidas de astronauta si puedo hacerme la prueba ahí mismo. Puedo. Tengo que esperar unos diez minutos a que atiendan al paciente anterior departiendo (yo) con la muchacha que me ha tomado los datos. El procedimiento sale mil mangos y yo indago si me devuelven el dinero en caso de que me dé negativo. El médico o enfermero extraterrestre es, como todo el mundo hasta ahora, amabilísimo. Me explica que la cosa se parece a una prueba de embarazo y yo le comento que nunca me la he hecho porque siempre me cuidé mucho. Cuando salgo, la correntinita me pregunta cómo me fue, y le contesto que el tordo me ha recomendado que haga mi testamento. Me subo al Fiat con el tintineo de su risa todavía en la memoria auditiva.

            A diferencia del Chaco, el paisaje empieza ganadero, con reses en los interminables pastizales que bordean la carretera. Pero se va tornando más y más -cómo decir- selvático. Más árboles, más tupidos. De improviso, una lagunita. Luego otra ya más considerable. Cada tanto, un pueblo, cuyas casas orilleras tienen todas jardines cuidados. Cambio de carretera dos veces. Al aproximarme a Concepción, ojcórs, me detienen para tomarme la temperatura, tras lo cual sí puedo ingresar en

CONCEPCIÓN DE YAGUARETÉ CORÁ

La gallega me lleva al hospedaje Iberá ‘Tapé y, por una vez, la puteo por no haberme desviado. Es, en efecto una Tapé-ra (“tapera”, pa los infiltráus, le decimos al rancho abandonado y en ruinas). ¡Menos mal que no está habilitado! La dueña me pasa el fono de una señora que anda en esto del turismo, la que, a su vez, me recomienda a otra que tiene unas cabañas. Tras un par de intentos fallidos de comunicación paso por el Hotel La Alondra, donde atiende la susodicha dama, pero que cuesta sesenta verdes diurnos porque, ¿vio?, es un hotel butic y ella me indica cómo arribar a las Cabañas de Iberá. Trátase de un complejo en el estilo del El Rebenque, pero más convencional. María José -que a tal nombre responde la propietaria- resulta, para variar, muy solícita y me organiza una excursión para mañana (el guía -personal, pues que no hay nadie más- me pasa a buscar a las ocho de la madrugada). MariJó me recomienda visitar el Museo Histórico, el de la Interpretación (que vaya uno a saber por qué le han puesto tan sugestivo nombre y no es otra cosa que un introito al Parque) y el de las Muñecas. ¡Sipi! El tercer sitio de interés de este pueblito perdido en medio de nada es… un museo de muñecas.

            Lavo la ropa de estos días y me pongo al día con el correo. A las dos y media y, pese a la saña de la canícula, me voy caminando las tres cuadras a la Plaza 25 de Mayo, en cuya área de influencia encuéntranse las tres instituciones de marras. Como era de vaticinar, el pueblo disfruta de un asfalto que no se sabe bien dónde empieza pero de repente termina. Las calles son casi todas de arena, pero abundan los vetustos edificios del s XIX, más que modestos en su mayoría. Otros están reciclados, como los contiguos museos de la Interpretación y las muñecas. Pero los más van aguantando el tiempo con cierta dignidad. Hay uno que es obvio que conoció tiempos mejores, de llamador de bronce en la puerta. El más pipí cucú es la Municipalidad, apenas doce o quince metros de frente y fachada primorosamente decorada a la italiana.

            En la plaza se erige el monumento a Pedrito Ríos, el Tambor de Tacuarí, oriundo, nomás, de este pueblo que, me voy enterando, es pura historia. Porque, aparte de ser de estos pagos la primera estancia (jesuítica ella) del país, por aquí pasó Belgrano camino del Paraguay. Aquí el viejo Ríos le encareció que, visto que él, a sus sesenta y cinco años, poco podía hacer por la Patria, le aceptara al hijo de doce. Belgrano vaciló, pero el coronel Vidal, casi ciego como estaba, lo convenció de que le permitiera servirle de lazarillo. El gurí aprendió de un tal Pedro (creo) Bustamante, mayorcito él, a sus catorce pirulos, los diferentes toques y aquel 9 de marzo de 1811, ni a un año de la Revolución, avanzó con el coronel detrás siguiéndole el redoble. Ahí lo calzaron dos balazos. Como dijo después Mitre, “en Tacuarí hasta los ciegos y los niños pelearon”.

            El pueblo parece genuinamente perdido en el tiempo y el espacio. Todo está cerrado, no se ve un alma, no hay otro sonido que el de los pájaros. Regreso a mi cabaña y ya pasadas las cuatro vuelvo a intentar la gira cultural. El Museo Histórico ha sido un templo. Es un agradable edificio bastante moderno, con mucha madera y techo de tejas a dos aguas. No tiene demasiadas “cosas”: algunas armas desde la campaña de Belgrano a la del Desierto, algunos uniformes, enseres domésticos exhibidos al tuntún (aunque no tan anárquicamente como en el de Sáenz Peña)… Lo que de veras cuenta son los paneles con la prehistoria e historia del lugar. Porque los guaraníes solo llegaron del Brasil en el s. XII para encontrarse con una decena o más de etnias inconexas (tomen nota de estos invasores quienes bregan por expulsar a los mapuches). Inmediatamente se hacen hegemónicos y son ellos los que encabezan la resistencia a los españoles. El pueblito empieza como nada y no se ha agrandado en demasía desde entonces, porque hoy, salvo yo, son poco más de cuatro mil quienes lo habitan. Aún así, se lo disputan Santa Fe y Misiones, porque parece que las vaquerías (la “caza” de ganado cimarrón) era muy bien negocio. Los jesuitas, entretanto, organizan la primera estancia a fines del s XVIII. Pero lo apasionante es el paso de Belgrano, con sus tropas bisoñas, rejuntadas y mal pertrechadas, sus oficiales dudosos, como Machain o Perdriel, y su propia falta de experiencia militar, en una expedición militar (y en mucho políticamente) condenada al fracaso. La Revolución abriéndose paso a tientas, con sus mejores hombres dispuestos a todo.

            Del Museo Histórico paso al Centro de Interpretación del Iberá. Soy el único visitante y me atiende el único guía de turno, Juan Ramón. El Centro casi no tiene más que paneles informativos y un par de vídeos… pero es de las cosas más interesantes que me ha tocado ver. Y eso gracias a Juan Ramón, que, a sus cuarenta y cortos, ha dedicado su vida al estudio, la protección y la difusión de este paraje excepcional. Pero tampoco es por eso por lo que jamás voy a olvidar este día. Entramos en una salita de cuatro o cinco en la que hay como un corte transversal de una choza, seguramente indígena. No me llego a enterar. Porque Juan Ramón parece sufrir una transformación: Esta -dice- es para mí una habitación muy especial. Yo trato de averiguar qué tienen de extraordinario o especial esa hamaca, ese brasero, esas ojotas y ese semicubo de junco en medio de fotos de animales salvajes y paneles que seguramente los describen. Nunca sabré que magia siente Juan Ramón mirando estos objetos en definitiva anodinos y triviales, pero es como si, de pronto, se inspirara, y se pone a hablar sobre qué es ser correntino. Nos comemos alguna ese -dice- pero eso es lo de menos, porque nosotros somos gente sencilla, que siempre le abrimos el corazón a cualquiera, familieros, porque, para nosotros, lo más importante es la familia y, claro, de mucha fe; porque, aquí, en Concepción tenemos más de cuarenta capillas y veneramos mucho también los santos paganos como el gauchito Gil o la Pilarcita… Habla y habla Juan Ramón, y a mí se me ocurre que, si el mundo se quedara sin luz, su aura brillaría en la penumbra. Lo escucho como de muy lejos, tratando de memorizar cada palabra, pero ahora que quiero anotarlas, se me escapan como el jabón que inútilmente queremos atrapar en la bañera. Me queda el halo casi de santidad de este hombre entusiasmado con su tierra y orgulloso de su gente. No que su relato no tenga interés: La cuenca estaba totalmente descuidada, con varias especies al borde de la extinción o directamente extinguidas, como el yaguareté. Hace unos años apareció el providencial inglés providencial (ha habido unos cuantos), Mr. Tomkin, que compra varios miles de hectáreas, funda una ONG llamada Rewilding (refaunación), las dona a la Nación o a la Provincia y se afana por reponer las especies desaparecidas, como el yaguareté, que, igual que una especie de anaconda, hace traer del Brasil. El gran depredador ha sido el hombre, pero no cualquiera, sino el cazador comerciante. Los pobladores originales (ojo, no necesariamente originarios) cazaban y pescaban lo que requerían para comer, pero los mercaderes empezaron a comprarles las presas o a cazarlas ellos mismos y así desapareció, por ejemplo, el yaguareté. Narra Juan Ramón que ha habido un gran trabajo de concientización entre los propios cazadores y que muchos se hicieron defensores del ecosistema. En menos de diez años, el resultado ha sido formidable, y ahora, con la protección y el patrocinio oficiales el parque empieza a prosperar (bueno, empezaba hasta la pandemia). Es el más extenso del país y, con más de cuatro mil especies, el más rico en biodiversidad. Consiste en una serie de esteros y lagunas unidos por arroyos interrumpidos por “embalses”, acumulaciones de materia orgánica que, entre otras cosas, absorben agua como esponjas gigantescas que, en época de seca, como ahora, empiezan a liberar. Juan Ramón se explaya sobre los tipos de animales: infinidad de aves y peces, yacarés de dos tipos, pecaríes, osos hormigueros, tapires, ciervos… Nosotros mismos no sabíamos lo que teníamos -explica-: tuvo que venir gente de afuera para hacernos comprender esta enorme riqueza que, en realidad, no es nuestra, porque es de todos. Stalin (¡con perdón!) decía que los comunistas que iban haciendo el sufrido, abnegado, heroico y anónimo trabajo de sindicalización y difusión eran los “tornillos” del aparato. Gente como Juan Ramón, como don Javier Cardozo son, digo, los tornillos de nuestra cultura.

            La próxima etapa es el adyacente Museo Temático Infantil “La Pilarcita”, cuyo fondo original son las 250 muñecas acumuladas y donadas por María Elina “Marily” Morales Segovia, una escritora concepcionense que vivió, me cuentan, en Valencia. Hoy día, entiendo, son como 400. Hay de todos los tipos y tamaños, de trapo y madera y porcelana y papel maché, más antiguas y no tanto, vestidas de época o de princesa o con traje típico de algún país, exhibidas sin explicaciones (¿para qué?) y yo muero de nostalgia y melancolía, porque quisiera, con todas las fuerzas de mi ser quisiera, tener ahí, extasiándose y riendo de puro entusiasmada, a Xóchitl de cuatro o cinco o seis años.

            Se habréis preguntado, supongo, que quién es o fue la “Pilarcita” que se graduó de santa pagana y tiene dedicado un museo. Pues diz la leyenda que en 1917, de la carreta que traía a su familia de inmigrantes se le cayó su muñeca, y ella, de cuatro añitos, se arrojó a rescatarla y fue aplastada por la rueda. Es una historia truculenta, más acaso que la de la Difunta Correa (la que amamantó de muerta durante una semana a su hijo), pero, por alguna razón, la cultura popular se nutre de estas historias y siente particular veneración por estos personajes. ¿Cuántos padecimientos, cuántos miedos, cuántas esperanzas ancestrales terminan reflejándose en estos mitos?

Y, yaquestamos, veamos quién fue el gauchito Gil. Asigún la Güiquipedia, hay tres versiones: Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez fue un gaucho trabajador rural, que tuvo un romance con una viuda adinerada. Esto le hizo ganar el odio de los hermanos de la viuda y del jefe de la policía local, quien había cortejado a la mujer. Como consecuencia del peligro que implicaba, Gil dejó el área y se alistó para pelear en guerra del Paraguay (1864-1870). Luego de regresar, fue reclutado por el Partido Autonomista para pelear en la guerra civil correntina contra el opositor Partido Liberal, pero desertó. Dado que la deserción era delito, fue capturado, colgado de un pie en un árbol de espinillo, y degollado. Antes de ser ejecutado, Gil le dijo a su verdugo que debería rezar en su nombre por la vida de su hijo, que estaba muy enfermo; el verdugo desconfió de él, pero cuando regresó a su hogar, encontró a su hijo casi agonizando; desesperado, le rezó a Gil y su hijo sanó milagrosamente. (Se toma la tradición de envolver con banderas rojas o pintar de rojo los santuarios de veneración al Gauchito Gil, dado que es el color que caracteriza al Partido Autonomista en la provincia de Corrientes). Una segunda leyenda relata que Gil era un cuatrero que se congració con los pobres. Reclutado para combatir en la Guerra de la Triple Alianza, desertó y fue perseguido. Capturado, cuando el comisario estaba a punto de dispararle debajo de un árbol, el Gauchito Gil le dijo: «No me mates, que ya va a llegar la carta de mi inocencia». El comisario respondió: «Igual no te vas a salvar», y el Gauchito dijo: «Cuando llegue la carta vas a recibir la noticia de que tu hijo está muriendo por causa de una enfermedad; cuando llegués rezá por mí y tu hijo se va a salvar, porque hoy vas a derramar la sangre de un inocente». Al llegar a su casa, el comisario encontró a su hijo enfermo, rezó por él en nombre del Gauchito Gil y el gurí se curó. El comisario volvió a donde estaba el cuerpo de Gauchito Gil y le pidió perdón. La tercera versión es algo menos romántica:El Gauchito Gil dirigía un grupo de matones autonomistas que iban de pueblo en pueblo saqueando, robando a los ricos y matando a todo liberal que se cruzara en su camino. Fue capturado por un grupo de hombres del Partido Liberal y degollado cerca de Mercedes, Corrientes.

Curiosamente, no ha habido culto de quien más lo merecía, el tambor Pedro Ríos, tal vez demasiado real para dar pie a una leyenda.

Paso por “el chino” a comprar alguna vianda de emergencia y jugo. El chino tiene un vero supermercado que casi le queda grande al pueblo. Y, según colegí, el chino es, además, china. Una mujer joven (bueno joven a lo chino, o sea, de edad indefinida) que me explica que ha venido de muy lejos -¡claro!- pero no cómo ni por qué… a Concepción de Yaguareté Corá, Corrientes, cuatro mil y un cachito de habitantes. Amarcord el chino del bazar de Navarro, que se había instalado ahí “polque vine y vi no hay bazal”. En fin, un pueblo que lleva miles de años aprestándose, con paciencia auténticamente china, a dominar el mundo no más a fuer de ser tantos, emprendedores y de trabajar como negros.

Vacilo entre quedarme a disfrutar de mi bondiola y mi queso o salir a cenar. Opto, nomás de puro curioso, por probar una pizzería que, me entero, queda en las casi afueras del villorrio, vale decir, como a uno o tal vez dos kilómetros. Hay gran cantidad de gente, familias enteras, tomando mate sentadas al aire libre en la acera. Algunas hasta están cenando. Como a un kilómetro de haber salido siguiendo el asfalto que lleva a la carretera, me entero de que no hay una sino dos plazas más, aunque menos atildadas que la central, pasando la segunda de las cuales se concentra la movida concepcionense. Movida literalmente, porque se trata de una convergencia de motos o más bien motonetas pobladas de jóvenes que no se han enterado, por suerte, de los avatares de la moda sartorial y capilar de sus coetáneos capitalinos. Y llego así y así me siento en la vereda de la susodicha pizzería, donde se me ha adelantado un cuarteto de féminas de diferentes edades y nivel de atractivo. No hay cerveza en lata ni vino en botellita, de suerte -es un decir- que voy a cenar con Sprite. Pero poco importa, porque al rato me sirven… a ver que pienso bien para no decir una cosa por otra… sí, no: ¡la peor pizza que he probado en mi vida! La masa quebradiza y el queso entre insulso y con gusto a nada. Como me muero de inanición doy cuenta de tres de las diez porciones y el resto se lo regalo al mujerío que lo agradece encantado. Lástima terminar así un día tan bello. Y van dos comidas de mierda sospechosamente contiguas: ayer en Resistencia y hoy aquí.

Bueno, pero a dormir que mañana a las ocho y media me pasan a buscar para incursionar por los esteros.

Sábado 23

Me despierto a las siete, me aseo, me hago un sándwich (¡pero no tengo café!) y, apenas me siento a revisar el correo, me toca la ventana Jorge, mi guía de hoy. Tiene cuarenta años, un hijo ya grande medio mostrenco y una de cuatro con su mujer albobahiense y docente. Oriundo de estos pagos, probó suerte en Buenos Aires, pero resolvió volver y ya no quiere partir. El camino al muelle se reparte entre diez kilómetros de ripio y otros diez de arena. A la entrada hay un chalet que funge de puesto de guardia y administrativo donde el guía de turno consigna nuestros datos, hora de ingreso y hora prevista de retorno. Hay varias camionetas estacionadas de exploradores que nos han precedido. Jorge retira la lona de la lancha, la lleva a la punta del muelle y me hace subir. El paisaje no podría ser más silvestre: el arroyo se abre paso entre camalotales y embalses. A las orillas manducan convivialmente familias de pecaríes o acechan los yaguaretés. Sobre los camalotales o los embalses montan guardia garzas esbeltas y elegantes. Cruzan delante de la proa bandadas de chajáes u otros pájaros de monta, o se perciben apenas entre los pajonales avecillas nimias como los martinpescadores. La paz es casi absoluta, y cuando Jorge apaga el motor, absoluta sin casi. Solo el sol implacable, morigerado apenas y cada tanto por alguna nube conmiserada, insiste en jodernos la existencia. En las paradas Jorge me va explicando. Hay, aparte de los embalses, islas de tierra firme; aquellas donde crecen árboles, y gente que vive en ellas. ¿Cómo hacen cuando necesitan un dentista o un médico? Ah, ahí la cosa se pone jodida. Pero es gente muy feliz, porque no tiene preocupaciones. Al cabo de varias lagunas y demás deudos, la cuenca desagua en el Uruguay y en el Paraná, pero es imposible navegarla toda, porque los embalses vedan el paso y hay que pasar las canoas a mano de un lado a otro. A las once desembarcamos en una isla que funge de refugio o apeadero: hasta tiene baño (no del todo funcional, las cosas como son) y algunas mesas y bancos de madera para picniquiar. Amarramos detrás de la lancha de Saúl, que está preparando el asado para una familia que no tardará en llegar en otra embarcación con otro guía. Yo marcho con toda le estabilidad que puedo sobre las tablas que llevan por sobre el humedal hasta la isla propiamente dicha, pero una de ellas cede y me embarro hasta el tobillo que es una gloria. Sentados a una mesa damos cuenta de las vituallas: sándwiches de miga, cerveza deliciosamente helada y alguna fruta.

            Narra Jorge que, retornado al pueblo, su primera intentona fue poner una carnicería, pero que la cosa no llegó a prosperar, porque, Aquí no es como allá, que te traen la media res a tu negocio; aquí tenés que ir a buscarla en tu propia camioneta y, además, la carne es siempre de una vaca que ya ha parido dos o tres veces y no sirve más; aquí no se vende carne de ternera.

            Duermo unos minutos en una hamaca hasta que llega la familia. La trae don Omar, un gaucho paradigmáticamente correntino: bombacha celeste, faja, camisa colorada, pañuelo celeste y sombrero de un metro de ala. Junto a él, el chaqueño Palavecino es un esquimal. Cuenta Jorge que don Omar vive en el estero, que tiene que cabalgar hasta el agua y ahí embarcarse en su lancha. Otro avistaje (¡ay, cuánto me falta un equivalente de insight!) efímero de la Argentina profunda, del país “real”, de la Patria que no llega a columbrarse desde Santa Fe y Callao. Levantamos campamento y vamos escapando a unos nubarrones que se han ido congregando a lo lejos y que nos descargan una llovizna de soslayo. A las dos hemos dejado la canoa y marchamos rumbo a las cabañas.

            Yo me tiro a dormir una merecida siesta, tras la cual procedo al correspondiente tecleo de pamplinas, a la espera de que Jorge y José vengan a cocinarme el prometido asado. A todo esto se ha puesto a diluviar. La lluvia es a lo tropical y cesa a los quince o veinte minutos, pero bastan para que el Fiat quede que ni en la vitrina de la concesionaria. Sentadas bajo el alero de la cabaña vecina toman mate María José y su hija Luz. Luz tiene trece años y el pelo del color del pelo, lacio sobre el cuello, la piel del color de la piel, sin tatuajes cartográficos ni argollas metálicas colgadas de las orejas, la nariz, los labios o la lengua y viste como vestía mi hermana a los trece años: una blusa, un pantalón y sandalias. Yo pienso en Xoch y sus amigas. ¡Claro, ellas son de la Capital!

            Mientras Juan, el casero, prepara la parrilla, aparecen Jorge y José con la carne para el asado. Charlamos largamente. José es descendiente de libaneses y, aunque no masculla una sílaba de árabe, ha nominado a sus infantes Faruk y Farid. Descendiente de libaneses, pero por parte de padre, porque la madre es brasileña. Es que este es nuestro país. Como de decía mi desparecido y entrañable Juan Gerona, Vosotros, los argentinos, sois hijos de todas las leches. Y yo cuento la historia del turco Assef (vide “De rusos, polacos, gallegos y petizos”)

“Un amigo de mi tío, concesionario de Ford en Esquel, es el turco Assef, cuyo padre, sirio, huido en medio de la noche, los incendios y los gritos de mujer de las matanzas de los turcos en el Líbano, había dado instrucciones precisas a sus dos hijos para que le rompieran la crisma a quienquiera los llamara turcos, ¡Papá, no podemos: Son nuestros amigos! Y así, el turco Assef padre no tuvo más remedio que enterarse por las buenas que en la Argentina la sangre derramada afuera no se puede cobrar.”

He tenido que abrir este viejo texto para recordarlo y no puedo resistir la tentación de citar un párrafo más:

En La Patagonia Rebelde, las huestes anarcocomunistas del Gallego Soto son el alemán, el polaco, el ruso, el tano. Hay una reunión en el sindicato donde se declara la huelga. Están los inmigrantes chilenos, bien achinados ellos, que también participan. De pronto, los europeos se ponen a cantar, cada uno en su idioma, La Internacional. Los chilenos son los únicos que no la saben. Ese día aprenden, en mil idiomas que no comprenden, que las causas se pueden cantar. A la huelga se van a sumar los peones de las estancias vecinas. Gauchos argentinos, chilenos expulsados por la miseria, alemanes y polacos que han huido de la carnicería de las trincheras de Europa, gallegos perseguidos, rusos con la memoria cargada de pogroms van a mezclar sus sangres en una tierra que casi ninguno conoce para que la discriminación más terrible, la de los que no tienen más que su fuerza de trabajo para vender o que les roben, acabe para siempre. No lo lograron ni ellos ni nadie después. Pero el sueño vive, y algún día volverá a soñarse bien despierto. La única escena verdaderamente memorable de Tango, de Carlos Saura, es cuando llegan al puerto los inmigrantes con sus bártulos, sus críos, sus pecas, sus rulos, sus turbantes, su chadores, sus yármulkes. La música es el Va pensiero de los judíos errantes con que el joven Verdi irrumpe en la historia de la música. De pronto aparece un taita, recién emigrado él también, pero del campo, donde ha dejado agonizante a Santos Vega. Saca a bailar a una polaquita y en ese instante nacen una música, una ciudad y una nación. Una música triste, una ciudad cosmopolita hasta el delirio y una nación hecha de retazos de otras naciones que todavía no termina de cuajar… el resto sigue siendo historia.

            Les cuento de mi encontronazo don la correntinidad acérrima de Juan Ramón y Jorge acota, ¡Eso es de palabra, aquí estamos de hecho! Y, en efecto, de hecho estamos, apenas habiéndonos conocido, como kuyankas de toda la vida (raro, la Güiquipedia no recoge el nombre sioux para “hermanos de sangre”; se conoce que jamás han leído El Llanero Solitario).

            Han pasado dos botellas (Juan no bebe vino) y me pesan los párpados, agobiados más por el torrente de experiencias que por el sueño. Mis amigos se marchan y yo me arrojo sobre el lecho. El resto es silencio.

Domingo 24

No enciende la cocina y, por segunda mañana consecutiva, no puedo tomar café. Por suerte, Juan me trae una pava hirviente y ahí sí, me doy el lujo oriental de una bolsita de café -bueno, es un decir- instantáneo La Virginia. Dicen que la guerra es peor. Eso y un sánguche de bondiola, queso y tomate hace las veces de un tradicional liviano en jarrito y tres medias lunas de grasa… en fin. Es que, que yo haiga oserváu, en el pueblo no hay donde tomar un café; ¡si hasta parece Sáenz Peña! Pero poco importa, porque he determinado que hoy descanso (han sido, al cabo, dieciséis días literalmente sin parar), para aprovechar el aire acondicionado dentro, el paisaje de sol y el chismerío de los pájaros fuera y la necesidad de poner orden en la biblioteca existencial, atiborrada que se ha puesto de memorabilia reciente. Es bueno, corroboro, teclear las pamplinas reposado y sin apremio, deteniéndome a ver si encuentro un adjetivo más preciso, una manera más eficaz y amena de decir, que a uno le gusta, literalmente, cuidar las formas.

            Como a las diez y media salgo a dar una vuelta, con la endeble esperanza de que el Museo del Campo esté abierto. No lo está, pero el pretexto es válido para dar una vuelta un tanto más ambiciosa. Descubro así dos placitas más, todas con intrincados juegos infantiles medio desharrapados pero funcionales. El resto del pueblo sigue más o menos idéntico a sí mismo: casas de adobe, negocios berretones, caballos y perros mostrencos… y un hospital que ocupa una manzana entera. Algo que me olvidé de consignar y que he apreciado desde Córdoba hasta aquí es la cantidad de árboles floridos que endulzan hasta las calles más humildes. Hay, invariablemente, un asomo de belleza en los sitios menos esperados, como si la especie se resistiera a conformarse con la miseria y la fealdad.

            Nuevamente en casa, me aplico pacientemente a descargar los centenares de fotos que se me han venido acumulando. Entre tanda y tanda, voy leyendo los cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir, de Leonardo Padura, ferozmente melancólicos, como todo lo que lleva escrito. Yo, en cambio, me asombro de haber podido sustraerme a los tentáculos pegajosas de la melancolía y la nostalgia. Evoco con alegría todos los momentos maravillosos que sé que no podrán repetirse y siento una enorme gratitud por haber podido vivirlos. Es como recordar un hermoso viaje del cual he regresado y del que, cada vez cada más tanto, miraré las fotos con una tierna sonrisa. Se me ocurre, ahora que lo anoto, que no sentir el pasado como si fuesen cadenas sino recua de momentos dulcemente entrañables es la mitad de la felicidad. El resto es futuro.

            Por cierto que, en medio de la lectura, me sorprende la llamada de mi gomía tucumano Esteban Marchese, que, al enterarse de que anduve por sus pagos y no lo llamé se consterna. Y más yo, por no haberlo pensado. Habría sido gratísimo juntarnos a charlar empanadas y vino por medio. En fin… otra vez será. Aunque, con esto de que se columbra cada vez más nítidamente el carretel, no han de quedarme demasiadas otras veces para ser. Alejandro Magno murió de purrete lamentando que no hubiera más mundos que conquistar. Yo, mucho más anciano, me acoquino ante todos los mundos que me faltan, pero todo en esta vida no se puede, queselvaser.

            He querido meter el auto a la sombra, aquí en el predio de las cabañas, y terminé empantanado hasta el caracú. Por suerte, María José se trae a su padre, Omar, que es emperador de una portentosa 4×4 y, tras algún intento fallido porque la soga se resiste al menester, me lo saca. ¡Pensar que el diluvio me lo había dejado impoluto! Pero nada, a la vuelta hay un lavadero artesanal y el dueño me lo devuelve a la pristinidad en quince minutos. De ahí voy, otra vez, al Museo del Campo. Lástima que no tienen luz y no pude apreciar del todo una colección muy interesante de enseres de toda laya. Me cuenta el curador que lo inauguraron hace cuatro años, y que los otros tres también son recientes. De ahí paso por el chino que es china venida de lejos a comprarme algo para comer (tras el fiasco del otro día, desconfío de la oferta gastronómica local) y una botella de buen totín para Omar. Se han hecho pasadas las seis y, como de consueto, mi alma ya vuela por la carretera. Solo le falta que el cuerpo la alcance mañana.

            Lavo la musculosa que se me embarró tratando de desatascar el auto y, yaquestamos, el calzoncillo, me doy una ducha y me pongo a leer a Padura. A las ocho y centavos me como las dos tajadas de matambre y uno de los tomates que le compre a le chine (¡viva el lenguaje inclusivo aunque el español perezca!) mirando un episodio de Vera, la espléndida serie policial inglesa. El único pelo en la sopa es la música que sale como un tsunami del cubil de Juan. Cruzo el parque a pedirle que la baje y vuelvo a atisbar ese sitio inverosímil. La puerta está perennemente abierta y perennemente ha derramado sobre esta parte del planeta su magma sonoro. Sentada en el catre a la derecha, una momia de mujer que me mira fijamente con ojos como de besugo. De espaldas a la puerta, Juan, con sus facciones de indio cinceladas a puro ángulo recto, sentado también inmóvil frente a la pantalla de plasma. Apenas queda espacio para un par de cachivaches y la cocina. Pero el chamameceo infernal no proviene de la tele, sino de unos parlantes que no llego a divisar. Juan accede sin rencor a menguar el torrente de decibeles y yo regreso a la ahora sí paz absoluta.

            Son las diez y media. La serie acaba de acabar y yo termino de terminar estas pamplinas. Mañana comienza la cuenta regresiva.

Lunes 25

A las seis estoy despierto, aseándome, desayunando mi sánguche y verificando mi correo, sabedor de que me va a entrar una somnolencia complementaria, que ya tengo encima y resisto para teclear estas pamplinas y anotar una de tantas boberías del Diccionario de la Lengua de la RAE: cinegético = relativo a la cinegética; cinegética = cinegético. En fin…

            Salgo finalmente a las diez y centavos. Tengo unos 350 km, vale decir, cuatro horas de ruta. El paisaje vuelve a ser plano y verde, con algunos árboles amontonados aquí o allá, y la carretera vuelve a estar casi desierta. Paso por varios pueblos con mucha gente en la calle. No sé exactamente dónde, pero es obvio que estamos en pagos del gauchito Gil, porque todos los chiringuitos que bordean la calzada venden baratijas relacionadas con él y hay más banderas rojas que en un Primero de Mayo en la Moscú soviética. (porque, por alguna razón ajena, lástima, al marxismo, todas las capillitas dedicadas al santo cuatrero están ornadas de banderas bermejas. Hasta llegar a Curuzú Cuatiá me habrán parado unas cuatro o cinco veces para preguntarme de dónde vengo y adónde voy, y para tomarme la temperatura. A la entrada de

CURUZÚ CUATIÁ

me ordenan hacerme una nueva prueba, porque la de Empedrado ya es obsoleta. Tengo que esperar en la puerta de la escuela habilitada ad hoc a que llegue la médica que, por suerte, me da el alta.

            El hotel Continental ha sido un edificio colonial, según lo atestiguan el patio en torno del cual se distribuyen los cuartos y el aljibe central, pero de cuya arquitectura original no queda un solo ladrillo. Me doy una ducha, me organizo, duermo una siestita y, en general, pierdo tiempo hasta que pase el bochorno de los 33 grados (¡aunque parece que he venido al norte a salvarme de la canícula porteña!). Para cuando me voy a dar mi paseo ya la tarde se ha puesto balsámica. Bajo por la calle del hotel y, cuando perime el asfalto, cómo no, vislumbro la inconfundible arquitectura ferroviaria de la estación, que está ocupada a rabiar, con ropa tendida casi a todo lo largo del alero. La vía, eso sí, ha de estar en servicio, porque está razonablemente pulida (dentro de un rato voy a descubrir, además, una barrera en uso). Fuera de la estación propiamente dicha, no queda nada que rememore el ferrocarril. Del otro lado de las vías, como era de esperar, se acaba el asfalto y comienza la pobreza. Vuelvo al centro por un bulevar que desemboca en la plaza principal y tiene un monumento algo berreta a los combatientes de Malvinas: unas piedras cubiertas de pintura blanca que simula nieve sirven de pedestal a un soldado que cae en una pose parecida a la del miliciano español magistralmente fotografiado por Robert Kappa.

            ¡Insólitamente, en torno a la plaza no hay un solo café! Pregunto a una chica y me dice que hay uno cerca de la terminal de ómnibus. Doy vueltas y vueltas admirando los muchos edificios decimonónicos, todos de inconfundible alcurnia itálica, pero nada. Finalmente me indican Piacere, a unas pocas cuadras. Ahí sí, por fin, me zampo mi protocolar primera birra. En eso estoy cuando me llama Xoch, quien me pregunta, Ante todo, cómo estás (¡así, con ese!), Muy bien; me llamás para pedirme plata, No exactamente, ¿O sea?, Me saqué los bráckets (es decir, los frenillos, ¡o sea, que ya no tengo hija zezioza!), pero lo pagué con la tarjeta de Vale, Ajá, Pero Vale tiene que sacarse una muela y sale dos mil pesos mexicanos, ¿Y tu hermana no tiene seguro médico?, Sí, pero aquí los seguros no cubren dentista, Ajá, Y el dinero que mandaste se está acabando, Bueno, cuando llegue al hotel, les giro, y si la ves a tu hermana, mandale saludos. Menos mal que no me llamaba exactamente para manguar; si no, vaya uno a saber cuánto me habría costado.

La calle de Piacere, enresulta, es la más principal y sobre ella hay, las cosas como son, varios cafés más, y los hay, además en otras calles. Sigo yirando a medida que la luz se torna crepuscular, cargo nafta y, al cabo de otro par de horas, retorno a Piacere a cenar una bondiola de cerdo al plato. En mi inocencia, pido, nomás, eso: una bondiola al plato con papas fritas. Como no hay vino en botellita o por vaso, he de conformarme con una cerveza, que, como la de esta tarde, está gloriosamente gélida. Y entonces llega la bondiola, a saber: un plato casi tan amplio como un viejo long play en el que se disputan cada milímetro cuadrado, apiladas, varias hojas de lechuga, varias rodajas de tomate, varias lonjas de bondiola, dos o tres fetas de jamón cocido bañado en queso fundido y, a horcajadas del jamón, un huevo frito. Y después vienen las papas. Es, desde luego, una barbaridad, pero está tan deliciosa que me degluto hasta la última semillita del tomate y la última papa frita. Pensaba tomarme un helado de postre… y, en realidad, lo sigo pensando, solo que ya estoy en pelotas tecleando estas pamplinas.

Pero sucede que no tengo vaso y la administración está clausurada, de suerte que decido salir a comprarme un jugo de naranja y, yaquestamos, el susodicho helado. Que compro en una heladería de lo más pipí cucú y que resulta sabrosísimo, pero el cucurucho con una bola de sambayón y otra de chocolate con pasa y rhum es tan abundante que termino desechando la mitad… ¡Yo! No hay caso; me estoy poniendo viejo, nomás.

Doy una postrera vuelta nocturna que me lleva a lo que parece el Vincennes de la ciudad y que me prometo atisbar mañana antes de partir. Bueno, ahora sí estoy en casa, a las cero diez de la noche o la mañana, según.

Martes 26

Me desvelo como a las tres y miro por iutiub una encantadora serie policial inglesa que no conocía: Rosemary and Thyme. El episodio transcurre en pleno verano en la Costa Azul y, en efecto, me entra una dulce nostalgia de un café y un croissant o un pain-au-chocolat sentado en el mercado de Niza. Me duermo nuevamente a las cinco, aunque, pese a que he puesto la alarma a las nueve y media, me despierta a las ocho la metralla de la lluvia. Nada. Ya dormiré mi siesta napoleónica en una banquina (lástima, pero, el paisaje mojado entrevisto a través del diluvio, bien que sería la primera vez en casi veinte días, de modo que calavera no chilla). Empaco mi magra hacienda y, antes de afrontar el ceño de la mar tonante (¡salud, viejo Leopoldo Marechal!), me siento a teclear estas pamplinas (que habré cerrado sin guardar, menos mal que estaban hechas un bollito en la papelera de reciclaje).

            Diluvia a lo universal. En las bocacalles el Fiat hunde la trompa en el agua como un acorazado su proa en mar picada. Cumplo con mi promesa de junar el Rosedal curucense, que es un bosque de lo más agradable y que, lo que son las cosas, queda camino de la carretera, que, por suerte, está prácticamente desierta. Primero no supero los ochenta por hora, pero luego puedo subir a cien sin riesgo. El único momento de zozobra es cuando viene el violento escupitajo que lanzan los camiones al cruzarse. El fragor d la lluvia, lástima, compite deslealmente con la sinfonía Oxford de Haydn, la maravilla que precede sus doce postreras londinenses. Concordia queda a doscientos kilómetros y no tengo apuro. El paisaje (hasta donde puede vislumbrarse) ha pasado de pampeano pelado a boscoso. De a ratos la tormenta arrecia y casi no veo la carretera. Ahí no hay más remedio que aflojar y buscar otro auto o un camión lazarillo. Pero, por suerte, los ataques de histeria pluvial no duran demasiado. Lo que me molesta es un leve si persistente dolor de hombro, producto seguramente de una mala posición o un golpe de aire, como el de San Antonio de los Cobres. Como digo, no es fuerte, pero sí sumamente molesto. Tengo el Tafirol en la maleta y bajar del coche, abrir el baúl y entrar a hurgar en ella va a ser un calvario, así que me aguanto hasta una estación de servicio. Van a ser casi tres cuartos de hora, pero el alivio es inmediato. La lluvia cas ha cesado y aprovecho para hacer un alto para comprar delicias regionales (mamón, higos y naranjas en almíbar, alfajores de arándanos, dulce de leche y frutas y dulce de leche tout court). Puede que pueda disfrutar de Concordia, después de todo. Porciertamente, la pipa que encendí al encarar la carretera me ha durado una hora y cuarto, todo un récord.

            ¡Las pelotas! A poco de retomar el rumbo entra a diluviar con más saña aún. Me ha entrado sueño y busco la entrada a una estancia para echarme una siestita de espaldas a la tranquera, La lluvia deviene amiga y me arrulla con su tableteo. Ya repuesto, continúo para salvar los treinta kilómetros que restan. Ingreso en

CONCORDIA

en medio del tsunami vertical por un acceso en mal estado que atraviesa barrios peor entrazados. Ya me estoy desilusionando de mis ilusiones cuando, ¡zas!, la gallega me instruye tomar Urquiza y de pronto comprendo que estoy en una de las ciudades más bellas de la Argentina. Las casas italianas (Concordia data de 1830) se suceden compitiendo a ver cuál gana. Es como si hubieran comprimido a Santa Fe con Rosario con Curuzú Cuatiá con Salta y el resultado fuera un concentrado de delicias arquitectónicas.

            Dejos las cosas en el hotel (el más pior después del de Salta, con baño comunal pero con puerta que sí cierra) y salgo a almorzar mi primer pescado de río. Como no hace demasiado calor, me he puesto la campera con capucha que me ahorra el incordio del paraguas. Estoy a cuatro cuadras de la Plaza de la Catedral. La lluvia es casi un recuerdo, pero como sigue vivo, voy en auto. Los edificios aledaños a la plaza son magníficos, incluida una incongrua Municipalidad en estilo netamente mussoliniano. Me como una boga la horno con papas fritas y sigo con mi paseo, que, como no podía ser de otro modo, me lleva a la estación, un edificio para variar portentoso y para variar en derrota, aunque en las vías se alinean interminables recuas de vagones de carga. El nomenclador reza Concordia Central, lo que lleva a sospechar que hay al menos otra Concordia más. En efecto, un pibe que toma mate en el andén me explica que es la que ahora funge de Centro de Convenciones. Para allí voy y logro entrar por el otrora patio de maniobras y retroceder unos trescientos metros entre galpones supongo que ocupados y un par de vagones toda herrumbre (más uno que es a la flora lo que los pecios a los corales, cubierto que está de yuyos que le surgen de todas partes). De la estación quedan los dos últimos tramos de vía entre sendos andenes protegidos por sendas pérgolas. Al término de uno de ellos duerme o agoniza un vagón de los que creo que fueron herederos de los tranvías Lacroze, supuestamente Bar Temático y Literario y efectivamente cerrado. Para ver el edificio de la estación tengo que desandar el patio de maniobras, pegar la vuelta y entrar por la entrada. Es, también, un edificio fascistoide, todo ángulos rectos.

            Ha salido el sol y se ve que con ganas de joder. De regreso al centro paso por el inconcebible, el magnífico, el que ni en Recoleta palacio Arruabarrena. Una maravilla que anonadaría al mismísimo palacio Ortiz Basualdo que tanto le gustó al Príncipe de Gales y hoy alberga la Embajada de Francia. En él funciona el Museo Histórico Regional, pero está previsiblemente cerrado, igual que el judío. Y ahora a la Costanera, que es un paseo bellísimo con un hermoso parque de un lado y la suave barranca que, playa de arena por medio, se desliza bajo el río. Del otro lado, que casi se puede tocar, el Uruguay.

            Me he ido deteniendo cada cien o doscientos metros a fotografiar maravillas y casi llega un momento de exasperación. ¡No me jodan más que ya estoy harto de tener que bajarme a cada rato! Pero, como llevo encendida la pipa, resuelvo pasear hasta que se extinga, cosa que sucede en torno de las seis de la tarde. Vuelvo al hotel darme una ducha que me despegotee el sudor y a seleccionar y editar las fotos e ir completando mis pamplinas. Entre una cosa y otra, se hacen las nueve y media y, aunque no tengo nada de nada de hambre, salgo a cenar otro pescado. Lo pagaré caro. No en contante, que es una birria, sino porque no lo puedo terminar y ahora, cinco de la mañana que son, sigo repitiéndolo.

Miércoles 27

He pasado una noche de los mil demonios y sé que voy a tener que mandarme una siesta pronto. Parto para Salto Grande, sin demasiadas esperanzas de que me dejen entrar a ver la represa. En efecto, niporputas. De camino, me mando mi siesta. No he desayunado, de forma que me reservo la pipa. Entrando a la ruta, por fin me tomo un feca con lunas y ahí sí, la pipa. ¡Que me va a durar una hora y cinco! El paisaje es agradable, como siempre totalmente verde y, cada tanto, muy arbolado. Hay más tránsito que otras veces, pero nada del otro mundo, y la autopista está perfecta. Llego a

CONCEPCIÓN DEL URUGUAY

Concepción como al mediodía. El hotel está lo más bien, pero hace un calor insoportable. Por primera vez desde que salí no tengo nada, pero nada de ganas de pasear y sacar fotos. Me duermo una siesta hasta las dos y salgo a dar vueltas con el Fiat. La ciudad es como la recuerdo, en el estilo de Santa Fe o Concordia, construcciones itálicas nutridas y bien conservadas. Enfilo para la estación. Es un edificio hermoso y en bastante buen estado. Por el patio de maniobras de distribuyen cinco vaporeras desdentadas de bielas, y hay otra abandonada en el taller. La caminata es supliciante: siento que el sol se me clava como un puñal. Para no desperdiciar la salida me voy a la Costanera, que recuerdo hermosa. Lo es. Pero a gatas si atino a comprarme una Coca que beberé en el auto. Algo anda mal, estoy demasiado cansado. Regreso al hotel a esperar que se hagan las seis.

            A esa hora vuelvo a salir y ahora sí, recorro las calles con mayor entusiasmo, pero no me siento del todo bien. A las siete y centavos me siento en un bar frente a la plaza y me pido una limonada (!) y una pizza (!) que no es tan espantosa como la de la otra Concepción, pero sale cómodamente segunda. No la termino. A las ocho y media, tal vez antes, me desplomo sobre la cama. Ojalá pueda despertarme bien temprano para pasear antes de que estalle el sol.

            Ha sido, francamente, un anticlímax. Acaso porque ya me fui, y el cuerpo, para variar, se queda atrás medio huérfano.

Jueves 28

Me despierto a las cuatro. Todavía es de noche, de suerte que me pongo a teclear estas pamplinas que sé totalmente indignas de las precedentes. No hay nada que hacer: me he secado.

            ¡Pues vea usté que no! Porque salgo a caminar y caminar y fotografiar y fotografiar maravillas con el mismo deleite de siempre. Se conoce que ayer no fue mi día, una especie menstruación existencial secuela del puto dorado de la cena en Concordia. A las siete volví al hotel, chapé el Fiat y me mandé pa’ la costanera, que estaba cerrada, y aproveché, entonces, para dar vueltas y vueltas admirando la entrañable arquitectura. Entre la cual me sorprendió una casa de tres pisos estilo entre racionalista, Bauhaus y Lego, de lo más original y todavía no puedo decidir si bella, y un edificio como de treinta pisos de paredes cubiertas íntegramente por una especie de placa lisa color ocre y ventanas relativamente pequeñas que tapan los balcones y que recordaban los laterales del crucero en que viajamos Xoch y yo el año pasado y la escalera de servicio en la esquina, al aire libre, medio a lo Le Corbusier o Myes van der Rohe. Original, la erección, y tal vez apta en Puerto Madero o Catalinas Norte, pero en Concepción le queda como un sobre todo militar tres talles más grandes a una adolescente en bikini. Pero lo que más me conmovió fue una placa (parece que varias veces vandalizada) que recuerda, con nombre y apellido, a los desaparecidos de la ciudad. Y vuelvo a clamar entre mí. ¡NUNCA MÁS, HIJOS DE REMIL PUTAS; NUNCA MÁS!

            Ahora acabo de desayunar. Termino de teclear estas pamplinas, me duermo una siestita complementaria y ¡en marcha!

            Voy lo más campante por la autopista, esta vez razonablemente cargada de camiones, cuando los paneles me advierten de la salida a Gualeguay. Como no son ni las once, para allí me mando, a ver. A todo esto, el celaje se ha puesto bruno y han caído, con mayor o menor convencimiento, algunas gotas. Bueno es, porque no va a hacer tanto calor. Unos cien kilómetros y una pipa por una ruta provincial nuevamente impecable me dejan, entonces, en

GUALEGUAY

Que comienza, como Concordia y Concepción, poco auspiciosamente. Dejo que la nariz me conduzca y, cuando por fin me detengo en una esquina sin más pretensiones que un par de edificios allitaliana, una señora me confirma que estoy en el epicentro mero del pueblo, pero que polo climático queda a un par de cuadras, donde la peatonal desemboca en la plaza. Dejo el Fiat amarrado al palenque y entro a caminar. ¡Menos mal que me desvié! Porque Gualeguay es una ciudad tan bella como Concordia o Concepción, si claramente de menor monta. Las construcciones de pro se suceden casi sin solución de continuidad de cuadra en cuadra. La plaza San Martín es la más hermosa de las tres ciudades que me he regalado en Entre Ríos, sin edificios incongruos que vengan a mellar la pureza arquitectónica. El palacio que fue de la gobernación o algo por el estilo, y ahora se de LT38, Radio Gualeguay, ocupa toda una cuadra y recuerda el de Urquiza en San José, con una torre de catedral en el medio. Como en Concordia y Concepción, hay un nutrido bouquet edificios majestuosos, como el antiguo Banco de Italia, o la Biblioteca Popular “El Porvenir”, y casas particulares de enjundia y, si no, la entrañable seguidilla de fachadas de entre que llegó el aluvión inmigratorio y la belle époque. Como Santa Fe, Entre Ríos es tierra de gringos y, salvo el monumental Palacio Arruabarrena, no hay mansiones oligárquicas. Esta tierra, al cabo, fue básicamente colonizada en serio. Estos son los descendientes de los chacareros que pegaron el Grito de Alcorta (lástima que tantos se hayan olvidado). Me siento a tomarme un café con medias lunas y a editar y seleccionar fotos cuando comienza a lloviznar. Es hora, me digo, de mandarme mudar. Me equivoco, pero, porque ya en la ruta caigo en que he cometido el sacrilegio imperdonable de no visitar la estación. En fin. Otra vez será.

            Y ahora sí, Buenos Aires… Prácticamente, porque levanto a una señora que va Zárate y, COVID gratias, se ha quedado sin ómnibus. La dejo exactamente donde va y, ahora sí ahora sí, a casa.

Justo es admitirlo: ha sido un viaje deputamadre.

CRÓNICAS MORAVOBOHEMIATÓMICAS

March 1st, 2021

31 de marzo a 12 de abril de 2018

Pródromo eutereovindobónico

viernes 23 a 31 de marzo

Que Vale se regresó a Monterrey el 6 y que me quedé por fin solo. Que me diagnosticaron una posible apnea y vino un técnico del Nosocomio Tudesco y me colocó una especie de contador Geiger y me sembró sensores por toda la anatomía a ver. Que sí, que nomás tenía apnea pero moderada y hube de comprarme un inhalador, un humidificador, una manguera y una máscara que serán de ahora en adelante fieles compañeros de mis noches. Que ando durmiendo con un protector porque parece que de puro ansioso vivo desgastando la dentadura, lo cual complementa armoniosamente la máscara antigás. Qué en no teniendo nada mejor que hacer y aprovechando que el bulo quedaba desocupado a partir del 23 y hasta junio resolví venirme a Viena al cabo -¡por primera vez!- de trece meses de ausencia. Que me saqué un pasaje de ida con mis millas (total, siempre podría improvisar mi retorno de Ítaca a mis anchas). Que me preguntaba cómo sería volver sin nadie que esperase mi retorno. Que pensé que sería una pena pasarme la primavera toda ella en Viena. Que decidí primero irme a Londres y entonces que por qué no alquilar un auto y cumplir mi antiguo sueño de recorrer íntegra Gales. Que reservé un coche para la última semana de abril. Que me pregunté y qué hago todo el primer mes. Que se me ocurrió alquilar otro vehículo y darme una vuelta contrarreloj por Bohemia. Que eso hice. Y que por fin decolé el sábado 23 cargado de interrogantes y nostalgias.

Es viernes 30 de madrugada y miro y escucho La Gazzeta, de Rossini (me pregunto si este gordo comilón llegó a estar alguna vez de mal humor: ¡qué pasmoso contraste con la bruma espesa y sempiterna de un Sibelius!). Llegué cuando el sol se marchaba y pude recorrer esas cuatro cuadras desde la parada del bus a casa haciendo cuentas de cuántas veces me había tocado dar esos mismos pasos halado por la pipa y arrastrando las maletas. Pablo, el colega que, sin saberlo, me desplazó de la OSCE (la nueva jefa no contrata sudacas), me cambió la distribución de los muebles. La idea no ha sido mala, pero me arruinó la emoción de rencontrarme con los recuerdos intactos. Para colmo, el dpto., lástima, estaba un tanto a la miseria y atestado de la hacienda que, ahora que Pablo pernocta aquí con su novia, le daba aires de mercado persa. Casi literalmente, porque Pablo ha vivido años en Turquía y se nota, sobre todo en la alacena desbordante de vituallas exóticas. La cosa es que pasé las primeras horas tratando de tornar nuevamente habitable el habitáculo, lo que me distrajo, lástima otra vez, de la melancólica delicia de volver con la frente marchita. Traía la agenda abultada: buscar el DNI en el Consulado, encargar nuevas lentes, recuperar el PIN de mi tarjeta de débito, organizar la montaña de paquetes que vinieron llegando (cosas de ferromodelista que me han pedido los amigos y clientes), revisar el rimero de correspondencia, comprarme un rompevientos en sustitución del que no pude encontrar en casa y seguro que se me quedó en Monterrey, imprimir los vouchers de mi viaje, ir a la oficina de Visa a encargar una nueva para mí y para Valeria, visitar a mi sucesor en la ONU a ver si por ahí me contrata alguna otra vez (ilusiones, me temo, del viejo y de la vieja), aprovisionarme para la semana, recoger del correo los paquetes que allí aguardaban, comprarme un cicatrizante para la puta lastimadura que me quedó de mi tropezón del miércoles frente a la Embajada de Francia (¡uno, al cabo, no se rompe la crisma en cualquier sitio!) y otros menesteres pedestres que me llenaron la semana. Me esperaban varias novedades: el U1 ha estrenado a mis espaldas cinco estaciones nuevas, la Embajada y el Consulado se han mudado a edificios contiguos en la Guttenbergplatz, el Spar que remplaza a mi Coto de México y Pichincha se ha modernizado y perdido aquella como inocencia barrial, de la ONU han terminado de desaparecer los rostros conocidos. Que, en suma, me han cambiado el pasado (la rima me irrita, pero no encuentro sinónimos de la primera conjugación).

En otro orden -es un decir- de cosas, ha fenecido el microondas, hay una filtración en el grifo de la cocina y las cortinas del baño no dan más, y, cual si no bastare, Vale me cuenta que a Xoch le han robado de un probador láptop y telefonino; ¡pobre, cómo debe de haber gemido! Y que andan engripadas las tres, o sea, Nadia incluida, (Porciertamente, desde ayer que no abre mis mensajes y no sé cómo han evolucionado las respectivas convalecencias. La comunicación con Xoch está suspendida, claro, pero la con Vale no termina de prosperar… en fin).

El lunes fui en busca de un cable a la tienda de UPC en Favoritenstrasse, adonde hacía añares que no iba y me la encontré peatonizada, con su lamentable arquitectura de post guerra y los tres o cuatro edificios de antes que las bombas omitieron derruir (nadie es perfecto). De ahí al BankAustria a ver de recuperar mi PIN y sacar morlacos para la semana. El martes, entre el hijo de mi conserje Mara y un amigo pudieron reparar la filtración. El miércoles me mandé nomás para la ONU con entusiasmo más que menguado (me encantaría no tener que volver… ¡Pensar lo feliz que fui esos casi quince años!), me fui tras la pipa hasta Kagran en pos de rompevientos y cortinas e invité a cenar a Heide a Da Angelo (una mozzarella caprese para Heide, una orata y un branzino de antología compartidos miti-miti con mezzo di bianco della casa, una panna cotta para mí y due lemoncelli colofonaticios). El viernes me habría correspondido otra vez dir a UPC a devolver el módem de antaño, salvo que no puedo encontrar niporputas el transformador que no puede haberse movido de estos trienta metros cuadrados. En cambio, resulta que el PIN no llegó y hube de dir al banco a sacar más guita porsiputas. En el buzón sí había, las cosas como son, un aviso de paquete que he de recobrar en el correo después de las cinco en punto de la tarde. Entretanto, dos cargas de ropa para dejar o llevar todo pulido y empacar minimalístimamente… bueno, todo lo minimalístimamente que me permite el inhalador y su adjunta parafernalia.

Y ahura, el turno de la nostalgia: Amarcord mi primavera inicial de 1992, era abril y tuve una cita con Christiane, una zairota apenas emergida de la pubertad, que esa tarde se vino (en ambos sentidos) conmigo a y en casa y después nunca más me dio bola. Estrenaba apenas mi Peugeot 309 en el que poco más tarde realicé mi primer safari a Trieste, dando vueltas y vueltas por los Abruzos. En Trieste di mis primeras clases. Siguieron Bath, Leeds, Manchester y Londres, Vic (¡inolvidable Pepi!), Barcelona, Madrid, Granada (¡qué habrá sido de tu vida, Cruzma!) y Salamanca, Mons y Bruselas, Ginebra y Zurich, Forlì, París, San Petersburgo, Pretoria, La Habana (¡oximorónica Nieves, Lidia toda fuego!), Kingston, Panamá, San José de Costa Rica, Santiago de Chile, Buenos Aires, Monterrey, Montreal… Y los congresos de Las Palmas, Aarus, Monte Verità, Estocolmo, Amberes, Praga, Bratislava (¡hiperbórea Ritva!), Melbourne… Misiones desde Londres hasta Bangkok, de Oslo a Asunción, la insolente opulencia de Qatar, los maltrechos mendigos de Addis Abeba, el África estereotípica de Nairobi (¡oh, formidable talladura en ébano de Jessica!)… Los veranos en Ginebra… Entretanto vinieron, salpicadas de aventuras entrañables, la dulce Eva (filipina toda ella), la despampanante Turca, la ígnea China y finalmente Nadia, entonces la Chapu, con su luego nuestra Vale. Y, ya en Buenos Aires, cinco años de matrimonio perfecto (así lo recuerdo y no lo quiero enmendar), premiado inopinadamente por la Porcinetta. En suma, los mejores años de mi vida. Sobrevinieron, es cierto, diez años de felicidad mellada (mellada, pero cierta) acribillados de escapadas a Europa y otros pagos de pro.

Ahora empieza el resto, mis últimas andadas mientras me dé el cuero biológico y crematístico, y el paseo cada vez más frecuente por tantos recuerdos maravillosos. No me quejo. Como Neruda, puedo confesar que he vivido (una confesión que es más bien una proclama). No quisiera volver atrás, y eso es bueno, porque puedo saborear esta sobremesa ahíto y agradecido. Solo nuevamente, como siempre me ha gustado. Mañana comienza a cerrarse un nuevo círculo, empero: otra vez, como cuando llegué nuevamente solo, el periplo solitario al volante por sitios de ensueño. Y antes, mi primer gran amor (¡la belleza formidable de Nora!). Y Moscú (¡asombrosa voracidad de Ira, el amor absoluto de Susi!), Siberia sorprendente y mis periplos indigentes por Europa. El primer retorno de Ulises. El Chile de Chicho y aquel pueblo entusiasmado. Mi encuentro con la Patagonia y mi matrimonio inaugural con Ana. Y luego Nueva York (¡las eshesh pastosas de Patricia, las avellanas de ónix de Zita, la lúbrica simbiosis con Blanca, la bondad infinita y ardiente de Martha, mi segunda intentona nupcial con la insaciable Michulina!) y, ahora por fin, las múltiples recorridas sin apremios de bolsillo. ¿Cuántas vueltas más le quedan a esta espiral formidable? El tiempo dirá, lástima -¡otra vez!- que seguramente pronto. Sigo sin quejarme: como todos, terminaré callando para siempre, pero ¡cuánto que habré cantado!

Aun así, ¡ojo! La depre tiene que estar al acecho. Han pasado demasiadas cosas hace demasiado poco. Prematuro de toda prematurez cantar victoria.

sábado 31

Me desvelé como a las dos o tres de la mattina y me puse a escribir las pamplinas de arriba. A las nueve andaba ya camino del U1. Desciendo en la flamante estación Aldlaustrasse y, no sin dar un par de vueltas de perrito sin dueño, termino en el 67A que me lleva a hasta Traviatagasse por la Richard-Strauss Strasse (¡estamos o no en Viena, carajo!). En Global Rent-a-Car me dan mi albo Skoda y el Señor ilumina mi mente y pago los 20 euros diarios adicionales para tener cobertura total. Vuelvo a casa por un tramo de autopista que la última vez que subí a un auto en Viena no existía, me meto en un túnel estrenado hace poco y termino en mi ribera del Canal a dos o tres kilómetros de casa. ¡Como la Argentina, este país se va para arriba! Encuentro un hueco para estacionarme prácticamente frente a mi puerta, cargo mochila con bolsa de dormir y ropa para más adelante, valijita para todos los días, mochilita con la compu y estuchón con el marcapasos pneumático. Salgo hacia Brno pasando por lugares de antaño. Subo por la Lasallestrasse hasta el puente que, a medida que lo subía, iba dejando ver el complejo de la ONU y, para mi sorpresa, no pude recuperar la emoción de no haberlo hecho en trece años. Si pudiera, no volvería nunca más. Fui tremendamente feliz aquí. Cada vez que veía surgir estos edificios grises daba gracias al Demiurgo por tamaña fortuna. Gracias una vez más, pero, ahora, a otra cosa

Ojo. Sé que ando en tres cilindros; que, con todo y las gracias retroactivas al Demiurgo, llevo la larva de la depre haciendo de las suyas. He de manejar con cuidado, porque con mi inconsciente nunca se sabe.

Cambio cien euros en la frontera a sabiendas de la estafa y me adentro en Moravia. El paisaje es anodino, chato, agrisado por un cielo de pocos amigos, de árboles escasos y desnudos y prados de un gris descolorido. Llego a Brno y, ya de entrada, distingo la catedral encaramada en su loma presidiendo la ciudad vieja. Estaciono ahicito nomás, a una cuadra mero del mero centro. Salgo a una calle peatonal bordeada de esos edificios de principios del s. XX, tan típicos de estos pagos y tan diferentes de los de Viena, abundantemente ornados, pero, se me hace, sin mayor gracia, como viejas paquetas… edificios solterones, se me ocurre. A poco llego a la Plaza Mayor (Masarykna), ella sí barroca de veras o de gótico revestido, como todas las ciudades del Imperio, tan idénticas de Serbia a Polonia y de Rumania a la frontera con Suiza. La plaza me recuerda enormemente a la del mercado de Varsovia. Los mismo puestos de morfi o artesanías, la misma multitud dominguera, los mismos autos como temerosos de hacer ruido… Pero hay algo que no termina de cuajar. Esta gente no parece feliz. Contenta, tal vez; pero no feliz. No hay casi alboroto. Los dos o tres críos que se hacen oír pronto aprenderán a callarse. Tampoco hay negros (bueno, tres o cuatro) u otros perceptiblemente extracomunitarios como en cambio tanto abundan en el resto de la Europa tradicionalmente primomondesca. Fuera de esta plaza, no hay un alma. A todo esto, tengo los pies helados y mejor regreso al Skoda a calzarme las medias de montaña. Luego subo hacia la Catedral por una calle amplia pero desierta. Acuclillada en un zaguán, una muchacha en actitud de aparente súplica. Pero no: está enviando un SMS. Ahora caigo en que no he visto un solo mendigo. Los dos balconcitos que fungen de observatorio de la torre quedan a 135 escalones sobre el nivel del pavimento. Los trepo con menor esfuerzo del temido. Al este (creo, y, si no, al norte o al oeste o puede que al sur) la ciudad se despliega adormentada con sus techos de tejas. A lo lejos, otra loma y, encima, lo que parece un convento con una torre como un meñique rasgando apenas el cielo de plomo. Del otro lado de la Catedral, el Parque Denis, diz que el primero oficialmente parque de Moravia y Bohemia. Detrás, el único edificio con balcones que haya visto de esa época en toda Europa, al menos que recuerde… puede que en Praga. El parque da sobre la parte moderna. Abajo, a la izquierda, la estación a la que debería ir por lealtad ferroviaria, pero me da pereza. Los trenes, por cierto, son albicelestes como los de Randazzo (nuestro ex Ministro de Transporte, pa´ los infiltráus, que renovó todo el parque ferroviario como parte de la pesada herencia del kirchnerismo).

No hay sol. Acaso con Febo y menos frío, la cosa sería otra, pero no termino de sentirme bien. Querría volverme a Viena. No es algo nuevo. Me ha pasado mil veces cada primer día de muchos viajes. Sin ir más lejos la primera vez en Viena, allá por 1982, que casi me muero de la tristeza. O aquella en que llegué de Buenos Aires y me dejé la valijita con compu y pasaporte en el patio de mi edificio y que di por afanada (por suerte, no, vide “Crónicas copenaguadas”). Si, como creo, me conozco, se me va a pasar seguramente hoy mismo. Pero, por el momento, ¡cuidado!

Se me ha acabado la batería del telefonino principal. Regreso al auto en busca del de auxilio, porque en la Masarykna ahora toca, canta y baila un conjunto folklórico juvenil, vestido con los típicos trajes de la zona, tan parecidos de los Urales al Atlántico. La orquesta (violines, acordeón y bajo) toca sin demasiada afinación ni ganas; el coro (una línea de siete u ocho adolescentes) canta casi por compromiso; y los ocho o diez bailarines se aplican poco entusiasmados a una danza con palotes parecida a la igualmente estólida de los Morris Men ingleses. Cada tanto prorrumpen en un “hey!” que parece más una advertencia que un síntoma de alborozo. En Varsovia (vide las cuantiosas crónicas) he visto lo mismo pero con sonrisas.

Al salir con el coche rasgo un auto estacionado. Estaba escrito. Solo había que esperar el momento del zarpazo avieso del inconsciente. El dueño que justo ha aparecido en ese momento se me viene justificadamente al eslavo humo. El daño es escaso, pero se ve que es un Volkswagen de lujo y nuevecito. Es un hombre parecido a Alejandro Dolina. Está con su mujer, una cincuenta largona delgada de melena abundante. No habla más que checo e insiste en llamar a la policía. En vano trato de explicarle que todo lo que tiene que hacer es tomarme los datos. La cana tarda como una hora, pero aparece en una camioneta enorme. Son dos, uno de los cuales, por suerte, chamuya inglés. Sacan fotos, miden daños, recorren distancias con una ruedita atada a un palo, piden documentos, se sientan a teclear en la computadora del auténtico escritorio que es la parte trasera de su camioncito. Tardan, literalmente, una hora, tras la cual nos dan a Dolina y a mí un protocolo en checo. Dolina se marcha, pero a mí me zampan -con toda razón- una multa del equivalente de cuarenta euros. Solo que en coronas y no hay tu tía. Yo tengo mil quinientos en dos billetes, pero no dan cambio y sigue sin haber tu tía. Por suerte, lo consigo en el hotel frente al cual estamos y me quedo con el equivalente de apenas veinte euros en dólares eslavos, sin tarjeta de débito y mañana es domingo.

Eppur, en medio de todo el trámite, empiezo a sentirme recuperado. Como si hubiera pagado -¡literalmente!- el derecho de piso de la depre. (Pero attenti!, que todavía queda hilo en el carretel). Ha oscurecido y ya no tiene sentido atravesar la ciudad para encaramarme a la loma opuesta del convento. Esta noche no tengo reserva porque he querido ver si, como en mis tiempos mozos, puedo dormir en el auto. Pero hace frío y he verificado que, a diferencia de mi Peugeot 309, en este Skoda no hay como tenderse horizontalmente. Tras varias vueltas encuentro la ruta a Olomouc. Es que por estos pagos la señal satelital (ni hablar de wi-fi) es un cibermito: si uno no se mete en un sitio privilegiado, cagó; o sea, que el GPS no se da por aludido… ni el resto de las funciones propiamente telefónicas tipo whatsapp (más tarde me enteraré de que es porque mi obsoleto paquete de Telemobile no incluye el roumin paneuropeo). Son pasadas las siete y es noche cerrada. Resuelvo hacer noche en un motel que encuentro por azar. Otra sorpresa de la depre aceda: no sé cómo, pero mi única tarjeta de crédito europea se ha partido por la mitad… ¡longitudinalmente! Con mi suerte para las desgracias, como la barra magnetizada y el chip están intactos, todavía funciona. La habitación es perfectamente aceptable y ceno un cerdo igualmente digno. Pero no me sirve el enchufe para el respirador artificial. O consigo un adaptador o me lo traje al soberano pedo. Y ahí entro a descubrir otros estragos de la depre: me he dejado en Viena las tarjetas argentinas y el cepillo de dientes. Es que a mí las cosas me gusta hacerlas en grande.

Me doy una ducha y aprovecho para lavar medias y calzoncillo (total, la camisa sirve para otro día). Me despierto a las dos o tres y, sin otra cosa que hacer, me pongo a escribir mis consabidas pamplinas.

Domingo 1o

A las siete ya estoy camino de Olomouc. Ando siempre por el paisaje gris de ayer hasta entrar en la ciudad. Le doy una vuelta. Otra vez una plaza con su feria incipiente y veinte o veinticinco vecinos madrugadores y ateridos, más otra prácticamente contigua y totalmente desierta. Nuevamente la típica arquitectura barroquizada a huevo del Imperio. Me cago literalmente de frío. Encuentro un café milagrosamente abierto (todo está cerrado hasta las diez y son apenas las nueve) donde me zampo un espresso y una tarta de manzana. No parece haber mucho más que mirar y enfilo para Hradek Kralove, adonde llego como al mediodía, siempre bordeado del paisaje mortecino. Vuelvo a cagarme de frío entre edificios barrocos de verdad o mentira, una inesperada recova reminiscente de Berna, una iglesia esmirriada, como si las torres que la flanquean la hubiesen estrujado, y sigo para Trutnov, donde según mi agenda, me toca pernoctar. El paisaje se ha tornado más ameno, o sea, ondulado y, de a ratos, bordeado de árboles. Llego como a las 13:00. Solo que enresulta que mi reserva es para mañana y que, si no regreso a Olomouc, pierdo los cincuenta euros de la esa sí reserva correspondiente, que se me escapó porque la hice por despegar punto com y no como todas las demás por booking ídem. (Ya sé; no me digan nada: otra jugada del inconscio y van…). Calculo que la nafta que voy a gastar para desandar los casi 200 km y rehacerlos mañana no compensa y decido buscar posada por estos lares. Emprendo, pues, el camino real, entre prados mustios y aldeas mudas. Como a los diez o doce kilómetros veo un cartel que anuncia Penzion (así, sin acento) Oaza 500 metros a mi diestra. Llego, y el checo que me recibe me anuncia que restorán como no pero que pensión las pelotas. Todo eso más por señas que por nuestro mutuamente ininteligible alemán. Me invita a dice sentarme y me ofrece una birra, pero como tengo que manejar la cambio por un café que se revelará infecto y que, no obstante, habré de pagar, mientras me organiza alojamiento en una pensión vecina. Me extraña que la señora le haga preguntarme a qué hora pienso picármelas y si pienso cenar. Digo que como a las siete u ocho y que bueno. Salgo. Doy vuelta a la izquierda por una caminito de una mano que sube y baja entre casas petizas hasta el techo a dos aguas y luego gigantescas, porque los techos son desproporcionadamente altos y les dan aspecto de gnomos de gorro descomunal. La señora, una abuela enjuta de nombre Vera, me está aguardando a la puerta. Habla un poco de ruso por un extremo y de alemán por el otro y, en medio, checo puro. Me hace pasar a una salita llena de cachivaches a cuya izquierda se columbra un dormitorio en estado de reciente batalla y a cuya derecha está la cocina que, a su vez, da, ahora hacia la izquierda, a la sala, donde, sentados a la mesa, manducan a) Lad(islav), actor dramático de cincuenta pirulos y pinta, efectivamente, de galán maduro, que masculla alternativamente inglés y ruso, b) su novia e hija de Vera, Ladja, de 25 abriles ella, blonda, jugadora de la selección checa de hockey, judoka y estudiante de arte dramático, que borbotea un inglés ríspido, c) Iván, como de setenta, marido de Vera (que, me entero, es masajista y entrenadora de judo y acarrea setenta pirulos, oséase, dos menos que el infraescricto que no puede creer que haya viejos tan viejos que tengan menos años que él), ferroviario, como su jermu, rusoparlante por resaca del comunismo, d) Kata, sobrina de Vera, unos veintidós años, y e) su novio Jan, que hablan, entre los dos, un cacho de inglés. Me invitan a sentarme y me sirven una montaña de un cerdo delicioso con los más o menos indeglutibles knedliks de papa que por aquí pasan por deliciosos. De postre, un bizcochuelo en forma de cordero. Por lo de la Pascua, me explican. Claro, retruco, al cabo la ostia es el cuerpo de Cristo. Reconfortados en mi reconocimiento y aceptación del canibalismo místico, nos hacemos amigos enseguida y charlamos hasta por los codos, aunque no puedo jurar que haya entendido del todo lo que me decían ni viceversa.

Se han hecho como las 18:00 y anuncio mi intención de subir a mi cuarto que resulta el único para alquilar, ya que los demás están ocupados por la citada familia y sus advenedizos. De camino, Vera me muestra al -cómo decirle- jardín o patio trasero. Se sale de la planta alta y se atraviesa un puente que salva el foso en el que, contra la pared de la ahora sumergida planta baja, se apilan leños de diferente calibre y especie. Del otro lado, un huerto delimitado con estacas que empalan un zapato o una chancleta y nunca sabré por qué, enseres de campo, cosas, cachivaches, trastos… En torno, el paisaje ya es casi de montaña y, a lo lejos, con su tonsura de nieve, la Cherna Gora, es decir, Monte Negro, portadora de la pista de esquí más famosa de Bohemia, que es como decir el edificio más alto de Carmelo. La nuestra parece de estuco blanco, pero la casa vecina es sinceramente de piedra. Ahora caigo que no por nada la escalera que acabo de subir es, ella también, pétrea tipo medieval. Así parecen todas. Todas medio desatendidas, como si a sus habitantes les tuviesen sin cuidado los primores tan caros -digo yo que por suerte- a nuestra clase media urbana. Mi habitación es rústicamente confortable o al revés. Vestíbulo por medio el escusáu y, a su lado, un enorme baño con bañera, ducha y dos lavatorios. Por las dudas, Vera me precave que en la planta baja hay otro. En este piso hay dos dormitorios más y, en medio, otra cocina. ¿Por qué dos cocinas? No me atreví a indagar.

Me dedico a acomodar mis bártulos. Me doy una ducha y aprovecho para lavar camisa, medias y calzones, Me pongo al día con la correspondencia eléctrica, descanso un rato y desciendo a la sala donde Ladja y Kata se afanan en decorar cincuenta huevos de Pascua. Van cayendo Lad, Iván y Jan que me explican que mañana, cumpliendo con sacro ritual campesino, salen temprano a fustigar hembras y que por eso era importante a qué hora pensaba levantarme. No entiendo bien por qué la excursión punitiva, pero solicito prenderme. A eso de las nueve subo ya para apoliyar. Me quedo como un tronco, pero, como era de esperar, me despierto a las seis.

Lunes 2

Vera me ha preparado un desayuno opíparo: varias clases de fiambre, huevos duros, pepinos, tomates y vaya uno a saber cuántas cosas más que continuará trayendo hasta diez minutos después de que le haya dicho que gracias pero que basta y me haya levantado de la mesa para refugiarme en mi cuarto. Pero el músculo de los demás todavía duerme y su ambición descansará hasta las ocho. A esa hora me dan mi fusta (cuatro ramas como de un metro, delgadas y trenzadas para que no se doblen, pero totalmente endebles, con un moño de colofón) y mi cesta tipo Caperucita Roja. La cosa es así, Por alguna razón que se pierde en la bruma de los siglos, el lunes de Pascua los maschios de la aldea deben salir armados, como digo, a fustigar las nalgas de las locales féminas, que tienen obligación de esperar que vaya cayendo el cafisciamen, ofrecer el tafanario y, ya vueltas a dar vuelta, una copita de algo estimulante, alguna vianda y un regalito (con miras a lo cual, aparte de fustas, el malevaje lleva los cestitos). Salimos, pues, en patota, los checos cantando algo así como “déannos slivóvitsa o llamamos a la cana”. Golpeamos la puerta de la primera casa y salen una señora cuarentona y la que parece su madre. Tras recibir los correspondientes azotes, nos ofrecen unas copitas de, efectivamente, slivóvitsa que viene a ser una especie de vodka de guindas, deliciosa, unos canapés y un huevo decorado y un chocolatín a cada uno, como prueba de lo cual anudan a nuestros knuts sendas cintas de colores. La presencia de un compatriota de Borges, Maradona y Messi es pábilo de enorme jolgorio en el que solo participo cual efigie silenciosa. En la segunda casa, una vez más la tradicional tunda y el no menos tradicional piscolabis. Lo mismo en la tercera. Yo ya empiezo a percibir la realidad entre brumas, por lo que me abstengo de seguir bebiendo y, al cabo de dos casas más, comiendo. De camino, como es natural, nos cruzamos con otras pandillas de paisanos en tren de repartir latigazos. En uno de los hogares nos detenemos como veinte minutos a charlar (bueno, los demás) porque parece que son parientes. Al cabo de otros como diez domicilios, nos tocan otros parientes y otra tertulia. Las casas, por cierto, todas poco acogedoras. Nada de pobres, en absoluto, pero de una rusticidad desangelada. A las doce en punto, con las fustas enjaezadas de veinte o veinticinco cintas de otros tantos colores, textura, largo y espesor, regresamos puntualmente, como la tradición exige, a darles de rebencazos a nuestras propias mujeres (las de ellos, bah), que, a su vez, han ofrecido entretanto jovialmente las nalgas a los demás aldeanos y repartido los cincuenta huevos decorados la víspera y, además, deben esperarnos con el almuerzo listo, ¡qué joder! ¡Y pensar que nosotros estamos en tren de proscribir penalmente el piropo!

Almorzamos, pues, el resto del cerdo, pago los 23 euros que me han costado cama y mesa y, como he quedado con mis próximos anfitriones en encontrarnos a la una, salgo de regreso a Trutnov. Los propietarios de la agencia envían una rubiecita de pro a mostrarme el dpto., dejarme las llaves y llevarme a una estación de servicio a cambiar guita porque estoy con veinte coronas, vale decir, ni cinco euros. En la Shell me compro un sánguche de pollo y un litro de jugo de naranja y regreso, ya solo, a instalarme (cuatro pisos por escalera mediante), tras lo cual salgo a chusmear. Trútnov es otra ciudad del Imperio, con un centro hermoso (que tiene asimismo su recova), pero también desierto. Doy un par de vueltas en el coche. Vuelvo a casa y, en vista de que ha salido el sol, resuelvo aprovechar lo que queda de la tarde para marchar, pipa en ristre, a pasear por la ciudad vieja que, como he descubierto, queda a unas ocho cuadras. Son como las cinco y media y, calculo, la plaza se habrá ido llenando de domingueros (bueno, luneros), con, acaso, algún conjunto de música. Las pelotas, pero, aunque, bien mirada, como ahora, la ciudad vieja es una joyita. La pipa y el paseo duran los 55 minutos exactos de la Sinfonía Alpina de Richard Strauss que llevo metida en las orejas. Toda una sincronización que ha de remitir, digo yo que sin falta, a una inteligencia superior que rije los destinos del hombre y quién sabe si no de la mujer.

Subo mis cuatro pisos, me apresto a irme a la cama temprano (no son ni las siete) y descubro que me he dejado el piyama en Polinek (que así se apela el villorrio de donde vengo). Desando lo andado dos veces (es que la primera tomo para el lado de los tomates) y como a las ocho y media caigo en la Penzión Kosonos (¿Cosa Nostra?) como se llama, que, ahora que caigo, había olvidado comentar. Gran recibimiento de hijo pródigo. Vera me da de cenar una soberbia milanesa de pollo con ensalada. Nueva despedida nueva y esta vez sí, a dormir (pero con la tristeza de que vaya uno a saber por qué no han salido ninguna de las de fotos de hoy. Tanto que cuando escriba estas pamplinas tendré que hacer un esfuerzo para recordar cómo era Hradek Kralove).

Martes 3

Desayuno el sánguche y enfilo para Praga. Hace, por fin, un día peronista, y el camino sigue interesante, amablemente ondulado, con árboles cada tanto y las sempiternas viviendas campesinas amontonadas de a diez o doce en pueblos sin demasiado ángel. Tengo reserva en una pensión que, ahora que caigo, queda como a 20 km del centro, en un pago de apelativo Kolodeje. La gallega del GPS vuelve a volverse loca (lo ha hecho varias veces en Buenos Aires y volverá hacerlo durante el resto del viaje) y me lleva a dar vueltas por Bohemia. Finalmente consigo llegar. Estoy en la calle Savojska, en un barrio de chalets tipo Béccar. El número 302 corresponde a una casa como tantas, blanca impecable, que no tiene indicaciones ni carteles ni nada que permita vaticinar que se trata, no más, de la Guest House Savojska. Dejo el Skoda en la calle, abro el portón que cede amablemente, me dirijo a la entrada, que queda al costado y atrás y que también está abierta y penetro en un pequeño vestíbulo cuyo único mobiliario es una mesa ínfima con el libro de visitas abierto. A la izquierda la escalera parece subir a las habitaciones. A la derecha una sala también pequeña, algunos sillones, una mesa con diferentes tipos de té y café instantáneo más un calentador de agua, un escritorio con dos computadoras, mapas, folletos y, sobre el alféizar de la ventana, una colección de autos clásicos de juguete. Me preparo un feca y me siento a esperar. Como a los diez minutos aparece el dueño, un tipo de unos treinta y cinco pirulos, casi esférico, vestido a lo bohemio (¡claro!), de barba medieval, que regresa de pasear un ovejero alemán que parece más bueno que Lassie. Me pide disculpas por la demora, me muestra dónde estacionar (otro portón sin traba), me lleva a mi cuarto, me da la llave (la del cuarto, porque es la única puerta que, si quiero, queda cerrada), se despide y me deja solo en un recinto también blanco impoluto que mengua hacia le ventana con la inclinación del techo. Desensillo y salgo a rencontrarme con Praga.

Son las dos de la tarde. La gallega me lleva dando mil vueltas que luego corroboré necesarias hasta la autopista que, quince kilómetros más tarde, me deposita, pasando el dorso del Museo Nacional, en el parking de la Stazione Termini local. Dejo el coche y, como no podía ser de otro modo, me pongo a explorarla. Entro por la nave del edificio histórico, con su bóveda labrada, que ahora no es más que el pretexto para un café, porque la estación propiamente dicha es una decena de andenes montados sobre un inmenso hormiguero de negocios. Saco fotos de los diferentes modelos de vagones, cochemotores y locomotoras y emprendo mi ruta a la Vaclavske Namesti, esa mezcla de Plaza de Mayo con Nueve de Julio que empieza en el museo y desciende suavemente si acaso un kilómetro a ambos lados de una amplia plazoleta central sembrada de quioscos de toda laya que cesan en un café conformado por dos viejos tranvías. Cruzo Na Prikope, la especie de Florida tras la cual se inaugura la ciudad vieja. Llevo las neuronas atiborradas de recuerdos. Amarcord mi primer viaje, agosto de 1965, con el inolvidable Tito Áverbuj (que cayó en la trampa de un infarto a poco de regresar) y Leonardo; la ciudad oscura y silenciosa oliendo, como toda la entonces Checoslovaquia, a carbón. Amarcord después el verano de 1967, de regreso a Moscú tras mi primer periplo a riguroso dedo hasta París. Amarcord el invierno de 1968 con Nora y mi primer concierto dirigido por el magnífico Sergiu Celibidache, para mí, entonces, un ilustre desconocido. Y mayo de 1992, cuando me encontré pareció que para siempre con la Turca. Y uno o dos años después con la vieja. Y un fin de semana por ahí. Y un congreso de la Sociedad Europea de Traductología. Y diciembre de 2004 con la a la sazón Chapu. Puede que me falte un viaje. Todo pasó entretanto: Nora, la beca de Moscú, Susy, el regreso, mis correrías de docente de ILVEM por Río Gallegos y Tierra del Fuego, mi primer matrimonio con papeles (Ana), Nueva York, mis matrimonios de facto con Patricia y Zita, mis segundos esponsales (con Susana),Viena, Eva, mi último concubinato con la Turca, Ning-hui, la Chapu (en aquel momento) con el premio inesperado de Valeria y mi boda sospecho que final, la vuelta a Buenos Aires, Xóchitl, las deliciosas aventuritas en combo “zin nadie que noz regañe”, la debacle casi inesperada y esta coda o colofón que todavía no sé cómo clasificar… No hay caso: ¡otra que Funes el memorioso! Guarda, fratello, que este tren retrospectivo trae un caboose más que sospechoso y ya has metido una pata grossa. A no reincidir que el horno no anda para bollos.

Apenas atravesado el Rubicón, me adentro en la Stare Mesto, que es la parte de la ciudad que se desparrama apretadamente (vaya con el oxímoron) de este lado del río, achatada por le efigie del Hradcany que se ufana en su loma del otro lado del Puente de Carlos. A mi derecha, el verde calipso del teatro donde Mozart estrenó su Don Giovanni. Voy andando entre casitas barrocas de verdad o mentira (más bien mentira, porque son casi todas medievales remozadas) de pasteles bondadosos e indiferentes a la turbamulta de turistas en enorme proporción rusos. Llego a la plaza del ayuntamiento y me encuentro con que el susodicho está en obras y han tapado con trapos el reloj astronómico y vedado el acceso a la torre, LPQLP. Continúo hacia el Moldava con sus cohortes de sauces llorones. Del otro lado, los techos de tejas van encaramándose camino del castillo (el mentáu Hradcany), cuya iglesia, alta en el cielo, condimenta el par de nubes con su cebolla barroca. El puente de Carlos no soporta un turista más. Lo esquivo, total Mala Strana la tengo reservada para mañana. Se van haciendo las cinco en punto de la tarde y me he dado cita con Silvio, general retirado de la Fuerza Aérea Italiana y ex cuñado de mi compañero de banco del Nacional San Isidro, Osvaldo. Llego al monumento que lleva a la rastra el Museo y me siento a beber mi primera birra en el café Como, terraza del Hotel Jalta, unos cien metros Vaclavske abajo.

Grato rencuentro grato con mi gran y único gomía milico, que descarga su metralla de chismes a cien itálicas sílabas por segundo como un desaforado basso buffo. Hay mucho que contar y comentar. Empezamos con las noticias de Osvaldo y Silvia, su hermana y ex de Silvio, de los hijos de Osvaldo y las hijas de Silvio, de su matrimonio con Mónica, una checa treinta años menor que él, de la situación mundial, de cómo es y cómo era Praga, de cómo conoció a su nueva mujer. Todo caminando entre la ciudad y sus hordas de turistas. Nos tomamos un aperitivo por ahí y luego vamos a cenar a un sitio medio art decó donde se nos junta Mónica, una rubia esbelta y más alta que un granadero (metro ochenta y dos; cuando caminan a la par, Silvio, que es tirando a petizo, parece su bastón). Cenamos un exquisito cerdo con salsa acompañado, claro, por cerveza. Les cuento de mi iniciación en los ritos paganos y me cuentan que, en toda su inocencia, los folcloristas locales pidieron a la UNESCO que declarase el rito de los fustazos parte del Patrimonio Común de la Humanidad a ver si con eso puede sobrevivir unos añitos más y que la UNESCO los sacó cagando. Como a las diez, mis desparejos amigos me acompañan a la estación. La gallega, por suerte, me lleva a casa sin hacer de las suyas.


Miércoles 4

Me levanto temprano acariciado por la luz que entra a cuarenta y cinco grados. A las nueve de la madrugada me llama Silvio, que no tiene nada que hacer hasta las cuatro y que por qué no nos vemos. Nos damos cita en la nave de la Termini y enfilamos para la plaza de Carlos, donde está la iglesia ortodoxa rusa, en la cual hallaron cobijo y muerte los siete checoslovacos que asesinaron a Reinhard Heydrich, el Carnicero de Praga, uno de los criminales más infames de la infame y numerosa caterva hitleriana, en junio de 1942. Pero demos la palabra, haciendo caso omiso de su grotesco castellano, a la Güiquipedia:

“Operación Antropoide

Durante la Segunda Guerra Mundial, la Operación Antropoide consistió en el atentado contra el más poderoso y temido de los jerarcas nazis, el Obergruppenfürer (Teniente General) Reinhard Heydrich, Jefe de la RSHA, Protector de Bohemia y Moravia y uno de los artífices de la solución final. En el año 1941, la situación para los aliados era crítica. El mismo año, Heydrich fue enviado por Himmler el a Praga. De este modo, Himmler alejaba momentáneamente a quien le hacía sombra ante Hitler y asimismo este último enviaba a la capital checa a uno de los más competentes y temidos de la cúpula de las temibles SS. Heydrich asumió como Reichsprotektor en septiembre de 194, se puso desde el primer día manos a la obra, decretó la ley marcial, detuvo a numerosos intelectuales y los ejecutó, e incluso arrestó al Primer Ministro Alois Elias, miembro del gobierno títere checo impuesto por los propios alemanes y fusilado el 19 de junio de 1942. El total de ejecutados alcanzó la cifra de 550, lo que le valió los apodos de El carnicero de Praga o La bestia rubia. Su gestión diezmó la resistencia checa, responsable de diversos sabotajes, y aumentó la fabricación de material militar. Luego aplicó la política del “palo y la zanahoria” aumentando los beneficios laborales pero a su vez imponiendo una mano dura en el gobierno. El aparente estado de bonanza a económica logrado en el Protectorado despertó cierto grado de filiación en la población checa hacia el nazismo. Se hacía necesario mantener la resistencia en las tierras checas. Para mostrar a los Aliados que los checos también eran amigos, el presidente checo, exiliado en el Reino Unido, Edvard Benes, aceptó un plan de Churchill para desestabilizar el régimen nazi en Checoslovaquia, ya que la sumisión de Checoslovaquia podría ser imitada por otros países y así acabar indirectamente con la resistencia y fortalecer el nazismo en Europa. Para ello se planeó el atentado contra uno de sus líderes más poderosos. Reinhard Heydrich era incluso considerado por Hitler como su eventual sucesor. Tan temido era Heydrich que él mismo consideraba imposible que alguien se atreviera a atentar contra su persona. La operación comenzó la noche del 28 de diciembre de 1941 con la llegada de dos comandos checos, los sargentos Jan Kumis y Jozef Gabcik, a bordo de un bombardero y lanzados en paracaídas junto con otros comandos británicos. Por un error de navegación se los lanzó en Nehvizdy, a 20 km de la capital checa, pero provistos de papeles falsos de identificación y vestidos de paisanos lograron contactar a la resistencia en Pilsen. En Praga contactarían a otro guerrillero, Karel Curda, para ultimar los detalles. Una vez contactados, comenzaron por estudiar minuciosamente los hábitos de desplazamiento de Heydrich y advirtieron que invariablemente empleaba la misma ruta cuando marchaba desde el castillo y siempre a la misma hora. La elaboración del atentado era sumamente simple: emboscar el auto de Heydrich y asesinarlo. En la ruta del Castillo de Praga a las oficinas de Heydrich había una curva muy cerrada que obligaba al chofer a aminorar la velocidad este fue el punto de ataque elegido. La fecha del atentado fue fijada para la mañana del 27 de mayo de 1942. Tres guerrilleros se apostaron en un recodo del camino a la entrada a Praga, justo por donde pasaría Heydrich ese domingo. Uno de ellos, Kubiš, llevaba una granada antitanque modificada; otro, Gab?ík, una metralleta Sten y el tercero, el subteniente Josef Val?ík, haría las señales con un pequeño espejo. El día fijado suponían que Heydrich pasaría por allí cerca de las diez de la mañana, pero excepcionalmente, y para sorpresa de los comandos, no apareció a la hora estimada. Cuando ya iban a abandonar la zona, Valcik avisó a los demás que el vehículo venía en camino y sin escolta. Al llegar a la curva, el Mercedes 320 redujo la velocidad y en ese momento Gab?ík empuñó su Sten con la intención de abrir fuego, pero el arma se bloqueó. Heydrich, al percatarse de la situación, se levantó del asiento con el coche aún en marcha y se aprestó a sacar su pistola para repeler el ataque. Gab?ík, completamente aterrorizado, echó a correr. Kubiš, menos nervioso, pudo activar la granada y arrojarla en el momento justo en que Heydrich apuntaba con la pistola en su dirección, cayendo al costado de la rueda trasera derecha. El chófer de Heydrich, pistola en mano también, consiguió bajarse en persecución de Kubiš. En ese momento, la granada estalló al lado de la puerta trasera derecha, alcanzando las esquirlas en la espalda de Heydrich. Aun así, pudo bajarse del vehículo y lograr dar algunos pasos y disparar a los atacantes, antes de quedar tumbado en la acera agarrado a una reja y desangrándose. El SS Klein alcanzó a Kubiš en una esquina, pero este le disparó por sorpresa, dejándolo malherido. Kubiš tomó una bicicleta y escapó del lugar. El resto de los guerrilleros checos lograron huir a la carrera, con la amarga sensación de haber fallado en el objetivo de la misión. Pero cuarenta y ocho horas después las heridas recibidas, en especial una esquirla alojada en el bazo, se infectaron y al cabo de ocho días le causaron la muerte. Sus atacantes no llegarían a saberlo. Se empezó ofreciendo recompensas y se desató una ola de ejecuciones en la capital checa. Al final, el 16 de junio, uno de los implicados, Karel ?urda, denunció al SS el paradero de sus camaradas, con la esperanza ingenua de que, si sacrificaba a sus compañeros, las ejecuciones sumarias se detendrían, lo que en la realidad no sucedió. Los guerrilleros checos se habían refugiado en la antigua iglesia de Cirilo y Metodio, en una especie de cripta subterránea con catacumbas, donde una de las ventanillas daba a la calle. Finalmente, los principales perpetradores del atentado, Josef Bublík, Jozef Gab?ík, Jan Hrubý, Jan Kubiš, Adolf Opálka, Jaroslav Švarc y Josef Val?ík, quedaron atrapados en la iglesia. A las 4:15 del 18 de junio de 1942, la cripta fue rodeada y asediada por 800 soldados de la Waffen-SS. Después de una lucha de siete horas, los nazis habían perdido catorce hombres y otros veintiuno resultaron heridos. Seis comandos se suicidaron para no caer vivos en manos alemanas; el séptimo, Kubiš, que había sido gravemente herido, murió desangrado.”

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La cripta, convertida en mausoleo, conserva las paredes acribilladas. Me sobrecoge esa caverna oscura de donde -no podían no saberlo- estos hombres jóvenes que no tenían nada que ganar con su sacrificio, no podían salir con vida, ¡Gloria eterna a todos los que combatieron el fascismo, sobre todo cuando mal podía creerse en la posibilidad siquiera de la victoria! (No recuerdo dónde leí que, preguntado por qué se iba a España a pelear por una República perdida, un anarquista o trotskista francés replicó “Al fascismo no se lo combate porque se le puede ganar: se lo combate porque es el fascismo”). Cabe señalar que las autoridades eclesiásticas ortodoxas estaban al tanto de todo y no vacilaron, sin embrago, en dar asilo a los héroes, lo cual les valió, desde luego, su cuota de represalias.

De ahí marchamos por la ribera del Moldava al barrio judío, a mirar (porque nos resulta imposible entrar) las sinagogas y el cementerio. Silvio me lleva a almorzar a otro sitio de pro y me explica hasta qué punto fueron extraordinarios la pericia, el ingenio y el heroísmo de nuestros pilotos durante la Guerra de las Malvinas. Me contó cosas de la participación de la Fuerza Aérea tana en la ex Yugoslavia e Irak, del poderío absoluto de los EE.UU. y de cómo tiene, seguramente, los días contados. Del problema tremendo y el drama atroz de la inmigración. Yo, que soy de hablar lo mío, no daba con qué decir, totalmente absorbido por el torrente de datos y un análisis político y militar de un auténtico profesional (¡y ni quiero pensar las cosas que sabe y no dice!), Y me cuenta también del guatemalteco rubio, de ojos celestes, rapado al ras, sin duda entrenado por los rangers gringos, sin duda torturador, enviado a Italia como agregado o asesor o algo para sacárselo de encima, que hizo un mohín de asco cuando Silvio le mencionó a la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, que luego desapareció, seguramente con identidad falsa, en algún lugar de los EE.UU., o, quién sabe, anda de mercenario, como tantos veteranos de las SAS (las Fuerzas Armadas Especiales de los ingleses) que, como nuestra mano de obra desocupada, se quedaron sin laburo después de las Malvinas. Silvio me acompaña luego hasta la mitad del puente y ahí nos damos el último abrazo. ¡Cuándo y dónde será el próximo, caro amico! Por mi parte, francamente, no doy más y tengo una ampolla del tamaño de un melón. Llegado al otro lado del puente, subo, casi exánime, a la torre que da inicio o fin al puente (¡décimo viaje y solo ahora me vengo a enterar que se pude, nomás, subir!). De regreso a tierra, me consiento un par de pasos cuesta arriba y me doy por vencido. Tal vez cuando esté en el auto me venga por arriba haciendo trampa, pero lo dudo. El Hradcany me ha de quedar, en todo caso, para la próxima vez… o vaya a saber si nunca. El regreso a la Termini se hace interminable, pero llego, y la gallega, solidaria, me lleva derechito (bueno, todo lo derechito posible, bah) a Savojska 302. Lavo camisa, medias y calzoncillo y caigo en que me muero de hambre. Gúguel Maps me indica que tengo varios restoranes a tiro. Termino en uno chino, de único comensal, con un cerdo a la nosequé presentado en su bandejita con calentador. Exquisito. Mañana me toca un peregrinaje especial. Espero que la gallega se haga cargo de la solemnidad del caso.

Jueves 5

Salgo temprano, menos mal, porque a poco de partir pierdo la señal y la gallega directamente se calla. La recupero en una estación de servicio, pero ella, ofuscada, me manda dar vueltas al pedo. No sé cómo hice para dar con la que terminó siendo la avenida indicá. Me llama la atención que no haya un solo cartel que señale el camino. Hasta que, de pronto, sí, uno me dice que he de tomar la próxima salida. Al cabo de unos pocos kilómetros encuentro, finalmente, la entrada. Llego a un museo de arte que, francamente, no me interesa, doy vuelta a la izquierda y navego por un bulevar amplio, de plazoletas cuidadas con primor, bordeado de hermosos chalets. Al fondo, un memorial y un mapa. A mi derecha, en ángulo recto, un descampado en el que unos muchachos parecen cuidar una especie de huerto. Hay un monumento de bronce, realista, que representa dos o tres o más docenas de párvulos. Es todo lo que queda de lo que fue un pueblito llamado Lidice. Enresulta que los nazis, con la sangre en el ojo por el atentado contra Heydrich, resolvieron arrasarlo. Los hombres fueron fusilados, primero de a cinco y después, como la cosa iba para largo, de a diez. Las mujeres y los pibes deportados a Ravensbrück. Pero demos nuevamente la trabajosa palabra a la Güiquipedia:

“Lídice era un pueblo checo hoy recordado por haber sido completamente destruido a instancias de Hitler, en represalia por el asesinato del jerarca nazi Reinhard Heydrich. Como resultado de ello, los alemanes iniciaron una brutal campaña de represión en contra de la población civil checa. De todas las operaciones de venganza, la más conocida es la ocurrida el 10 de junio. Ese día, fuerzas de seguridad alemanas rodearon el poblado de Lídice, cerrando todas las salidas. Este pueblo fue escogido por ser uno de los más activos en contra de la ocupación nazi, y de allí procedía una gran cantidad de partisanoes que se unieron a la resistencia. Toda la población fue sacada de sus casas, separando a todos los hombres mayores de 15 años y llevándolos a un granero. Al día siguiente fueron fusilados. Otros 19 hombres y 7 mujeres que trabajaban en una mina cercana fueron llevados a Praga y también ejecutados. Las mujeres y niños restantes fueron enviados al campo de concentración de Ravensbrück, donde la cuarta parte de ellos murió en las cámaras de gas o a causa de los trabajos forzados. Los niños, por su parte, fueron llevados al gueto de la calle Gneisenau en Lodz (Polonia), donde fueron separados con criterios raciales. Los que podrían ser objeto de “arianización” (seis) fueron enviados a Alemania, mientras que los 82 restantes fueron asesinados en el campo de exterminio de Chelmno. El poblado fue destruido y totalmente arrasado. Un documental original, realizado por los soldados alemanes, ha sobrevivido como testimonio de la masacre. En total, 340 habitantes del pueblo fueron asesinados (192 hombres, 60 mujeres y 88 niños). Lo mismo le sucedió a otro pequeño poblado llamado Lezaky dos semanas después: los hombres asesinados, las mujeres enviadas a los campos de concentración y los niños “arianizados” o enviados a las cámaras de gas. El resultado final de la represión por la muerte de Heydrich fue de 1.300 personas, entre partisanos, altos dirigentes checos y víctimas circunstanciales, como los habitantes de Lídice. El pueblo fue reconstruido en 1949. Lezaky y no fue reconstruida, y sólo existe un monumento.”

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Y de Lidice propiamente dicho, claro, nada. Nada de nada: ni la escuela, ni la plaza, ni las viviendas… nada. El memorial es sobrecogedor. Una película muestra a Heydrich en un concierto con obras de su padre (un músico menor, pero bastante bueno, a juzgar por lo poco que pude encontrar en Iutiub) y, luego, a la salida, y más tarde pasando revista a los esbirros de la SS. Es un hombre que no llega a los cuarenta años, delgado, apuesto, imponente en su uniforme diseñado por Hugo Boss, rubio, de facciones casi todas en ángulos rectos y ojos de hielo, seguramente celestes. La efigie misma del ario, del alemán ideal, del nazi perfecto. Hay que verlo para convencerse. Todo está en Gúguel.

Yo salgo con los ojos empañados. Y pensando en todas las víctimas de esa locura que fue -y, lo peor, sigue siendo- el fascismo (y, claro, pensando también en nuestras víctimas, las de una locura parecida y éticamente mucho más espantosa, porque los nazis no hubieran sido nazis sin esas atrocidades, pero el ideal comunista no las merecía ni podrá justificarlas jamás. Yo sigo siendo comunista, mas ese baldón imborrable me perseguirá hasta la muerte. En todo caso, Stalin, Mao y Pol Pot están muertos para siempre, pero el cuco del fascismo está bien pero bien vivito ¡y vaya si coleando!).

Gracias, Teresa, por haberme recordado lo que nunca debí olvidar.

Sigo con el alma maltrecha y la gallega de mierda que no hace nada por contenerme camino de Karlovy Vary (oséase, las Termas Carlistas), que con Marienbad por estos pagos, Baden Baden en Alemania, Baden solo una vez en Austria y Evian y Vichy en Francia supieron ser los balnearios continentales del equivalente europeo de nuestra bostosa oligarquía. Esta vez por suerte, la gallega me manda mal pero bien, porque voy subiendo una loma en lentas eses a cuyas veras se yerguen decenas de palacetes decididamente memorables. De pronto, la Iglesia Ortodoxa Rusa, en pasteles celeste y crema, una auténtica gloria. Más allá el bosque que trepa lo mucho que queda de la montaña. Doy media vuelta y desciendo otra vez entre mansiones y más mansiones. Llego así al río. De este lado, medianera con medianera, dos o tres cuadras de edificios suntuosos. El penúltimo es el Hotel Romania, donde, para mi enorme sorpresa, me toca alojarme (me costó lo mismo que las pensiones que reservé en los otros sitios). Dejo el auto mal estacionado nomás para depositar la valija y se me vienen al humo, amables pero inflexibles, dos canas monumentales que me sacan carpiendo so pena de una multa de cincuenta euros. Sigo un par de cuadras con, a mi izquierda un hermoso parque y, a mi derecha el agua, y estaciono en la ribera de en frente, en un parking al aire libre. Llevo a rastras la maletica hasta el hotel, me dan la habitación y me indican dónde estacionar. Desensillo y salgo nuevamente en busca del Skoda Flavia a seguirme maravillando. Subo, ya que estoy, por la otra margen del río, que también se eleva entre edificios solo que más modestos. Las vistas que voy coleccionando son espléndidas. Por fin me meto por una calleja lateral, abandono el coche y me voy a sacar fotos. Más tarde pego la vuelta y estaciono esta vez en el parking indicado. Hace tornillito y de a ratos llueve, pero igual cruzo el río y me las ingenio para encontrar la pendiente original, que se me hace, como era de esperar, cuesta arriba. Ahora sí, documentos gráficos de los palacetes. Muchos son hoteles de lujo, y de ellos solo sale gente hablando ruso. En efecto, la ciudad parece una colonia de ellos. Todos los carteles, todos los anuncios, todos los menuses están en ruso. Se trata, sin duda, de neomillonarios en negro, a lo Putin. ¡Quién los ha visto allá por entre 1966 y 1971, deslucidos, toscos, pobretones, y quién los ve ahora, igual, casi de toscos, pero cargados de oropeles carísimos, aunque, las cosas como siguen siendo, siempre ajenos al buen gusto! De retorno, recorro otra vez las cuadras ribereñas hasta el hotel y me tiro a descansar. El cuarto, cosa inaudita, no tiene televisor. Como ni se me ocurre mirarla, no me inquieta, pero sí me resulta curioso, sobre todo en un albergue tan pero tan paquete.

Salgo a la nochecita para encontrarme con una ciudad crepuscularmente mágica. Ahora exploro las dos cornisas con sus restoranes y hoteles y las farolas recién encendidas. El frío, pero, arrecia, y me convenzo de que merezco una cena caliente con servilleta y todo. Sueño con un jarrete de cerdo o un buen pato. Voy acumulando decepciones: los pocos sitios que los ofrecen lo hacen a precios descomunales (descomunales para las ex repúblicas democráticas y/o populares del otrora campo socialista las pelotas, y, por qué no admitirlo, para mi bolsillo). Pero Dios sabe apretar sin ahogar -aunque a veces, parece, se le pasa un poquito la mano, como en Siria, sin ir más lejos- y encuentro un boliche llamado algo inimaginativamente Restaurante Grill donde hay, nomás, jarrete a 300 coronas, es decirse, 15 euros. El dueño es un checo de gafas y barba filosóficas que parlotea cinco o seis idiomas. Pido mi cerveza bruna y mi steltze y él me ofrece pan con ajo. Que resulta eso: tres rebanadas de pan negro tostado y un diente de ajo entero para frotarlo a piacere. ¡Qué delicia! Me recuerda el pan amb tomáquet de Vic (¡oh hermosos recuerdos de cuando iba todos los años a enseñar en la universidad a cambio de unas manducaciones inolvidables!). Y entonces me trae el jarrete: una como roca con un cuchillo clavado en la cima entre la tibia y el peroné. Voy saboreándola piel casi crocante y luego viene la carne que, ya sin la piel, se derrite a la menor caricia del tenedor. Sé que no podré comerme ni la mitad y pido disculpas por anticipado. No se preocupe -me consuela el checo-; normalmente es para dos. Cuando ya no puedo literalmente más, me pido un espresso y desando ora una ora otra orilla entre el brillo casi fantasmal de las farolas que malgastan su incienso brumoso sobre la ciudad desierta.

Viernes 6

Aprovecho el hotel cuatro estrellas (¡con razón!) para desayunar a lo bestia y enfilo para Plzen -oséase, Pilsen-, que, con Estrasburgo, es el otro bastión mundial de la cerveza. (Amarcord aquel primer viaje de marras con Tito y Leonardo, cuando nos sentamos palpitantes a probar nuestra primera birra strassbourguiana y nos la dieron… ¡tibia! Porciertamente que después compraron heladeras y ahora la sirven comme il faut. (Y yaquestoy, amarcord la curda homérica que me agarré poco después en Praga con la cerveza de 18 grados).

De la ciudad salgo por un camino de montaña casi alpino, de los que me entusiasman y aplacan, que serpea entre los árboles acomodándose a las faldas que se pierden más allá de la espesura. La cuesta se vuelve menos escarpada llegando a un villorrio barrocomedieval de unos trescientos metros de largo y nada de ancho que apenas si cabe a las veras de la ruta. Poco después, a la salida de una curva y aprovechando un hueco entre las ramas, en medio de una profunda garganta que le da la vuelta y erguida sobre una cresta a la exacta altura de mis ojos, una ciudadela amurallada que se arrebuja al pie de un castillo severamente románico. De este lado, entre la muralla y el rio que acaricia indolente una pequeña cascada y justifica apenas una exclusa de poca monta, se esparce el resto del caserío de juguete. No llego a ver el torso de la cosa, pero desde aquí parece como si Dios hubiera ensayado una enorme flanera en medio de la montaña. Avanzo todo lo parsimoniosamente que mi impaciencia permite, saboreando esa postal premiada por el sol del mediodía. Sé que, tarde o temprano, aparecerá a mi derecha el correspondiente cartel. En efecto, a dos o trescientos metros se desgaja a la derecha un breve acceso que, soslayando respetuosamente el castillo de piedra gris y torres coronadas de tejas rojas, se trasmuta en puente que se transfigura en calle principal por única del recinto fortificado para desaparecer tres o cuatrocientos metros más adelante por lo que luce como la puerta de servicio: un arco sin pretensiones que se abre al istmo que mantiene el centro del molde endeblemente unido a la tierra firme. Entre uno y otro extremo, la calle se ensancha lo suficiente para que quepan el monumento de norma, unos diez autos estacionados de punta y las mesas de uno o dos restoranes. A la izquierda la solemne austeridad del castillo, a la derecha el muro espeso a cuyo pie se derraman hasta la ribera las casas sobrantes. Luego el espejo sin malicia del rio. En frente, la falda escarpada, la cinta de asfalto que ha subido hasta aquí y, tras este respiro, seguirá subiendo, y la montaña verde y silenciosa. La ciudadela, de apelativo Loket, es una miniatura de Chesky Krumlov, con, cómo no, las infaltables cebollas de la iglesia. Entre el castillo y la calle principal hay, en realidad, otra, encimada, estrecha y breve, que da tantita amplitud a la media luna de edificios barroquizados a la fuerza. El río, por cierto, desciende de la montaña, se mete debajo del puente y da una vuelta casi completa al centro de la flanera antes de darse por vencido y seguir cuesta abajo.

Me tomo un café en el ídem adosado al muro del castillo y aprovecho para renovar las instrucciones a la gallega, que hacía rato se había mandado mudar. No me dan ganas de partir, quiero rogarle al instante “¡detente, eres tan bello!” y que el Diablo se haga con mi alma.

El camino pronto pierde magia y me vuelve a la planicie. Llego así a Plzen. La gallega me lleva al centro. Es una ciudad poco interesante. Hay sitios decididamente bonitos, sobre todo la plaza de la inmensa y solitaria catedral, pero no, no es lo mío. La Penzion U Hladu queda a unos veinte kilómetros (¡si sabía, no venía!), a orillas de un camino de provincia. Cómoda, eso sí. La penzion tiene y no tiene restaurante, vale decir que lo tiene, pero cerrado. Por suerte -bueno, eso creí-, enfrentecito mismo hay otro, típico de pueblo centroeuropeo, con comensales rubicundos, mesas de madera basta y sin mantel, y menú en idioma. Discierno algo que bien podría ser un wiener Schnitzel, y que, seguramente, pretendía serlo, pero incomible, con la carne dura y grasosa escapando del empanizado como serpiente apurada en cambiar de piel. En fin, que un asco.

Sábado 7

Ahura es el turno de Ceske Budejovice… y el día en que la gallega debe de haber andado de menstrua porque me hizo dar mil vueltas más que de consueto. Literalmente. Pasé tres veces por el mismo pueblo, donde paré, las tres, en el mismo café para renovar el pedido de instrucciones a Gúguelmaps. Y eso que, según el mismo Gúguelmaps, no tenía ni hora y media de viaje. Por fin, apagué el telefonino a la mierda, chapé, como en los buenos tiempos, el mapa (poco detallado, eso sí), y preguntando cada vez por el siguiente pueblo fui acercándome hasta que en Nepomuk un checo que todavía hacía andar un Skoda de los de antes del capitalismo me condujo hasta la carretera. Había salido a las diez y eran ya las tres. Pero, una vez encaminado, no tardé más que una hora en llegar. La gallega seguía en pedo, de suerte que enfilé, a fuer de seguir los providenciales cartelitos de Zentrum, hasta la célebre Plaza Mayor, que ya vería como dar con mi albergue. Dejo el coche, empiezo a recorrerla tomando fotos y cuando llego al lado opuesto y voy a sacar la correspondiente gráfica ¿qué veo, a ver? ¡Sipi: Hotel Zvon! ¡MI hotel! Él también de un montón de estrellas y, como el Romania, emplazado sublimemente. Me indican dónde estacionar (18 euros por día) y subo a mi lujoso aposento. Por primera y hasta ahora única vez enciendo el televisor, porque seguro que tiene CNN y esas cosas, y en efecto (así me entero de la manifestación en Buenos Aires por la libertad de Lula, porque esas cosas sí salen en los diarios del mundo al que, ¡por fin!, ha abierto las nalgas Macri). 

Salgo a pasear por la villa. La plaza es un amplio cuadrado de edificios preciosos. La cosa sigue, pero no tan hermosa, por las callejas aledañas. Como Brno, como Olomouc, como Hradek Kralove, como Trutnov, la ciudad está inexplicablemente desierta. Ceno en un café de la plaza un tostado realmente delicioso (queso, bacon y otras hierbas, con una mostaza de ensueño para untarle encima) y me vengo a teclear mis pamplinas. (Por cierto, que, desde que me acordé del insigne Celibidache, busco en Gúguel sus fastuosas y dilatadas versiones de las sinfonías de Bruckner y las uso de fondo. Amarcord que, en mis tiempos, cronometraba las cosas y aquella noche en el Carnegie Hall el rumano que detestaba a Toscanini tardó una hora y dieciocho minutos en despachar la Cuarta, que Klemperer, conocido por su falta de apremio, liquidaba en cincuenta y cinco minutos).

Domingo 8

He dormido poco y mal (por primera vez desde que zarpé) y, para peor, me despierto una hora y media antes de la alarma que he puesto para las nueve. Para colmo, tengo una lastimadura en uno de mis dedos martillos. He de ponerme, ergo, las zapatillas. Desayuno otra vez a lo troglodita y cometo la torpeza de confiar en que la gallega me saque hacia Cesky Krumlov. Doy catorce vueltas sin señal hasta que vuelvo frente al hotel y, ahí sí, logro empalmar con Gúguelmaps y consigo desenmarañar la ruta. Son vientipocos kilómetros que me toman, una vez que me encamino, si acaso media hora. Llegar es azararse: la ciudad vieja anida en un valle, rodeada de lo que luego resulta un lago y que, en verdad, no la rodea, sino que la penetra, porque, mirada en el mapa, la cosa parece una campanilla metida en la glotis. Pero eso no lo sé todavía, ni tampoco la gallega, que me manda subir una loma geográficamente al pedo, pero desde la cual se aprecia un panorama magnífico de la ciudad vieja, con su castillo de catorce pisos aplastando los techos de tejas rojas. Tras mis consabidas vueltas -solo que esta vez la gallega no ha tenido nada que ver, porque, huérfana de señal, se ha quedado piadosamente callada-, me las ingenio para penetrar intramuros y dejar el coche por ahí, con dos horas de estacionamiento pagado a fuer de mis únicas monedas. Bajo por una calle cruelmente empedrada, bordeada de estos edificios ya acostumbrados, con sus decoraciones tipo trompe l´oeil, cada vez más exquisitos a medida que nos acercamos al centro de la campanilla. Voy esquivando turistas mostrencos o agrupados tras guías polilingües deteniéndome a saborear cada muro premiado por un sol resueltamente peronista. Llego al borde de la campanilla y atravieso uno de los dos puentes para pasar a la glotis de la que se adueña el castillo. Se me van acabando las dos horas y voy por mi segunda pipa, de manera que doy media vuelta y emprendo el retorno. Aunque calculo que me da todavía tiempo y cuero para subir a la torre, y eso hago. ¡Qué banquete para los ojos! La ciudad esplende a mis pies, con su hormigueo de turistas sobre el puente y su cascada de juguete. Aterrizo con quince minutos para llegar.

Cojo, con perdón, el auto y doy vuelta al óvalo rodeado de agua para estacionarme del otro lado, a espaldas del castillo. Ahora entro desde la otra punta, pero bordeando el castillo para no repetir recorrido. Me paseo así por la ribera, con sus pensiones y restoranes. Atravieso al revés el puente y me dedico a inspeccionar las callejuelas laterales que había dejado a sabiendas para después. A todo esto, se me muere la batería del telefonino, con lo que me detengo especialmente a llenarme los ojos para siempre de todo lo que quién sabe si volveré a ver. Me he preguntado si hubiera querido la compañía de alguna de mis féminas más entrañables. Paso amorosa revista a la galería de recuerdos y comprendo que no, que cualquiera de ellas se habría cansado y pedido cuartel. Lo mismo la porcinetta. O sea, que paseo como me gusta pasear, sin nadie que me demore o arrastre, o no tenga interés en ver tal cosa o demasiado en detenerse a observar tal otra. Como para el Sobrino de Rameau, mes pensées sont mes catins (amarcord mi primera lectura en francés, nada menos que Diderot, allá por 1966, sin haber visto jamás un texto en galo, y mi sorpresa al entender casi todo, hasta catins... que, claro, no era tan difícil de inferir). Cuando me convenzo de que no he dejado piedra sin escudriñar vuelvo al estacionamiento.

Esta tarde, Telc (con sombrerito, o sea, Telch). Sé que tengo que pasar por Ceske Budejovice, de suerte -nunca tan bien dicho- que prescindo de la gallega mientras el telefonino se recarga pacientemente de la teta prevista para el encendedor del Skoda. En llegando a CB busco una estación de servicio para comprarme un sánguche caprese picante (exquisito), un jugo de naranja para esta noche (me suelo despertar varias veces muerto de sed) y conectar a la gallega que, oh milagro, me trae sin más a mi destino. Amarcord mi vez en Telc, de regreso de aquel viaje a Praga con la vieja, pero casi no recuerdo la ciudad. De llegada se ve la silueta barroca trucha a través del lago que rodea la ciudad vieja y da la sensación de que se viene una turística orgía. Pero la ciudad toda no es más que una esmirriada plaza en forma de alargado triángulo escaleno (¡primera vez que uso esta palabreja desde tercer año del secundario!), bonita, eso sí, pero que frente a todo lo demás que he visto es un enorme anticlímax. Y, además, como cada vez, salvo Praga y Cesky Krumlov, desierta. Como he perdido la señal en el momento de dar la última vuelta, estaciono en la plaza y me dedico a recorrerla (veinte minutos sobran). Me hospedo en la Penzion Pizzeria Italia (hablando de pobreza imaginaticia) que vaya uno a saber dónde mierda queda y cuando pregunto al camarero del Café Oldie, donde me zampo una merecida cerveza, enresulta que queda proprio proprio en la plaza y casi enfrente. Me instalo y salgo a ver si hay algo más para otear, y no. La plaza se estira entre unos edificios como tantos y el castillo y la iglesia, que no son gran cosa. Del otro lado del lago circular no hay nada que merezca dejar de parpadear. Las orillas son o parecen sucias. Las casas del otro lado les dan la espalda, y las de este ni las miran. No hay nada que hacer, ni siquiera lavar ropa, porque tengo decidido regresarme a Viena mañana mismo, aunque puede que no me devuelvan los tres días que me quedan de alquiler del Skoda. Ya estoy empachado. Bueno, quedan estas pamplinas, desde luego, y el Schnitzel no wiener  como me explicó el dueño del restorán donde cené, porque aquí, en efecto, lo preparan para que se suelte del empanizado, muy sabroso esta vez, con unas papas fritas con bacon y ajo simplemente de antología. El restorán queda a unos treinta metros plaza casi a oscuras abajo. Sí, ya no tengo nada que hacer aquí, salvo, reitero, anotar estas pamplinas.

Lunes 9

Tengo el auto tres días más, que joder. Así que, consultado Gúguel, opto por dirigirme a Hundrichov Hradke (con sombrerito en la erre y una luna llena sobre la u) que, sin saber, dejé atrás camino de Telc. Pero antes salgo a ver si desayuno. Telc sigue desierta. Todo el movimiento y la bulla vienen de unos veinte adolescentes en uniforme sospecho que escolar que juegan al fútbol en la plaza. Zarpo, pues. La carretera, desierta. Tardo poco más de media hora en llegar (la gallega esta vez no dio problemas). ¡Menos mal que no me fui a la mierda! Es una joyita. Lo mejor después de Praga y Cesky Krumlov. Ya la entrada es un primor, con las torres encebolladas del otro lado del río. No tiene, es cierto, el encanto de Cesky Krumlov ni, por suerte, los turistas. La plaza es como todas: un cuadrilátero de edificios barroquizados con su monumento en el mero centro. También está casi vacía, aunque sí hay gente por la peatonal que se le abre en uno de los ángulos. Doy unas vueltas deteniéndome para sacar fotos y finalmente estaciono en una cortada justiniano de este lado de la entrada a la ciudad vieja, con lo que me ahorro como cinco euros de parqueo más la zozobra de que se me acabe el tiempo. Camino y camino, como siempre. El castillo es inmenso (el tercero más grande tras Karlstein -que no visité- y el de CK). Pero, tal vez por suerte, está cerrado y no puedo subir a la torre. De retorno paro en una gasolinera a cargar Gúguelmaps.

                La ruta otra vez desierta, entre prados y pequeños bosques, con sus pueblitos allá y otros más acá, de casas acurrucadas en torno de la sempiterna cebolla de la iglesia. La gallega me hacer dar vueltas sospechosas, pero no, al cabo de diez o quince minutos, el primer cartel tranquilizador: Znojmo 69 km. Yo, entonces, me confío y no recelo cuando la mina de dice “en trescientos metros gira a la izquierda y luego a la derecha”. Eso hago, y emprendo una casi senda de montaña que se abre malamente paso haciendo eses entre las coníferas empeñadas en no dejarla seguir. Subo la loma como veinte minutos, y cuando llego a la meseta en que el bosque se disuelve como por arte de magia entro a maliciar que estoy nuevamente en el culo del mundo. La gallega insiste ahora en meterme por un parque que tiene explícitamente vedado el acceso a los automóviles. Doy media vuelta, bajo otra vez la loma y, cuando llego a donde la gallega me mandó subir, la muy canalla me dice impertérrita “gira a la izquierda”, que es por donde venía, y ya no le hice caso hasta una estación de servicio a pocos kilómetros de la ciudad, donde aproveché para darle a Gúgelmaps la dirección de la Penzion Kaplanska, u Blanky 6. La gallega me manda salir, claro, de la estación, me lleva muy oronda al centro de Znojmo (que no es un pueblito sino una ciudad con semáforos y todo), me dice “has llegado” y me suelta la mano en la rotonda del correo. Bueno, a buscar otra estación de servicio. El tráfico es lento, porque las avenidas no son tales sino calles poco más anchas que Paraná o Rodríguez Peña, pero de dos manos y con nutrido tráfico de semirremolques. Llego a una estación y resulta que tengo ambos telefoninos descargados. ¡Pero si los tenía conectados al cargador! Pues parece que ha dejado de funcionar. Me quedo unos minutos esperando una carga mínima y, por las dudas, también enciendo la computadora. Cuando por fin se carga el recorrido salgo en dirección contraria la que venía. En la rotonda (un par de kilómetros de camiones con acoplado) he de tomar la quinta salida. Solo que al llegar ¡PLOP! se apaga el telefonino. Vuelvo a la estación. Repito íntegro el trámite, reando lo desandado con el telefonino cargándose desde la compu y en eso, una frenada, el telefonino que cae entre los asientos y ¡PLOP! desaparece el recorrido tan trabajosamente cargado. Otra vez a la Shell. Esta vez sí, la gallega me lleva adonde yo (y no ella) quiero. La Penzion queda en una cortada –es la cortada, en realidad, porque los ni siquiera veinte metros se reparten entre ella y la de al lado- en un barrio primorosamente de época. El dueño es un checo con pinta de ogro bonachón que me hace trasponer el arco que cierra la cortada y a continuación del cual se abre la terraza a la que dan las habitaciones y en cuyo centro hay una como cabañita por la que se desciende a la Vinarka, oséase, la bodega (que, además, funciona como bar) y, de yapa, una piletita de natación. Es un sitio edénico, con una vista infinita a través de una profunda y vasta hondonada que termina en un horizonte de nubes y un par de torres. Estoy en la gloria: es el mejor hospedaje que me ha tocado… y de lejos el más barato: ni veinte euros… con desayuno.

He salido a las doce y son pasadas las cuatro, pero el sol arrecia todavía y propina sus insólitos veinticuatro grados. Aprovecho para lavar ropa mientras se cargan los telefoninos, leo las noticias de Argentina y el resto del mundo, reviso el correo y con apenas un 25% de carga salgo a pasear. Estoy, parece, en pleno centro histórico. Subo por la Velka Massalovka o algo por el estilo (la calle por donde bajé) y llego a la Masaryknova Namesti donde se conoce que ayer hubo feria porque está el esqueleto de los puestos. Casi no hay nadie. A mi derecha la plaza desciende suavemente hacia una torre que debió de haber sido, como las de Praga, parte de las defensas. Está cerrada y, parece, no abre nunca. Subo otra vez y llego a otra plaza, mucho más amplia, con pretensiones de tráfico. A la izquierda se pierde la oscura muralla con sus dos torreones supérstites. Me percato de que la ciudad vieja queda encerrada tras esos muros. Les doy la vuelta y vuelvo a colarme entre edificios barroquizados e iglesias encebolladas. Una escalera me lleva hacia lo que, seguramente, será la pared trasera de mi pensión, pero no se puede seguir. Retrocedo más de la cuenta para subir por otra escalera que, foso salvado mediante, me lleva del otro lado de la muralla. Camino y camino, con la pipa delante y los audífonos de mi infaltable MP3 alrededor. Hacia las siete y media casi no me queda batería. Ceno en un chiringuito vietnamita y salgo a encontrarme con el debut de las farolas. Todavía me da para sacar unas diez o doce fotos. Cuando finalmente llego a la cortada fenecen, a una, pipa, MP3 y telefonino. ¡Y hay quien descree de un Demiurgo organizado!

Pongo a cargar celular y MP3, enjuago la ropa que había quedado en la salmuera de Woolite, busco a Celibidache en iutiub para que me acompañe con la Primera de Brahms y entro a teclear estas pamplinas. La noche del once la paso en Viena, ya que tengo que devolver la macchina el martes por la mañana. Es cuestión de decidir qué cazzo hago mañana. En fin… Gúguel dirá.

Martes 10

La cuestión es que me puse a buscar pueblos merecedores y di con Trebic y Hutna Hora, de suerte -nunca mejor dicho- que busqué alojamiento en este último, que era el que quedaba más lejos. Tras un desayuno a lo bestia me voy a pasear por la ciudad. La computadora anuncia chubascos, pero el cielo no se da por enterado y continúa asestando su solazo peronista. Me ha quedado por subir la torre que vi cuando bajaba por la Florida local y donde me zampé la cena vietnamita, y por ver la rotunda rotonda llamada, casualmente, “rotunda”. A las nueve en punto me constituyo en la torre para enterarme de que abre “hasta” las diez, como habría dicho Nadia cuando era la Chapu, con lo que oriento mis pasos hacia la susodicha rotunda que es un cilindro de ladrillo y su hijo con su correspondiente techo de tejas, Nada del otro mundo, diríase, solo que es románico y diz que el monumento más valioso de la ciudad. La rotunda está en medio de una terraza que se ve que ha sido un bastión desde la cual se ve el valle entero. A todo esto se han hecho las nueve y cuarenta y cinco. Ya estoy en la Florida tomando un espresso. ¡Y ahora, señoras y señores, a subir la puta torre! Soy el primer forro, porque la chica tiene que abrir la puerta de acceso que todavía está con llave. Ciento cincuenta y seis escalones cielo arriba se llega al mirador, que está completamente a oscuras. Ya estoy por bajar para quejarme cuando capto que cada metro más o menos hay una celosía que abrir para mirar y luego cerrar, porque hay un viento de la San Puta. La vista es, como cabía esperar, formidable. Vuelvo a la Kaplanska en busca del Skoda y salgo para Trebic que, según Guguelmaps, queda a cuarenta minutos. Me pongo, pues en manos de la gallega franquista de mierda que, por supuesto, me hace dar más vueltas que la oreja con lo que tardo casi dos horas. 

Bueno, pero llegué. Di unas vueltas para familiarizarme y me estacioné grattarola otra vez en una cortadita, al lado del correo, de cara a un puentecito que, río traviesa, embocaba en un sendero que subía la colina hasta una especie de santuario. Crucé el puente, pero me dije que el santuario lo dejaba para después. Me metí en la ciudad vieja cuya catedral tiene una torre de lo más tentadora que, por suerte, no estaba abierta al público. De la iglesia se desciende, cuándo no, a la típica plaza, esta vez un prolongado rectángulo rodeado de los consabidos edificios de por acá. El río, a todo esto, ha dejado mi Skoda y se ha venido detrás de la plaza de modo de que el barrio judío quede del otro lado. Por esas cosas de la fortuna loca, entro en el moisherrioba por un monasterio de lo más mono, amurallado originalmente él y que conserva dos de las puertas. El Once trebiciano no es gran cosa: casi no quedan construcciones de la época. Pero la ciudad tiene su encanto y, por cierto, su gente, porque hay mucho movimiento. Al cabo de un par de horas regreso en busca del coche y no doy con la puta cortada. Doy vueltas y vueltas, seguro de que no puedo andar demasiado lejos cuando, redepente, ¿vio?, me acuerdo del puentecito, el río y la colina con el santuario. Ubico el fiume con lo que me oriento, pero sé que por la calle que voy no voy, porque la cortada da directamente al río. Y no hay caso. Doy vueltas y vueltas y nada. Vuelvo a la plaza y caigo en que la cortada está ahicito nomás. Emotivo rencuentro con la macchina y salida para donde sea, porque no encontré café que tuviera güi-fi. En la primera estación de servicio pretendo ponerme en contacto con la gallega que, por alguna razón, se ha ofendido y me manda de sustituto un sordomudo que me escribe “gira a la derecha y sigue hasta Chuchovka o como se llame”, solo que a veinte kilómetros la carretera está cortada y de Chuchovka o como se llame ni indicios. Pego media vuelta y el sordomudo ni se entera. Encuentro otra estación, vuelvo a programar Guguelmaps y ahí sí la gallega se despierta y me dice nomás que “en cuatrocientos metros gira a la derecha para tomar la rampa y coge la carretera principal”, cosa que hago gustoso. La gallega se calla, pero el navegador me explica que tengo 77 km de amansadora hasta girar. El tráfico es tirando a infernal. La recua de camiones semeja el entierro de Moyano. Enredepente, el sistema me dice que gire a la derecha en el km 47, cosa que la gallega franquista corrobora acústicamente cuatrocientos metros antes. Como un pelotudo doblo por una ruta que es obvio que me va a llevar a la reputísima que lo parió. Tal cual. Como a la media hora, encuentro un señor que me dice que retroceda seis o siete km y gire a la derecha en la ruta. Así hago, y en la primera Shell me paro a saldar cuentas con la gallega puta, que, esta vez, por suerte, me lleva nomás proprio proprio hasta Kutna Hora. Ahí estaciono, me tomo un feca de compromiso para poder decirle a la gallega que ahora me lleve al hotel y -oh milagro- la mina me lleva sin chistar. El hotel se llama Kreta y queda a unas siete u ocho cuadras del centro, lo cual tiene la nada despreciable ventaja del estacionamiento grattarola. La encargada, una piba bonita pero pasada de kilos y muy amable me da las llaves, muestra el cuarto y explica que ella cierra el boliche a las diez y que si llego más tarde entre por la puerta de la vuelta. 
Debí haber llegado a las tres y son pasadas las cuatro, de manera que dejo todo en el cuarto y salgo a caminar tras pipa, dentro de MP3 y con el telefonino presto a la documentación gráfica. Entro por la punta izquierda de la ciudad y a temer que me vine al pedo, porque no parece gran cosa. Edificios de época, cierto, pero sin mayor gracia, salvo una iglesia que tampoco da para tanto. Solo que, tres o cuatro cuadras medio pavitas después, la cosa se pone de bien en mejor. Es una ciudad realmente hermosa. Telc, Ceske Budejovice, Olomouc y todos los demás pueblos han sido centrípetos, con el imán de la Plaza Mayor atrapando cuanto edificio de pro haya por ahí. Kutna Hora, en cambio, se desparrama para arriba, para abajo y para los costados sin ofrecer la certeza de un centro. Hay varias iglesias con su propia feligresía arquitectónica circundante. Pero, básicamente, las dos callejas más largas y vistosas son paralelas y atraviesan de punta a punta lo que vendría a ser el travesaño de una T que verticalmente desciende por una especie de explanada que es lo que más se parece a una plaza. Hace dos horas que marcho pasando de una calle a la otra. Los pájaros aprovechan para adueñarse completamente del silencio. Cuando estoy por arrojar la toalla, noto que detrás de la segunda calle una de las iglesias se abre a un espacio tras el cual no hay sino un cerco que da poco menos que a un precipicio. La cuesta casi no llega a serlo, porque cae prácticamente a pico. A sus pies se asperjan decenas de chalets, detrás, la vía del ferrocarril y a la derecha sube un viñedo que termina allá adelante a mi izquierda y loma arriba en un murallón transversal. Tras él, el perfil cetáceo de un seguramente convento y más adelante una iglesia extrañísima, porque tiene dos cúpulas convexas centrales que le dan aspecto de circo medieval o, anclado como está en sus contrafuertes, de una gigantesca cruza de camello y araña. Pareciera la obra de un avatar medieval de Gaudí. Para llegar asciendo por una explanada que tiene, a la derecha, el largo perfil del convento, y a la izquierda, el murallón de marras con una estatua de algún santo cada seis o siete metros hasta llegar al predio del circo gótico. Se me ha agotado la pipa y hace unos minutos que el MP3 se ha puesto a hipar, señal inequívoca de que se está quedando sin batería. Pero malhaya sobre todo el telefonino agonizante que apenas me consiente un par de fotos postreras de lo que, según averiguaré merced a Gúguel, es la Iglesia de Santa Bárbara, iniciada en 1488 como proyecto mucho más ambicioso y terminada en 1905. Está cerrada, pero me prometo venir mañana.

De regreso voy admirando la vista espectacular de la ciudad erguida del otro lado de la hondonada. Está decidido. Ahora regreso al hotel a cargar el celular y esperar que crepuscularice para sacar fotos al concierto de farolas. Estoy en mi habitación desde las siete menos cuarto hasta las ocho pasando a la compu las fotos de hoy, y cuando por fin voy a salir nuevamente, veo que el telefonino no tiene más que un 25 por ciento de carga. Subo en auto hasta Santa Bárbara, iluminada que es un primor, estaciono y bajo unas seis o siete cuadras. Las farolas son demasiado brillantes y las fotos no salen bien. Vuelvo al coche y me meto por la ciudad vieja en busca de un restorán digno de mi última cena. Pero no encuentro ni uno. ¿Cómo, si esta tarde parecía haber como en Buenos Aires farmacias? Y bue… será cosa de comer en el hotel. Llego a enterarme a) de que no sirven comida y b) de que están a punto de cerrar (son las nueve y media). Pregunto si hay algún sitio cerca donde pueda morfar algo y la piba me dice que abierto a esta hora nada… claro ¡son casi las diez de la noche! Monto en el Skoda a ver si, por último, puedo comprarme un sánguche en una estación de servicio. Al cabo de como diez km, nada. Al volver me pierdo, y entre las vueltas que pego para reubicarme doy con el chiringuito de un turco que está a punto de cerrar pero se apiada de este pobre huérfano, me da una especie de panqueque gigantesco de kebab, y, de yapa, me orienta para volver. Y aquí estoy, ahíto, tecleando mis pamplinas.

miércoles 11

Mañana una vez más de sol radiante. Desayuno y, Güiquipedia gratias, marcho para el Osario de Sendelc, que, si la gallega no se opone, queda a dos km. La gallega, claro, no da el brazo a torcer, pero igual llego. La iglesita casi no se ve porque parece que la están restaurando y la tapan unos trapos. Una vez dentro, claro, la cosa es otra: toda, absolutamente toda la nave y la capilla están decoradas con huesos humanos, 40.000, parece: ornamentos, cruces, escudos, efigies… calaveras, pelvis, tibias, peronés, húmeros, fémures, cúbitos, radios, el otro del brazo que no recuerdo cómo se llama, esternones, costillas… ¡Verparacrer! La historia es, Güiquipedia dixit, esta:

“Enrique, el abad del monasterio cisterciano de Sedlec, fue enviado a la Tierra Santa por el rey Otakar II de Bohemia en 1278. Cuando volvió, trajo consigo una pequeña cantidad de tierra que había recogido del gólgota y la esparció en el cementerio de la abadía. La fama de este acto piadoso pronto se extendió y el cementerio de Sedlec se hizo un lugar de entierro deseable en todas partes de Europa central. Durante la Peste Negra, a mediados del s. XIV, y después de las guerras husitas a principios del XV, miles de personas fueron enterradas allí y el cementerio tuvo que ser ampliado considerablemente. Alrededor del año 1400 se construyó una iglesia gótica en el centro del cementerio, con una bóveda en un nivel superior y una capilla en el sótano, como un osario para las tumbas desenterradas durante la construcción o simplemente para hacer sitio para nuevos entierros. Entre 1713 y 1710 se edificó una nueva entrada para apoyar la pared delantera, que se inclinaba hacia el exterior, y la capilla superior fue remodelada. En 1870, František Rint, un tallista de madera, fue contratado por la familia Schwarzenberg para poner en orden los montones de huesos. Los macabros resultados de su trabajo hablan por sí solos. Una enorme lámpara de araña, que contiene al menos una unidad de cada hueso que forma el cuerpo humano, cuelga del centro del nave junto a las guirnaldas de cráneos que cubren las bóvedas. Otros trabajos incluyen custodias flanqueando el altar, un gran escudo de armas de los Schwarzenberg y la firma del maestro Rint, también hecha de huesos y situada en la pared junto a la entrada.”

Regreso de memoria a Santa Bárbara. Al estacionar de cara al cordón golpeo la trompa. Un grupo de muchachones aplaude entusiasmado. Son sicilianos. Uno me dice que el viejo es chapista lástima que vive lejos. Me quedan 500 coronas de las cuales malgasto 90 en pagar (innecesariamente, porque nadie controla, pero uno es uno) la entrada. Por dentro, Santa Barbie no es gran cosa. Quiero decir comparada con Notre Dame o Vezelay. Desde dentro, las jibas no se ven: la nave es como las normales. Ahora a sacar fotos de día. Con sol en serio, Kutna Hora es más maravillosa que al crepúsculo. Esta vez me meto por cada recoveco y descubro sitios que se me habían escapado. Una plaza que desciende hacia una puerta que da ya al valle, impasses recónditos. Me entero, para mi sorpresa, que mi idea de la ciudad era un dislate: ¡Nada de T! Es casi circular, aunque las dos arterias superiores son las realmente que ver. En todo caso, sí atiné al afirmar que no tenía una plaza central magnética y que parecía desparramada. El paseo dura dos veces la Sinfonía Alpina de Richard Strauss, o sea, casi dos horas y sendas pipas.

Hacia las trece, dejo que la gallega me oriente hacia Viena, cosa que, esta vez, hace sin chistar (bueno, una vez que chapo la ruta no hay cómo perderse). Gran corso de camiones gran, pero yo no tengo apuro. He pensado, sí, en detenerme por el camino, pero los pueblos que Gúguel recomendaba quedan todos para el lado de los tomates, así que, sin apuro, derechito pa´l sur. Me detengo dos veces a cabecear y como a las tres un cartel me dice que o cargo nasta ahora o pago más en Austria. En decidirlo estoy cuando, a mi izquierda, descubro un castillo o convento enorme encaramado sobre una colina casi a medida. No puedo creer el orto que tengo. No veo el nombre por ningún lado, pero sé que tengo que doblar a la izquierda. Eso hago y, en efecto, llego al pie de la colina sin saber cómo se llama el pueblo. Doy una vuelta entera al óvalo, pero todas las calles son contramano (supongo que cuando haya bajado el último de los que viven arriba, el pueblo va a quedar desierto). Estaciono al pie de una que parece subir y trepo a pie, pero me equivoco: no hago sino subir al óvalo siguiente. Por suerte, esta vez sí puedo entrar en el pueblo que, resumido en una calle longitudinal y una plaza cuadrangular, se acurruca a la sombra del ahora palacio que tiene como ocho pisos de alto. Casi tan grande como el de Cesky Krumlov, solo que amarillo imperio. Desde la plaza se puede subir por dos entradas. Opto por la que da al jardín, desde el cual se ve todo el valle sembrado de tejados bermejos. Voy subiendo terraza por terraza varios niveles. Al castillo propiamente dicho no veo cómo entrar, y sus ocho o diez pisos me quedan vedados. No tengo otra que husmear por la planta baja. Todo lo que resta de las defensas originales son una torre y un trozo de muralla. Hay una entrada con arco por la que me meto como pancho por mi casa. La torre -¡por suerte!- está cerrada y, de todos modos, no me habría hecho ganar más que cuatro o cinco metros respecto de la altura de la terraza más encumbrada que pude hollar. La piedra de la montaña se funde con la de la edificación, metiéndose bajo las paredes o asomando de ellas. A todo esto, me he enterado de cómo se llama el paraje: ¡Mikúlov! Hermoso estrambote a este viaje que daba por terminado. Pocos km después entro en Austria y me inunda la tibia sensación de estar nuevamente en casa. La gallega, arrepentida de todas las que me ha hecho pasar, me ahorra ahora los embotellamientos.

A dos cuadras de casa empiezo a buscar lugar para aparcarme. Lo encuentro exactamente frente a mi portal. Mañana devuelvo el auto.

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