8 a 28 de enero de 2021
PRÓDROMO CABALÍSTICO
Que la cinghialina se jue dalla mamma e la sorella a Regiomonte el 18 de diciembre, que yo aprovechaba para irme el 21 un mes entero a rodar por el sur de España menos un salto administrativo a Viena, que se desencadenó la puta segunda ola del puto COVID19, que cerraron España en particular, pero, en general, Europa, a cal y canto, que entonces resolví que no me iba un cazzo, que entonces me vi ancláu nomás en CABA (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pa’ los despistáus) sin nada que pasear, que entonces decidí que me piantaba pa’l norte so pretexto de tomar por fin el Tren a las Nubes, que entonces me apliqué a establecer itinerario y determinar etapas, que junando el planisferio visualicé una herradura con un lado sobre la cordillera, el fastigio en La Quiaca y el otro lado paralelo al río Uruguay, que entonces tracé el derrotero que sigue: San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires, Venado Tuerto, ídem de Santa Fe, Embalse Río Tercero y de ahí a La Falda, Córdoba, San Agustín de Valle Fértil, San Juan, San Miguel de Tucumán, Tucumán (¡claro!), San Antonio de los Cobres -trencito-, Salta, vuelta y Salta (capital), Joaquín V. González, Salta, Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco, Corrientes (capital), Concepción de Yaguareté Corá, Curuzú Cuatiá, Corrientes, Concordia, Concepción del Uruguay, Entre Ríos, y regreso a esta (ciudad de Buenos Aires). Calculé que serían aproximadamente un montón de kilómetros, pero sarna con gusto…
Me pasé varios días buscando y reservando alojamientos e implorando tantos permisos de verano cuantos destinos intermedios iría a tocar. Me los concedieron todos menos los del Chaco y Corrientes, que no es que me los hayan denegado, sino que jamás se dignaron responderme. En fin, que ya veremos. La intención primigenia era ir a Corrientes vía Formosa, pero la provincia está clausurada. El miércoles 7 le hicieron el servis a la Fiat Guíquend, me hice podar cabellera, barba y cejas y preparé maletica y mochila. El jueves me dediqué a esperar el…
Viernes 8
Y esta mañana a las siete y media de la madrugada salía de mi garaje cual mariposa de la crisálida.
Felicity Lott me acompañará todo el trayecto entonando canciones de Richard Strauss y yo, como tantas otras veces, exhalando lentas fumaradas, con el mate hecho un aterciopelado revoltijo de recuerdos. El tránsito, por suerte, más que indulgente. La Panamericana discurre entre las colectoras en cuyas márgenes exteriores se acumulan tiendas, manducatorios y demás chiringuitos amontonados por la escoba de Dios cuando decidió barrer la traza de la autopista. De pronto, la Pampa infinita, como si Dios hubiera aplastado el paisaje sobre una mesada invisible y amasado prolijamente hasta que le quedó el repulgue de la Cordillera. Yo siempre he preferido el relieve o, en todo caso, el espejo diáfano del mar, pero esta vez me gustó la chatura verde y arbitrariamente arbolada con sus indolentes vacunos allá sobre el horizonte,
Por perfidia de la gallega franquista del GPS me pasé de largo, pero finalmente ingresé en
SAN ANTONIO DE ARECO
poco después de las nueve. Areco Hospedaje queda justiniano justiniano frene a la plaza principal, enorme, con la estatua de don Hipólito Vieytes, comerciante de jabones y anfitrión de la jacobinada morenista (para los lectores desavisados, allá por inicios de 1810 los patriotas más radicalizados se reunían en la jabonería de Vieytes para planificar la defenestración del virrey), que fue oriundo de estos pagos. El pueblo conserva su encanto preindustrial y me recuerda Carmelo (vide “Crónica carmelita” en sergioviaggio.com), solo que Carmelo sí ostentaba un rascacielos de cinco pisos. Casas no tanto coloniales (¡lástima!) como decimonónicas, de itálica raigambre las más de pro, rústicas construcciones de ladrillo agraciadas a fuer de tiempo, casi todas en esquinas y devenidas bares sistemáticamente “históricos”, calles muchas veces como cavadas entre una montaña de árboles o, en los remansos del follaje, arbolitos floridos, carmesíes, punzó o blancos. Llama la atención la mansedumbre del tránsito. No parece haber vehículo que se aventure a superar los quince o veinte kilómetros por hora. Los vecinos tampoco están familiarizados con el apuro. Nadie luce apresurado, nadie eleva la voz más allá del murmullo, hasta los gurises gritan bajito. Cada tanto, un paisano invariablemente retacón como aplastado por la boina que le rodea la testa como a diez centímetros de las sienes. Enternece la disciplina de los arequitos: distanciamiento social estricto, mascarilla infaltable, pacientes colas para entrar en los negocios. Caigo en que cuando “los argentinos” protestamos amargamente por cómo somos “los argentinos”, somos los porteños -ojo, de clase media y remotos orígenes en las regiones más miserables de Europa- quienes nos referimos umbilicalmente a nosotros mismos. ¡Lástima que seamos tantos!
Dejo mis petates en el hotel (un pasillo al que dan las tres o cuatro habitaciones colmadas de camas y camastros, sin ventanas, cerradas a candado, con la cocina y la sala de estar al fondo mirando un jardín silvestre. Me gusta.
Salgo a dar mi primera vuelta. Sobre la plaza, el Museo de Artes Plásticas y la Intendencia. Allí me entero de que las atracciones históricas son el Puente Viejo, la pulpería La Blanqueada y el Museo Ricardo Güiraldes (que muy histórico que digamos no es porque, colonialoso y todo como luce, fue erigido en 1938). El GPS indica que la mentada pulpería queda Puente Viejo traviesa a kilómetro y medio y para allá enfilo. Llego a la orilla del río, que, de este lado, bordea un parque de árboles interminables entre cuyas verticales chisporrotea una nutrida convención de pájaros. Más adelante, la arboleda cesa y cede sitio al Puente Viejo, que, de viejo, lástima, no tiene nada y, de puente, francamente muy poco. Río traviesa, media ciudad está de pícnic y ya se va organizando el inconfundible tufo a asado. Lástima que el puente desemboca en una calle amplia y desangelada, sin un palmo de sombra, con lo que pego media vuelta y desando el camino al hotel, que no me voy a insolar al pedo y que mejor voy en auto.
La gallega me lleva por otro puente (el viejo está vedado al tránsito) y me manda por el confín del pueblo a la misma calle del Puente Viejo a unos quinientos metros de mi arrepentimiento. La pulpería es ahora museo. Un edificio bien de aquellos: solo falta el payador mazorquero tratando de seducir a la pulpera rubia de ojos celestes. Delante de mí entra una familia china, el marido y la mujer (delicada, espigada y bella como solo las orientales) hablan perfecto castellano, los padres/suegros ni una palabra, la mujer carga un chinito para comérselo que, por supuesto, no tiene ni puta idea de dónde está. ¿Cuándo, cómo y por qué habrán venido de la China? ¿Cómo será irse argentinizando tan lejos de casa? ¿Qué sentirán los viejos arrancados de su tierra? El guía es un muchacho que no ha de arañar los treinta, ducho y simpático. Explica el funcionamiento de la pulpería, sita a la vera del Camino Real que bajaba del Alto Perú hacia el puerto. Explica que había dos tipos de copa: la común y la “mulera”, de igual tamaño, pero menor capacidad, con la que el pulpero sustituía la otra cuando el parroquiano ya no estaba en condiciones de discernir volúmenes. Una reja separaba a los habitués locales de los forasteros que estaban de paso. Había que ganarse la confianza del pulpero para acceder al salón VIP. El museo finge ser un casco de estancia, con su foso y sendos cañones de escaso calibre en las esquinas. Por suerte, está cerrado, porque no tengo nada de ganas de meterme en él.
Regreso al pueblo. Se han hecho casi las doce y busco un bar en el que sacarme mi tradicional selfi de estreno. Como a cuadra y media del albergo, por la única calle empedrada (y empedrada recientemente, para devolver un regusto de época a la ciudad ahora prosaicamente asfaltada) me siento en la acera de El Batará, Almacén de Campo, a saborear mi tradicional “primera birra”, que acompaño con un poco de exquisita bondiola y algunas rodajas de pan de campo como hacía siglos que no probaba. Doy una vuelta más y retorno al nido a dormirme una merecida siesta. De la que emerjo como a las tres. Y ahora, a recorrer la metrópoli cámara en mano. Si por el centro abundan los edificios de otrora, a las pocas cuadras van raleando y no tardan en diluirse por caminos sin pavimentar que anuncian el advenimiento del tapiz interminable de la pampa, con algún viejo molino de viento a guisa de último canapé de un banquete olvidado.
He de completar mi ajuar con jabón para lavar ropa, lavandina para purificar barbijos, champú para ennoblecer cabellos y jugo de naranja para destraumatizar noches. Doy con el supermercado Día, vecino de la gran intersección gran que amerita el único semáforo del pueblo y lastimosamente surtido de sobras de otros emporios. De retorno al telo me zampo un jugo de naranja y una ensalada de frutas auténticamente celestial en La Vieja Sodería, una de esas esquinas robadas a Molina Campos y convertidas, decía, en manducatorios históricos. Por entre las mesas mendiga un perro de extraña pelambre de tigre. Nunca había visto can semejante. ¡Coza ‘e Mandinga la genética, vea! En saboreando la ensalada me viene la epifanía de que debe haber estación de tren. Gonzalo del hotel me corrobora que nefetibamente, la hayla, y hacia allí enfilo. Voy por el bulevar de la mano virtual de la gallega y sé que no me está derivando para el lado de los tomates porque el paisaje de mi derecha es inconfundiblemente ferroviario: silos amontonados frente a un surco todavía invisible, resabio de pasos a nivel. Una vaporera como de latón roído por los ratones del óxido anuncia el que fuera acceso señorial, con su amplia rotonda frente a un edificio que ha sido digno de la prosperidad de la villa, pero está, más que de malas, de pésimas y, para variar, ocupado. Sobre el andén, juguetes en diferentes estados de descomposición, algún triciclo, una bicicleta, y la pincelada de yuyos que sustituye los rieles fantasmas.
Gonzalo del hotel me ha advertido, además, que a unos diez kilómetros sobrevive la estación Vagués, que hasta tiene museo, y para allí parto guiado por la gallega que me hace meterme por un camino de ripio inclemente en medio de pastizales impenetrables. Avanzo a las puteadas hasta que el ripio cede protagonismo a una huella de tierra mucho más amistosa que, por más que la gallega me encarece que continúe derecho por dos kilómetros, pega una vuelta de noventa grados y andá a cantarle a Gardel. Para mi sorpresa, me topo con el asfalto, giro a la derecha y “he llegado a mi deshtino”. La estación es de pueblo agrandado, más modesta que la de San Antonio, pero nada de apeadero y chau. Está perfectamente conservada, acaso porque parte de ella hace las veces de comisaría. Entro por un corredor bordeado de maquinaria -es un decir- agrícola prehistórica y aherrumbrada y llego al edificio de ladrillo bermejo y fulgurante. A foros izquierda y derecha se oxidan tres formaciones de vagones de carga. El andén esta tan intacto como pulcro. Una policía de lo más de ver me confirma que el tren es ya una leyenda. Dos hombres que lidian por colgar un cartel que no llego a descifrar me informan de que el museo abre los fines de semana. Menos mal que mañana es sábado. El regreso es todo por asfalto paralelo al espectro de la vía.
Ducha ritual y a teclear estas pamplinas hasta las ocho y media, hora en que me voy a cenar al recomendado por Gonzalo del hotel restorán Ramos Generales, a un par de cuadras, donde me regalo un pastel de choclo francamente sublime, rociado de un chardonnay de Luigi Bosca y coronado del almendrado más excelso que hay degustado. Todo por la onerosa suma de mil quinientos pesos, o sea, diez dólares con propina, es decir ocho euros, lo que equivale a cuatro boletos de tranvía allá por los pagos de Mozart y Haydn.
A las diez me zambullo en la cama y duermo cual ángel hasta las seis.
Sábado 9
He soñado con el general de Gaulle, al que hago no sé qué favor y no me agradece. Le pregunto si siempre es así de altanero y me mira incrédulo, como que no está acostumbrado a que le marquen la cancha. Le aguanto los dardos hasta que, vencido, sonríe. Merci beaucoup, musita casi divertido. ¡Mirá que me va a sobrar de Gaulle a mí!
Desayuno en el bar Tokio, frente a la plaza, y enfilo para
VAGUÉS
Esta vez la gallega me conduce por asfalto. Primero me doy una vuelta por el galpón que, me cuentan, ahora es una cooperativa que fabrica muebles o algo así. Lo asombroso es que conserva, perfecta y perfectamente legible, esta consigna: “SUME SU ESFUERZO PARA LOGRAR EL ÉXITO DEL SEGUNDO PLAN QUINQUENAL”. ¿Cómo se les habrá pasado a tres dinastías de milicos gorilas? El Segundo Plan, lástima, no se llegó a cumplir; por lo pronto, la coyuntura internacional vino mal barajada y quién sabe cómo habrían salido las cosas si el gorilaje fusilador no hubiera pateado el tablero dejando un reguero de sangre allá por septiembre de 1955. La señora que atiende el museo es amabilísima. Me entero de que Vagués (que, sorprendentemente, ni tiene pueblo que la enfrente o circunde) supo ser empalme del ramal que venía de Victoria vía Capilla del Señor y el de Luján a Buenos Aires. El Museo exhibe algunas fotografías y dos o tres recuerdos de otrora, como una máquina impresora de boletos. Lo demás es pulmón puro para mantener vivo el recuerdo. Emocionante, este país, con este tipo de gente que no ceja, que no amaina, que no afloja, que guarda como un pergamino casi deshecho, la memoria que no debe olvidarse.
La ruta a Venado Tuerto suma rectas entre campos de soja, con alguna mancha de maíz o girasol. De pronto, una veintena de vacas casi inmóviles. Caigo en cuenta de que, desde que salí de Baires, casi no he visto una. Los pueblos se suceden sin mayor gracia, sus catedrales parecen ser silos y, en vez de artesanías, los nativos venden tractores, cosechadoras, enfardadoras, arados y demás parafernalia agraria. Es el país rico, dijérase hasta primomondesco. Las carreteras están impecables, los centros urbanos impolutos, el parque automotor reciente. Párrafo (bueno, oración) aparte merece la entrada a Pergamino: Coza ‘e Mandinga, vea, el desfile de chalets resueltamente opíparos, de estupendo gusto, todos parece que estrenados ayer y, más hacia el centro, los edificios de departamentos modernosamente señoriales. No, si, de no ser porque la mitad de la población vive debajo de la línea de pobreza y encima son negros, vivimos en el Primer Mundo, ¡qué carajo!
Y, reconfortado en mi albo cuan cosmopolita origen vescuencitanofranchutodinamarqués (¿qué, no lo sabían?) prosigo raudo y ufano hasta
VENADO TUERTO
El ingreso a One-eyed Stag, lo confirma, pero mal, porque semeja demasiado las afueras de cualquier ciudad gringa o mexicana: negocios ramplones, muchos, claro, concesionarias de autos, camiones y aplanadoras, amontonados a las riberas de una avenida sobre la que se pierde en lontananza una guirnalda de semáforos colgantes todos verdes o, de pronto, todos rojos. Así llego hasta la rotonda de salida, a pocos metros de la cual llego al inesperado oasis de La Bianca, un extenso chalet de paredes blancas y techo de tejas, rodeado de un jardín exquisito hacia cuyo fondo se abre una piscina que es casi un lago. Mi habitación es simplemente primorosa: lecho (sería una impertinencia llamarlo cama) con cortinado en V invertida contra el muro, muebles de época (no sabría bien de cuál exactamente, pero niporputas de esta), toallas… y robe (!) sobre el acolchado de colores, una mesita con tetera eléctrica, cinco o seis clases de té, bizcochos y hasta un delicioso alfajor… El baño en dos tiempos: una salita con tocador y pileta y, puerta por medio, el recinto con el bidé, inodoro, otra pileta y bañera. ¡Y todo por dieciséis dólares!
Los otros huéspedes son una parejita joven. Él fornido, de barba, pero digo yo que ningún Adonis, y ella, simplemente la muchacha más perfecta que he visto en mi vida. Unas tetas de antología, sustanciales sin ser exageradas, perfectamente semiesféricas, una cintura de avispa, la espalda como una lápida, los hombros en cruz perfecta, con la curva exacta, las piernas torneadas que ni Miguel Ángel… No pude menos de decirle al beneficiario que tenía la piba más hermosa que me había tocado ver. “Gracias -me dijo-, y, además, es excelente compañera”. ¿Encima eso? -musité entre mí-, ¡la reputísima madre que te remil parió! Es que yo soy así, solidario con mis colegas de género, ¿vio?
Salgo a dar mi rigurosa vuelta exploratoria, con prioridad en la estación del ferrocarril. El viejo edificio inglés está, por suerte, bien conservado, porque el ramal sigue en servicio para cargas y pueden verse varias locomotoras fulgurantes de reciente factura y varias interminables recuas de vagones. A foro izquierda atraviesa el patio de maniobras fantasma un puente de unos ochenta o cien metros de largo todo carcoma. Lo recorro hasta la mitad y vuelvo lagañoso y contrito, que he visto allá a la distancia las ruinas del depósito y taller de locomotoras, que ahora dibuja el callado semicírculo de su muro desnudo. Nada queda del techo, y solo recuerda su función de antaño el plato giratorio inmovilizado en medio de su dial ya invisible bajo los yuyos. Queda, sí, un pecio de galpón, cuyo techo de zinc amenaza con desplomarse por falta de sustento. Doy ahora la vuelta por la fachada exterior del depósito, de ladrillo pardo, con sus ventanas huecas que le dan un aire de resabios de coliseo romano. Toda una alegoría, esta mixtura de símil de teatro de Marcelo, solo que dos mil años menos viejo, y de plebeya prosapia ferroviaria. En esto nos parecemos, al cabo, Europa dendeveras y nuestra vapuleada Argentina mendazmente europea: allá los gloriosos vestigios de César y de Augusto, aquí, los restos del menemato venal y siniestro.
Otra cosa que busco es el teatro Verdi, porque los tanos no podían dejar de hacer de las suyas. Paseando por Carlos Pellegrini vi el único chalet erstaz-Túdor de la ciudad, apuesto a que construido por un ejecutivo del ferrocarril. Si no, las construcciones decimonónicas o de principios de siglo XX no aparecen concentradas por ninguna parte: hay que pescarlas entre edificios más recientes… y menos de ver, aunque la fronda abundante y generosa de los árboles en las calles transversales y los arbolitos floridos que bordean las avenidas hacen de esta villa un auténtico jardín. Se nota una ciudad pujante (al menos hasta la pandemia). Como en Chivilcoy, la gente luce disciplinada. Pero otro gallo va a cantar esta noche.
La dueña del hotel me recomienda tres o cuatro manducatorios. Una vez en el centro, casi todas las transversales a ambos lados de Pellegrini u otra de las dos o tres arterias más principales más están cortadas, con la calzada cubierta de las mesas de los restoranes aledaños, que parece haberlos a razón de diez por cuadra de cada lado de la calle. El dueño de Le Colorié (a algo así) me cuenta que tiene todo reservado y me deriva al 1909, que también, pero se apiadan de mí y me acomodan en un rinconcito. Es el típico restorán que suelo evitar en la Argentina y, sobre todo, en provincia: medio como que pretencioso, ¿vio? Pero bueno, aliayactaés, como decía Julio César (y así le terminó yendo). Eppur… El menú hay que escanearlo y leerlo en la pantalla del teléfono, solo que el mío no da el brazo a torcer, con lo que la muchachita que intercedió para que me aceptaran me lo lee: bien (sospechosamente) a la europea: cinco entradas, cinco platos fuertes, cinco postres y andá a cantarle a Gardel. ¡Hhhmmm…- mascullo entre mí-, vamos mal, vamos! Los platos son todos exóticos, ¿vio?, tipo rulá de salmón (que, escrito, se vería roulade) con su salsa de remolacha e hinojos, dos o tres cosas por el estilo, entre las cuales un grablas (grávlax) de langostinos con menjunjito de mango, palta y cebolla por el que me decanto sin mayor convicción, más una entraña en su salsa de nomeacuerdoqué. Y nomeacuerdoqué porque le grablas estaba tan pero tan delicioso que cancelé la carne y me pedí otro. Sobre un colchón de cuadraditos microscópicos de mango con gusto a mango y palta con gusto a palta que se disputaban textura y sabor con unas julianas casi imperceptibles de cebolla morada y una vinagreta sensacional, una espiral de tres langostinos tirando a grandecitos debidamente crudos coronados con una ostia de pepino. ¡SENSACIONAL! De vino me había pedido un Uxmal, que era el único que tenían en botellita como para uno solo, ¿vio? y que resultó picado, lo mismo que el segundo ejemplar (que, me explicó mi hada madrina, venía de la misma caja, así que…), con lo que no me quedó otra que pedirme una copa de chardonnay, que, visto que a la final renuncié a la vianda de res, me vino al pelete, lo que vuelve a confirmar si falta hiciera que a mí hasta lo que me sale mal me sale bien. El postre fue un maridaje de muses (mousses) de frutilla y naranja digno del grablas, Total: 1.590 pesos moneda -es, cada vez más, un decir- nacional. Denocrer, vea, la bicoca que me está costando este periplo.
Domingo 10
Me alzo a las siete y a las y media acabo de cargar nafta y de desayunar dos medialunas del cielo y un feca. Otra vez una ruta trazada con escuadra y compás sobre la planicie inacabable cuadriculada de sembradíos. Las rutas, para variar, perfectas, con, cada tanto, un par de funcionarios de overol fotorrefractante cortando el césped o podando matas, aún en los tramos donde no se ve otro auto que el mío niporputas. ¡Primer Mundo, qué carajo, y se van todos a la putísima madre que los parió! Un cartel me da la bienvenida a Córdoba y, al rato, una autopista de tres carriles por mano. Después otra ruta provincial. El terreno se ondula cada vez más y el camino serpea ya caprichosamente, el verde se ha puesto alpino y entran a tallar fuerte las coníferas. Me siento en los mismísimos Pirineos… ¡qué falta que me hacías, vieja Europa! Y por fin
ALTA GRACIA
Que es una vera delicia. Bulevares con árboles floridos como los de Venado Tuerto, chalets uno más hermoso y lujiento que otro, muchos de ellos de entreguerras, como el que habitó Manuel de Falla hasta su muerte en 1946, como Alejandro Casona, como Saulo Benavente, como Margarita Xirgu, muertos en esta tierra generosa que, con todo, no era España. Mi hotel, Paz y Gálvez, queda justiniano frente a la Plaza de las Américas, una especie de hemiciclo con las banderas de norma y un indio oteando el horizonte con cara de malo, como si acabara de ver las carabelas y se dijese ¡cagamos! Lo curioso es que estamos en pleno barrio paquete, a seis o siete cuadras del centro centro, y las calles a partir de la trasera están sin asfaltar. Ya me había pasado en Areco, pero lo atribuí a que, después de todo, estábamos en el campo. Pero aquí me desconcierta. Y voy a ver muchas otras calles silvestres. Me cago en Dios: cada vez que me digo que vivimos en el Primer Mundo carajo, el mundo tercero me saca la lengua y me hace un corte de mangas. Si seguimos así, me voy a Viena y se van todos a la mierda.
La casa de de Falla me queda a dos cuadras. Es un chalecito de los más modestos, estilo vasco, rodeado de un jardín sencillo, donde don Manuel vivió con toda modestia y su hermana. No hay gran cosa: los muebles, dos pianos verticales, fotos… y nada más. Pero en todo momento suena la maravillosa música de este maestro que nunca gozó de buena salud y cuya producción se reduce a unas treinta obras, en su mayor parte, breves. La muchacha que me cobra los veinte pesos de entrada y me dirige su Spiel de música no entiende un soto, como tampoco la parejita que vaya uno a saber por qué se metió a curiosear. Por consejo de mi gomía José Mallo (que también me recomendó la casa de don Manuel), voy a visitar la Estancia Jesuítica, que viene a ser la versión acrocaritativa de las Misiones ídem. Una iglesia realmente monumental, si pensamos que alrededor no había más que las chozas levantadas ad hoc. Por dentro, serena suntuosidad, techo y muros cubiertos de frescos, altar de madera labrada… una preciosura. La muestra del convento aledaño, pero, no es gran cosa, aunque el edificio, con su galería en ángulo recto que, con el muro, forma lo que debió haber valido de reducto defensivo, muy colonialmente bello. A su costado derecho (según se mira desde la plaza que ahora le sirve de atrio a la intemperie) un lago que enresulta que es producto del primer embalse de los muchísimos que regarán -literalmente- la provincia. Buscando la estancia he pasado por un remedo de castillo medieval, con sus dos torres circulares almenadas y, en el dintel de la puerta supuestamente enrejada, el escudo de la muy noble ciudad de York. Es un bar, y me da fiaca explorar su ridículo recinto.
Hay, por cierto, un parque parque, con su lago y sus árboles y sus paseos, pero no tuve tiempo más que de mirarlo. Queda cerquita de la casa del Che, que no era de él, sino de la familia, que la tenía por lo del asma de Ernesto. Es museo, pero José me dijo que no valía la pena. Por ese mismo barrio hay toda una serie de chalets bien ingleses, pero todos con techo de zinc. Y son los únicos que lo tienen. ¿Por qué habrán optado los británicos por abjurar de las tejas? ¡O magnum mysterium!
Por la tarde me voy hacia Villa General Belgrano (adonde fueron a parar en 1939 los marineros del Graf Spee). A poco de salir de Acrocáritas propiamente dicha, camino de Los Aromos, un río que corre entre piedras romas en el que se bañan decenas de familias. Primer encuentro con la Córdoba de las legendarias sierras. Tras un sinfín de culebreos, de improviso, a mi derecha y allá abajo, un lago casi interminable de extenso y de azul. Cada tanto, un remanso atiborrado de chiringuitos de ocasión y lugares para comer. Pero Villa General Belgrano no se ve muy de ver (aunque fuerza es consignar que casi ni entré) y pego la vuelta. Entrando en la ciudad, paso por un puente que atraviesa un cañadón verde por el que surca un río totalmente anónimo. Al fondo, entre los árboles, un puente de piedra. Lo busco y debo meterme en un barrio pobre, casi villa. Retorno a la civilización y paso ahora frente a otra caricatura de castillo, esta vez morisco, que es nada menos que el Instituto Manuel de Falla. En frente, otra construcción con aires exoticoides: la Defensoría de los Derechos del Niño.
Por consejo de mi anfitrión, ceno en El Ferroviario, a escasas tres cuadras del hotel. Un hermoso edificio de principios de siglo XX, parecido a una mansión, con amplia galería y salones de cálida boisserie, Me entero de que supo ser una clínica para empleados del ferrocarril. Tras un chop de birra bermeja alla spina, empiezo con una empanada de carne cortada a cuchillo y completo con un estupendo pacú a la parrilla con papas fritas debidamente rociado con un vaso de Sauvignon blanc Latitud 33.
Lunes 11
Me despierto con lluvia. Hace frío. Hoy me toca La Falda, pero antes, simplemente tengo que ir a ver lo que quede de la estación. El edificio es, para variar, una belleza y, como ahora funciona ahí el Registro Civil, está impecable. Cumplido el ritual, encaro la ruta. Que se contonea horizontal y verticalmente, abundante de tránsito. Paso varias veces las vías ya inútiles del ferrocarril y cada vez es un golpe bajo. Finalmente, llego a
LA FALDA
solo que la gallega del GPS no reconoce mi hotel y me hace dar mil vueltas por una ciudad que se ve toda suburbio comercial sin una gracia que la redima. Enresulta que el hotel Mediterráneo, cuya reserva Despegar.com me ha confirmado, no existe o, en todo caso, no existe más. Genial, porque no tengo nada de ganas de quedarme en La Falda un minuto más y encaro la ruta a San Agustín de Valle Fértil, provincia de San Juan, y puerta de acceso al parque del Valle de la Luna.
Por el camino, contra todos los llamados de la prudencia vista la nueva ola de Covid, levanto a un mochilero que se inmola bajo el ahora sol en picado. Se llama Pablo, tiene cuarenta años, de profesión malabarista, que se encamina a México vía la Quiaca donde lo espera un amigo, que ha dejado en Córdoba a su hijo de once años con la madre (del hijo) y el abuelo (también del hijo). Ya ha viajado a la buena -es, como siempre, un decir- de Dios por varios países de América. Su propósito en este viaje es juntar dinero para construir su casa en Córdoba. Por razones de distanciamiento social obligatorio, lo hago sentarse atrás. Así llegamos a Patquía, de donde una ruta de ripio poco clemente nos llevará a San Agustín. En el mero límite con San Juan comienza el asfalto, que se verá interrumpido, pero, varias veces porque el río (que ahora está más seco que lagrimal de verdugo nazi) se lo ha ido comiendo, a veces del todo y otras con tarascones que arrebatan la mitad.
Cada tanto, un caserío de cuatro o cinco viviendas. ¿De qué vivirá esta gente? ¿Dónde compra sus provisiones? ¿A qué escuela van los chicos?
Y así arribamos a
SAN AGUSTÍN DE VALLE FÉRTIL
Un pueblito pachorro arrimado a la montaña, con su única plaza rodeada de algún que otro bar. El hotel es una casa chorizo y mi habitación la última. Pablo ha resuelto dormir por ahí. Nos hemos dado cita a las ocho para seguir viaje. El encargado me recomienda un restorancito a dos o tres cuadras donde, aunque ofrecen “spaguety”, me como un bife de chorizo elefantiásico.
Martes 12
Me despierto temprano, me organizo, respondo correos y a las ocho en punto salgo. Pablo no está. Lo espero unos minutos y voy a cargar nafta y sacar dinero del único cajero. La cola es extensa, pero un empleado pregunta si hay algún mayor de sesenta años y paso raudo. Vuelvo a dar una vuelta por el hotel a ver si aparece Pablo y, como no da señales de vida, salgo a la ruta.
Donde me lo encuentro haciendo dedo. El cielo se ha encapotado y amaga lluvia. El camino está en perfecto estado y totalmente desierto. Sin darme cuenta me encuentro manejando a 170 km por hora. A las diez menos diez llegamos finalmente al
VALLE DE LA LUNA, PARQUE NACIONAL DE ISCHIGUALASTO
En el estacionamiento hay una decena de autos venidos vaya a saber de dónde, porque, como decía, el camino estaba desierto. La cosa es que, nos enteramos, el valle solo puede accederse en caravana y, lo que son las cosas, la próxima es a las diez. Mando a Pablo a por un par de cafeses y algo de comer y partimos en pos de un guía vestido casi de cowboy y montado en un cuatriciclo. Nos han explicado que la cosa dura tres horas en las que recorreremos 42 km, con cinco o seis paradas. Yo me imaginaba el paisaje parduzco como las montañas que los circundan, pero es entre grisáceo y verdoso, con formaciones que el capricho del viento ha esculpido a lo, literalmente, loco. Hay rocas como mesetas que parecen milhojas con las capas geológicas perfectamente horizontales. Otras son casi antropomorfas. Y están las que han quedado inverosímilmente erectas montadas sobre sendas columnas irregulares. La excursión está muy bien organizada, con pasarelas de madera para no perturbar la ecología. Somos una treintena de curiosos, con dos o tres familias portadoras de críos pequeños que, como vaticino, no tardarán en aburrirse como ostras y hacerlo saber de forma contundente. Así y todo, se portan más que razonablemente bien. Sopla un viento sur que me recuerda los implacables vendavales de Moscú. Es, nos explica el guía, el gran escultor de todo lo que vemos. Nos cuenta también que tenemos suerte de que esté nublado porque es cuando mejor se pueden observar los colores (es que, a mí, me sale bien hasta lo que me sale mal). Narra, asimismo, que el valle es el sitio más privilegiado del planeta para estudiar el triásico, y que se ha encontrado, entre otras maravillas, el dinosaurio más añejo de que se tenga noticia hasta ahora, un bicho poco más grande que un mastín, de 280 millones de años de edad.
Nos hemos detenido a admirar el Valle Pintado, que es como se llama un sitio donde se juntan y pelean varios tonos de pastel, la Cancha de Bochas, un reguero de esferas casi perfectas del tamaño de una pelota de fútbol producto de la desaparición de un río, el Hongo Submarino y los que he bautizado Monumento al Martillo (una geomorfosidad que semeja, en efecto, un ídem descomunal de unos diez o doce metros de altura, y Monumento a la Taba, una laja de unos cinco o seis metros de circunferencia montada en su columna también de unos doce metros de alto. La penúltima parada es en un edificio circular en cuyo centro hay un yacimiento arqueológico y, a un costado, la tienda y los enseres del equipo de paleontólogos. Es (o simula ser) un modelo de campamento. Una muchachita de digo yo que veintitantos, estudiante de biología de la Universidad de San Juan, nos detalla cómo se organizan las expediciones. Nos menciona, además, al gringo cuyo nombre lleva esta especie de museíto, William Sill, que llegó porque le habían hablado del sitio, se enamoró de él y de una sanjuanina que le hizo cuatro hijos y se quedó a pelear porque el lugar fuera declarado por la UNESCO patrimonio común de la humanidad. Esto solo le habría valido el homenaje. Pero hubo más. Según él mismo dice en las memorias que ordenó que se publicaran póstumamente, fue el Schindler sanjuanino, que salvó de la muerte a manos de los genocidas a veinte alumnos suyos. Me he puesto a hurgar en la güiquipedia y extraigo estos pasajes (lástima que tan mal traducidos):
“Reporte de un policía federal. Ellos tienen dos camiones como los usados para transportar carne refrigerada, camiones usados para transportar pedazos de bifes. Estos son usados para llevar los cuerpos de las personas asesinadas en los campos de concentración. Su relato: una noche de trabajo en una inspección pararon un camión de carne completo, con el nombre de la compañía y todo. Los conductores sonrientemente les mostraron sus credenciales y abrieron las puertas de carga. Adentro había cerca de 20 cuerpos de gente joven colgados de la mandíbula inferior en ganchos de carne. Ellos estaban en camino de tirarlos en el río en depósitos de basura…
Cada atardecer el oficial de inteligencia a cargo enviaba una lista de nombres a ser ejecutada en secreto. Estos eran entre 8 y 12 personas enviados cada tarde e incluían hombre y mujeres de todas las edades. Estas eran personas que ellos (la gente de inteligencia) sentían que definitivamente estaban involucradas en algún aspecto en actividades subversivas –no les importaba en qué aspecto-. Esta gente era sacada afuera a la noche en autos y camiones a lugares desolados y se les disparaba uno por uno. Luego se los colocaba en tumbas masivas y se los cubría. Ninguna pista quedaba de ellos, no figuraban en ninguna lista de prisioneros, y ninguna organización gubernamental admitiría que ellos habían sido arrestados alguna vez. Ellos dejaban detrás pequeños niños, propiedades, deudas, creando un tremendo desastre legal porque nunca serían probados muertos. 10.000 habían sido matados de esta manera. El oficial que contaba esto estaba enfermo, disgustado y avergonzado. A causa de la fuente de este reporte, yo averigüe a través de unos amigos de la embajada de Estados Unidos si estarían interesados en un reporte. La respuesta volvió que ellos tenían instrucciones desde Washington de no recibir información contraria al régimen militar. Esto fue alrededor a diciembre de 1976.
Esta es la historia de Ricardo Caballero, un estudiante mío de la Universidad de San Juan. Él era muy lindo chico que estaba terminando la carrera en Geología. Él no era político ni estuvo envuelto jamás en ningún grupo estudiantil. En enero del 77 fue asesinado por la policía local en una plaza de la ciudad cuando estaba con su novia. Su novia era también estudiante de Geología llamada Brígida Castro, de una prominente familia sanjuanina. La historia oficial fue que él se resistió al arresto y tenía conexiones terroristas. De acuerdo a unos amigos la historia fue esta: algunos policías locales estaban tomando ventaja de su posición de invulnerabilidad y poder ilimitado para someter a las personas. Uno de los modos que tenían de hacer esto era observar a las parejas en las plazas locales, tomar al muchacho y apartarlo y obligarlo a buscar a su novia a menos que volviera con dinero. Aparentemente esto fue lo que le pasó a Ricardo, pero el seguro del arma del policía no estaba puesto y accidentalmente se disparó matándolo. Para cubrirse tuvieron que reportar un intento de arresto y justificarlo con una redada en la casa. Como sea el hermano de Ricardo es un abogado que inmediatamente tenía a un juez federal en la casa y catalogando todo. Más tarde cuando la policía volvió “encontró” literatura subversiva. Esto es insostenible (apartado: la posesión de literatura ilegal es un crimen punible con 3 años de prisión tanto como el uso de un lenguaje abusivo a un miembro de las fuerzas armada. Esto hacía muy fácil de justificar un arresto, los oficiales arrestantes siempre llegaban con las manos llenas de panfletos para esparcirlos alrededor de la casa). De cualquier modo, el pobre Ricardo está muerto, uno de los chicos más agradables que conocí durante mis años en San Juan.
La historia de Claudio Sarrote, un chico de una familia que he conocido por varios años. Él era políticamente activo en la universidad, no realmente un líder, pero activo. En su último año en la escuela de Medicina, fue arrestado como de rutina, durante una visita a un paciente, llevado a la estación de policía local. Cuando la Policía federal llegó por él, le colocaron una capucha sobre la cabeza, brazos amarrados como de costumbre, colocado en el suelo de un auto y conducido en zigzag por alrededor de una hora. Luego fue llevado a un lugar no identificado. Mientras era mantenido esperando solo en una habitación, fue desvestido, dejado desnudo, excepto por la capucha, y sus brazos siempre atados. Alguien entró en la habitación, le ordenó que se pusiera de pie. Cuando lo hizo lo golpearon en el estómago, luego siguió una dura golpiza, terminado por un “stomping”, cuando yacía en el suelo. Durante este tiempo, aproximadamente una hora, no hubo preguntas. Tras eso él fue colocado sobre los resortes de una cama, con sus brazos y piernas cableados a los resortes metálicos. Luego el interrogador llegó con la máquina de torturar eléctrica. Fue interrogado por 3 días, sin nada de comida y con muy poco de beber. Ellos quemaron hoyos en las plantas de sus pies, ampollaron el interior de su boca, colocaron la picana eléctrica en su ano, y todo lo demás que era parte del procedimiento Standard. Después de haber terminado con él, lo retuvieron una semana y lo enviaron a la prisión. Esto fue antes que los militares fueran levantados, en marzo 1976, por lo que tenía permitidas las visitas en prisión. Yo lo vi allí. Vi las marcas en su cuerpo, los agujeros en su pecho, estaba aún hinchado alrededor de la cara, todavía tenía marcados los cables en sus brazos. Hasta ahora él ha estado preso por dos años, sin haber sido acusado de ningún crimen.
El embajador suizo en Argentina dio las siguientes estadísticas: 20.000 personas desaparecidas, 5000 de las cuales se sabe que están muertas. Yo creo que esta información es significativa, ya que sin dudas llegó desde la Cruz Roja, que tiene una oficina internacional aquí. Nosotros sabemos por nuestra experiencia personal con ellos, que ellos solo reciben (aceptan) información de familiares, y que cada persona reclamada como desaparecida o fuera de contacto, eran colocada en una lista separada, con detalles de la desaparición, etc.
Cosas de las que soy yo testigo en persona. El hogar de una familia redado durante la noche. La puerta fue destrozada, las pertenencias de la familia arrojadas al suelo. Los muebles y aparadores, destruidos, la madre y el padre capturados, dos niños pequeños dejados solos llorando, uno de ellos de 2 y medio años y el otro de 6 meses. Los vecinos vinieron y trataron de consolar a los bebes. Nada se supo de los padres por un mes. Durante ese tiempo la esposa y madre fue llevada frenéticamente de la estación de policía a la base militar. La pareja no fue alistada entra las personas bajo arresto y las autoridades del ejercito decían que no tenían permitido develar información. Ellos estuvieron entre los afortunados que regresaron. 20000 nunca volvieron, muchos están muertos. Madres y padres forman filas frente al Ministerio del Interior para reclamar por los desaparecidos. La respuesta es invariablemente “Nada aún”, regrese en 2 semanas. Nelly esperó en esta rutina cuando Tito despareció. Este caso de personas desaparecidas es uno de los más crueles e inhumanos actos infligidos por las autoridades militares. No saber si un hijo, o una hermana o un marido o esposa están vivos o muertos, es una herida insanable. Una mujer llorando les pedía a los soldados del Ministerio “Sólo díganme si está vivo o muerto, ya no tengo más lágrimas para derramar, pero déjenme estar en paz, él es mi hijo”. https://www.sanjuanalmundo.com/articulo.php?id=16917
De estas cosas se entera uno (uno que quiere enterarse, claro) visitando sitios paleontológicos. Porque la dictadura está siempre acechando desde el fondo de cualquier historia. Y pensar que tengo amigos que los defienden y añoran. ¡NUNCA MÁS, HIJOS DE REMIL PUTAS; ¡NUNCA MÁS!
Casi me da vergüenza seguir con mi narración que se me hace ahora tan anodina, tan culpable. Pero, en fin, esta es la crónica del viaje y el viaje sigue. De regreso a la base, visitamos el pequeño cuan formidable museo, con sus esqueletos monstruosos, sus apasionantes vídeos y sus explicaciones tan claras como amenas y exhaustivas. Comemos unas empanadas y retomamos la deriva por la ruta desierta y trazada en medio del verde. La idea es pernoctar en
SAN FERNANDO DEL VALLE DE CATAMARCA
Que se ve a la distancia, como un juego de “mis ladrillos” abandonado al pie del cerro vertical. Es, lástima, la ciudad menos llena de gracia que he visto en mi país (y en unos cuantos otros). Salvo un par de edificios coloniales o casi alrededor de la plaza central no hay absolutamente nada que valga la pena consignar. Como me ha tocado un departamentito de dos habitaciones, meto a Pablo de contrabando para que se dé una -¡ay!- cuán demorada ducha. Nos compramos algo de jamón y reggiano, un par de mangos y una botella de Rutini cabernet-malbec y esa es nuestra cena.
Miércoles 13
Pablo deja el cuarto a las seis para que no se advierta que ha estado de polizón y yo me quedo hasta las nueve, que tengo sesión telefónica con mi terapeuta que me ayuda a que Xóchitl tenga la adolescencia menos traumática posible. Vamos a ver si hay algo que ver y lo único que llama la atención son unas colas interminables frente a los bancos. Interminables de perderse alrededor de ambas esquinas. Es trece, no vence ningún servicio ni toca ningún cobro. ¡Misterio!
Otra vez la ruta fantasmagórica y la velocidad sideral, con unos pocos kilómetros sinuosos envueltos en una neblina como de algodón. Pero no sufrimos más de media hora. A la una o dos ya entramos en
SAN MIGUEL DE TUCUMÁN
por una senda poco auspiciosa que me hace temer otro chasco. Separa ambas manos del bulevar una plazoleta por cuyo centro pasan los rieles de un ferrocarril de trocha angosta, sin duda el Belgrano, que parecen en servicio. Solo que cada cien o ciento veinte metros cruzan tan campantes las transversales. En efecto, a cada lado se yerguen las cruces que anuncian el paso a nivel y hay, en esos cuatro o cinco kilómetros, dos barreras obviamente en uso. Casi inmediatamente tras la segunda, la mole cerrada a cal y canto de la otrora estación, aunque detrás se adivinan algunas formaciones de carga. He de venir, me prometo.
El Hotel del Norte queda en la Avenida República Siria y se ve mejor de lo que es, pero cumple su cometido. Pablo ha ido a explorar dónde dormir y yo salgo para el centro a ver, aunque más no sea por fuera, la Casa de Tucumán (donde se firmó la Independencia el 9 de Julio de 1816, oh, lectores de otras latitudes). Pero, de camino, la estación del ferrocarril Mitre. Una de esas a lo bestia, con dos enormes bóvedas protegiendo los cuatro andenes… pero también clausurada, salvo que porque se cayó no sé qué puente y quedaron varadas las formaciones que prestaban nuevamente servicio hasta hace no tanto. Desde un puente puedo sacar unas cuantas panorámicas del que ahora parece un cementerio de trenes. Ya cerca del centro propiamente dicho, comienzan las gemas arquitectónicas. Edificios verdaderamente espléndidos, varios bien afrancesados con todo y mansardas, como no los hay casi sobre la ruta que bajaba del Alto Perú. La gran pena es que están dispersos: no hay, en verdad, casco antiguo, y lucen como perlas aisladas en un colgajo de baratijas. La gran excepción es la Avenida Sarmiento, que tiene dos (¡dos!) cuadras enteras de maravillas: el antiguo casino, el Palacio Legislativo, el Colegio Nacional (de los primeros, fundado por el mismísimo Mitre) y alguno más. Solo que me he quedado sin batería y tendré que venir mañana.
Llego agotado y me contento con cenar las sobras de ayer. A todo esto, ha comparecido Pablo, que no encontró dónde dormir a salvo y pide licencia para hacerlo en el auto. Conoció, dice, a una pareja de malabaristas como él, como él desahuciados, salvo que metidos en la droga, que se aprestaban a hacer vivac al borde de la villa que bordea las vías del Belgrano. ¿Cómo se las arreglará a partir de pasado mañana, cuando la vida y la ruta nos desgajen para siempre? ¿Cómo será tener cuarenta años sin más techo fijo que la intemperie, sin un peso, con una mochila deshilachada por toda hacienda, con un hijo que quién sabe cuándo volverá a ver, habiendo dejado atrás una mujer que, me cuenta, es dueña de un pequeño pero próspero negocio, creo que de zapatos? ¿Cómo será ganarse el poco pan tirando balizas al aire en un semáforo? ¿Cómo ir viajando al azar del autostop a México… a amasar una ínfima fortuna arrojando balizas? ¿Cómo pasar frío y hambre, despertarse un día con tos o fiebre o dolorido y no tener a quién recurrir? Me he acordado de la inacabable caminata de David Copperfield, hambriento, exhausto, aterido y calado hasta los huesos, con su hatillo anudado a un palo. Pero es un símil en el fondo falaz. Porque, en el caso de Pablo este destino no es obra del destino, sino de la propia voluntad. Y él lo cumple sin dejar de sonreír. Debió ser él quien escribiera estos versos míos: Good news I‘ll still be hearing and new music (Me tocará todavía oír buenas nuevas y nueva música). Cuánta simbiosis de coraje e irresponsabilidad. ¡Buen viaje, efímero camarada!
Jueves 14
Me las arreglo para dejar que Pablo se dé su segunda ducha seguida y desayune de contrabando. A todo esto, me ha ubicado mi amigo virtual Ariel Espinoza, que no solo vive por estos pagos, sino que labura en el Belgrano.Nos damos cita al mediodía, con lo que tengo dos horas para pasear cámara en mano, comenzando, por supuesto, por la Avenida Sarmiento. Y haciendo luego una minuciosa recorrida de los aledaños de la estación del Belgrano, a la que, ay, no se puede ingresar, pero que puede apreciarse en su dilapidada gloria desde un monísimo puente peatonal. Por cierto, que aquí también he visto las mismas colas infinitas. Me atreví a preguntar para qué eran y me replicaron que, Para el banco. No quise indagar más. Por la radio entrevistan a un cacique -no llego a determinar de qué etnia- que en un castellano envidiable explica las dificultades de todo tipo con que tropieza su gente, una entrevista que sería impensable en Buenos Aires.
A las doce estamos con Ariel dando cuenta de sendas birras y patatas bravas. Ariel es de estirpe ferroviaria, cuarta generación, y como tal comprensiblemente proclive a la letanía. Me cuenta historias de sus inicios en Tafí Viejo, de la destrucción del Museo Ferroviario de Tucumán y del llorado desguace de La Argentina, la locomotora de vapor más avanzada del mundo, obra del ingeniero Livio Dante Porta, que la Fusiladora decidió aniquilar como tanta obra que el peronismo dejó inconclusa bajo la metralla de los Gloster Meteor que acribillaron a cuatrocientos inocentes en la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955. Amarcord el día que visité el Museo de Didcot, cuando el jubilado ferroviario que me vendió la entrada, al enterarse de que era argentino, exclamó, ¡La patria del ingeniero Porta! Y evocamos al maquinista Savio, emperador de La Emperatriz, la locomotora 191 del expreso a Rosario. Savio era célebre por conducir aquel monstruo vestido de punta en, literalmente, blanco, y de bajarse al cabo de los trescientos kilómetros con el traje tan albo como cuando había partido. Se comenta que fue él quien condujo la locomotora del tren que llevó a Rosario al Príncipe de Gales, y que su Alteza quiso felicitarlo en persona.
A la una y media recojo a Pablo, que se ha quedado por ahí, y salimos. Paramos unos minutos en San José de Metán (a ver la estación, por supuesto, ¿a qué otra cosa, si no?) y seguimos hasta
GENERAL GÜEMES
donde no doy con la señora que me prometió alojamiento, pero sí con un hotel que me hospeda por mil pesos. Pablo va a dormir otra vez en el Fiat. Yo me hago recomendar el restorán de la Sociedad Española, en el que, único comensal, me bajo en delicioso bife de lomo con fritas rociadas con un blanco de la casa que se deja beber pero sin demasiado fervor. El pueblo, como San Agustín, no tiene nada de notable, pero es sumamente acogedor. A las ocho, ha salido a la plaza hasta el último chango, y dos policías mujeres se ocupan de dirigir el denso tránsito de tres o cuatro motos y un par de coches, deteniéndolos parsimoniosamente para que los viandantes locales puedan cruzar sanos y salvos la calzada.
Por primera vez estoy despierto a la una y media, a ver si me ponía al día con estas pamplinas.
Viernes 15
No sé si por estar mal sentado tecleando o a causa de un aire proveniente del ventilador de techo, me ha dado un dolor de espalda a la altura de los riñones que me tiene despierto a las cuatro pasadas de la mañana que son. Me tomé un paracetamol y un tafirol. He probado todas las posiciones del “cama” Sutra, me di una ducha todo lo caliente que me aguantó la espina dorsal, agachado para que el agua me cayera exactamente en la zona de desastre. ¡Nada! Espero que, entre el poco sueño y la altura, mañana llegue a San Antonio sin mayores tropiezos y que logre recuperarme para disfrutar a full el tren.
Son la cinco menos veinte y el dolor por fin parece amainar; laus Deo!
Me despierto a las ocho preocupado por no haber dormido bien antes de encarar el camino de montaña a San Antonio de los Cobres que recuerdo sinuoso, mal mantenido, y cortado cada tanto por el “volcán” (que es como llaman al alud por estos pagos). Pablo me ha dejado la llave del auto y ya no volveré a verlo. Era buena compañía, pero yo ya extrañaba mi soledad. Cumplo con mi peregrinaje a la estación, desayuno un rico trío de medias lunas con café, desisto de hacer la cola interminable para el cajero automático, lleno el tanque y… en route !
Los cuarenta kilómetros a Salta, capital, son entre montes íntegramente verdes, pero sin árboles, el tránsito se hace molesto y el culebreo por los arrabales menos auspiciosos de la ciudad en busca de la ruta 150 – exasperante. Lo mismo las primeras veinte millas varado tras toda laya de camiones. Hasta que, de improviso, el tráfico se desvanece y la ruta se ofrece perfecta. Va a haber, desde luego, una decena de “volcanes” inoportunos, pero fácilmente salvables, todos recientes y todos ya en reparación. Y aquí comienzan, inesperadamente, casi, ciento cincuenta de los más formidables kilómetros que he recorrido. La subida se nota apenas en el rezongo de las velocidades superiores mientras la inmaculada cinta de asfalto va esquivando montañas inicialmente verdes, tupidas de vegetación, pero siempre sin árboles (excepto los que de cuando en cuando consienten arrimarse a la ruta), que luego se irán secando al sol implacable. De cerca o de lejos, me sigue paciente la vía del ferrocarril, que de pronto se cansa y se me cruza por un puente de hierro invariablemente aherrumbrado y como a punto de levantar vuelo. El cielo es de un azul casi marino y navegan por él nubes absolutamente blancas que o forman flotillas o asoman tímidamente como plumas. Ahora han acudido a vigilar mi tránsito hileras o cónclaves de cactos de brazos marcialmente pegados al cuerpo o en alto, como de cinco metros de altura. De la montaña parecen bajar lentamente sus colegas rezagados. O no, acaso estén trepando penosamente, cada vez más ralos. A mi derecha, caminan con desgano dos indias con sus sombreros negros y sus ponchos de colores haciendo befa de la canícula infernal. No he visto ni veré a nadie más. ¿De dónde vienen? ¿Adónde van? ¿Por qué y para qué? Indiferentes al hastío o la resignación de estas dos figuras incongruas y al desconcierto de quien las mira existir, con su piedra a flor de piel, los montes se disputan y arrebatan decenas de tintes minerales: bermejo, ocre, pardo, punzó, verde, granate, gris, ¡hasta blanco! No hay dos iguales. Cada muy pero muy tanto, un par de ranchos de adobe. A veces agrupados en minivillorrios de cinco o seis. Unos cuantos, eso sí, con paneles solares y antenas parabólicas. Arribo a un oasis de árboles que entunelecen la ruta. A la derecha los dos edificios primorosamente decorados con temas infantiles de una escuela “de montaña”, detrás de la cual pueden verse los arcos de fútbol o los soportes para las redes de básquet. El pueblín se llama Afrasito y más adelante, puentecito casi de juguete por medio, puede ingresarse en una especie de patio con rotonda al centro que separa la moderna escuela secundaria (construida en 2008), la capillita casi infantil y un restorán y mercado de artesanías de fábrica igualmente moderna… ah, y el “comedor”, porque hay que alimentar a los niños y quién sabe si no a sus padres.
He venido bordeando el cauce amplio y reseco del río Toro, que seguro que cuando se enoja hace honor a su apelativo, pero que, como el de Monterrey cuando manso, hoy de río no tiene nada pero nada. Hacia adelante, a lo lejos, ya es frecuente ver las crestas coronadas de cactos; se me hacen los indios que de pronto asoman amenazantes a lo lejos en las películas del far west. Ahora se extiende a mi derecha un pastizal en el que se aburren una o dos docenas de vacas. Algunos ranchitos exhiben, asimismo, corrales seguramente de cabras u ovejas. ¿De qué vivían los de más abajo, que ni dónde plantar parecían tener? ¡A mi izquierda un chalet! Ah, no: es la estación Chorrillos, con su par de vías -nunca mejor dicho- muertas, su vetusta bomba de agua para locomotoras de vapor y un vagón todo carcoma como funéreo recuerdo de tiempos mejores.
Me cuesta convencerme de que no me ha dado sueño. Como desconfío de mi improbable vigilia, me detengo a dormir mis ahora seguro que más de mis cinco o diez minutos de norma que tanto azararon a Pablo. Mando el respaldo para atrás, improviso una almohada con mi campera, pongo Richard Strauss en apenas audible, cierro los párpados y empiezo a contar de cien para atrás. ¡Nada! Bueno, ya dormiré en el hotel.
A medida que subo, las cumbres van achatándose hasta quedar casi a mi altura. Cuando ya semejan un simple cerco de piedra amarillenta, un cartel anuncia que estoy en Abra Blanca y todo lo alto que puedo estar, a 4.080 metros arriba de la playa. Me bajo y siento a pleno la estafa de la atmósfera: cada paso exige su jadeo, para colmo, ruidoso. Me encuentro con tres templetes o santuarios cargados de botellas vacías (la moneda de la devoción en este país inverosímil). El más grande es, en realidad un montículo de envases diversos de casi dos metros de altura (el montículo, no los envases); los otros dos son capillitas en miniatura, rodeadas por la feligresía de botellas. Un segundo cartel homenajea al suboficial de Gendarmería de los Andes que en 1915 marcó el récord mundial de altura en automóvil en pos de establecer el corredor bioceánico Un tercero anuncia el descenso y recomienda verificar los frenos.
Y la ruta deviene un dulce tobogán que serpea ya por una planicie inclinada. Las montañas se han corrido, pareciera, hasta Chile. Al cabo de una curva, desparramado, literalmente, a mis pies,
SAN ANTONIO DE LOS COBRES
Casuchas, casitas, ranchos, ranchitos que no se codean, una inmensa antena circular, un cuartel… De cerca se verá más feo todavía, con las viviendas entre hasta monas y percarísimas esparcidas a como dé lugar. Descubro, por suerte, un remedo de estación de servicio (cuatro surtidores, dos de ellos cadáveres) y una casucha. Seguro que no aceptan tarjetas de crédito… y yo tengo solo tres lucas en contante. El Hotel de las Nubes es un enorme chalet, a los lados de cuya puerta yacen sendas indias de invariable chamberguito prieto y poncho polícromo con sus tendidos de artesanías prescindibles. Me saludan ceremoniosamente. El hotel parece casi desierto. ¿Cuán próspero podrá ser el negocio de estas mujeres esculpidas por los siglos de sometimiento al yugo en el mejor de los casos indiferente de los europeos? Las miro, evoco a las que vi hoy en medio de la nada, y comprendo -con culpa y pena comprendo- que, chamamecero acérrimo como soy, y amante insaciable de la zamba, la chacarera y el gato, tengo menos en común con ellas que con un noruego de Bergen o un libanés de Byblos. Como si la Argentina de este pueblo y otros tantos que ya estaban fuera un palimpsesto vagamente discernible bajo un blondo retrato de Durero. Quizás los chicos blancos y morochos y aindiados y burgueses, fabriles o campesinos que fueron enviados ignominiosamente al muere en Malvinas se hayan sentido genuinamente hermanados por el miedo, el hambre, el frío y la cobarde ineficiencia de sus superiores. A mí, me temo, me está vedada ya esa terrible epifanía. Los respeto, los quiero, brego como puedo (que no es mucho, mea máxima culpa) por la justicia para todos, pero la distancia afectiva se me hace insalvable. No son como yo. Yo, en cambio -¡perdón queridísimo Eduardo Galeano!-, en el fondo, sigo queriendo ser como “ellos”, no como ellos. El sentimiento es, como no puede no serlo, irracional y, aunque me avergüence, no me responsabilizo por él. Lo importante, digo, no es el sentimiento, sino lo que uno hace con el sentimiento. Y yo tengo el no poco consuelo de saber, querer y poder vencerlo. En eso, al cabo, consiste la civilización: en ser mejores que el animal que llevamos dentro.
Pero basta de lucubraciones psicosocioetnopoliticofilosóficas. Para mi crematístico solaz, me entero de que hay cajero automático y, de yapa, de que me pueden lavar el cúmulo de prendas que se me han, valga la redundancia, acumulado desde San Agustín. Tras desensillar en una habitación enorme y enormemente acogedora, vuelvo al comedor. No tengo demasiada hambre, pero igual pido un trío de empanadas de carne, queso y charqui de llama, con una botellita de Torrontés. Las putas empanaditas están tan deliciosas que me zampo otras tres (lo pagaré con sangre) y, puesto a exagerar, pido también un quesillo con dulce de cayote y nuez que me lleva con los ángeles. Me retiro a mis aposentos, ya muerto de sueño (Torrontés, sin duda, gratias), demorando con pequeñeces el encuentro con Morfeo como quien dilata el juego de amor. Me despierto a las cuatro y media, me quedo remoloneando y, cuando me quiero acordar, son las seis. Chapo la voiture (no quiero arriesgarme a caminar sin escafandra en la atmósfera marciana) y, cual el célebre Garufa, me voy pa’l centro de rompedor. ¡En el cajero no hay cola! Bien. Ya repuesto de alforjas, me meto a divagar a la buena de Dios. Calculo que estoy en el pueblo original, con su única calle asfaltada y las hileras de puertas y ventanucos sin solución de continuidad que bordean la calzada. Mucha gente por las calles. Chiquilines que corretean, muchachas de jolgorio, adolescentes hormonalmente inquietos, hombres hirsutos, mujeres rotundas. A lo lejos, la cinta albiceleste del tren, pero no hay forma de llegar desde el pueblo: todas las calles cortadas a posta, vaya uno a saber por qué. Regreso hasta la rotonda inaugural y la carretera me lleva, en efecto, al pie de la estación, que queda loma arriba.
Me he dejado las gafas de sol y los telefoninos, de modo que las pasé negras -metafóricamente, claro- y no pude sacar fotos, así que retorno al telo, me equipo y vuelvo a salir. Cargo nafta en la como quien dice estación de servicio donde me toca limpiar yo mismo el parabrisas merced a un tacho de agua que el joven repostador me indicó sin mayor entusiasmo y saco un par de fotos testimoniales.
Ya de vuelta en la posada, me aplico a seleccionar y editar las como doscientas fotos que se me han apiñado en el chip del austrotelefonino, tras lo cual me corro al comedor a teclear estas pamplinas, cosa que interrumpo para cenar un pollo con ensalada y una jarra de limonada celestial. Ahora estoy tirado sobre el lecho, ya a punto de ponerme totalmente al día.
Sábado 16‘
Cual temía, son casi las tres y media y no he logrado persuadir el sueño, así que me di una ducha y me vine al comedor (la señal no llega al cuarto) a proseguir con mis pamplinas. Cuando por fin creí percibir que me protestaban los párpados corrí a acostarme antes de que se arrepintieran. Apremio inútil. Me di una ducha, a ver, pero nada. La última vez que consulté el reloj fue pasadas las seis y ahí sí debo de haberme dormido. Pero a las ocho y media volví a despertarme y aquí estoy, desayunando. ¡Con tal de no quedarme dormido en el tren! Bueno, si ayer aguanté todo el viaje, ¿por qué no hoy, vero?
No sé cómo son los insomnios ajenos, pero los míos son dulcemente ajetreados. Mi cráneo es como una sonaja virtualmente agitada en la que se mezclan, como bolillas en un bolillero, infinidad de recuerdos de toda especie: viajes, sitios, mujeres, historias, anécdotas… de pronto se me da por contar aeropuertos en los que he aterrizado, o líneas aéreas en las que volé. Ayer les tocó el turno a los viajes como éste, no relacionados con el trabajo y en dulce solitario. Conté unos cuarenta y seguro que me faltaron unos cuantos. No más de Viena a Ginebra y de Ginebra a Viena han de haber sido una treintena, excepto que varios los hice con la Turca, con alguno de mis sobrinos o con Nadia y más tarde con ella y Valeria. Después están mis descensos casi anuales a Trieste, y Gales, y dos o tres veces el norte de Italia, y Sicilia, y Eslovenia, y el periplo Monte Veritá (solo que con el acento al revés)-Aahrus-Estocolmo, y dos por el nordeste brasileño, y la Fiesta Nacional del Chamamé, y Alicante-Valencia-Castellón-Salamanca-Barcelona (todas al hilo hace un par de años), y de Nairobi a Victoria y vuelta… Y como cada vez, vuelvo a preguntarme en premio que qué virtudes o en perdón de qué pecados. ¡Lástima que ya puede columbrarse el carretel! Pero, por una parte, ¿quién me quita lo bailado?, y, por la otra, ¡calavera no chilla! Como escribí cuando ni soñaba con el fin de la película:
Si la Parca me viniera
Con su guadaña este día.
Sin compunción le diría:
“¡Después de usted, compañera!”
Me hago amigo de Jero y Agus Roitman, abogados recientes, rosarinos. Me recomiendan reservar turno en el Museo de Arqueología de Alta Montaña y en el Museo Güemes. En el MAAM puedo reservar mañana a las cuatro; la señorita del Güemes me llama para confirmarme turno a las cinco. Le agradezco en el alma y le pregunto el nombre para mencionarla en mi testamento. Con Jero y Agus abordo a las doce el Tren a las Nubes y, Demiurgo privado gratias, me toca ventanilla, mirando a proa, del que resulta el lado más interesante. La guía explica minuciosamente la historia del ramal, aprobado ya por Mitre, pero iniciado por Yrigoyen en 1916, interrumpido durante la Década Infame y estrenado finalmente por Perón en 1947. La privatización menemita prácticamente lo dinamitó y ahora la línea a Chile tiene solo tránsito de cargas bastante ralo y las excursiones turísticas finisemanales de San Antonio de los Cobres al viaducto de Polvorilla, apenas treinta kilómetros. Los seis vagones de pasajeros del tren están bastante llenos. Hay, además, un vagón para el personal médico y de seguridad, un coche comedor y un vagón de carga diz que con “implementos mecánicos de apoyo”. Los carruajes están bastante fané, descascarados y de baños precarios, pero son cómodos y la atención esmerada. El paisaje, como era de esperar, magnífico. Pasamos junto a una mina abandonada a mediados de los años ochenta y dos fuentes termales de agua a ochenta grados que, para variar, hace tiempo que han caído en desuso. Frente a la mina, la locomotora se coloca a la cola para empujar la formación hasta el viaducto y arrastrarlo luego de vuelta. Apenas salvado el puente monumental, retornamos y nos detenemos media hora en una especie de rellano donde una veintena de collas venden sus artesanías y unas tortillas de quesillo y jamón realmente exquisitas. Un comensal se queja de que cuesten cien pesos, pero la india explica pacientemente que tiene que subir la cuesta con sus bártulos y que el tren funciona solo los fines de semana de cinco o seis meses al año. Subo unos veinte peldaños de fortuna hasta un mirador y el esfuerzo me deja rendido. Hasta el encendedor para pipas, que a nivel del mar es un vero soplete, paga su derecho de piso y se niega a consentir una llamita. Un grupo vestido con todos los fastos del carnaval toca y canta. Una mujer de unos cuarenta años entona chayas con su hijita de diez u once acompañándose con bombo legüero y caja. Explican cómo bregan por perpetuar la tradición prácticamente milenaria que se las ha ingeniado para sobrevivir la conquista y la cristianización forzosa.
Durante el regreso dormito un par de minutos y es todo lo que me cobra la noche en vela, A las dos y media estamos en el hotel, con la decisión de ir en coche hasta el pie del viaducto a ver pasar el tren que realiza su segunda salida a las tres y media. Duermo exactamente quince minutos y parto otra vez. El asfalto perime a quinientos metros del pueblo y lo sucede un camino de ripio poco amigo de los vehículos. Pero son apenas dieciocho kilómetros. Menos mal, porque el Fiat se me ha apunado y me lleva a desgano. La vista es acojonante, porque la estructura se eleva a 64 metros y el tren allá arriba se parece entrañablemente a los que supe tener.
Charlo largo y tendido con mis nuevos amigos que, abogados que son, todavía no pueden arreglárselas sin la ayuda de los padres. ¡Pobre Argentina mía! El calor es contundente y no bien saco las fotos de norma meto violín en polvorosa. Me detengo, pero, a fotografiar el cementerio de la mina Concordia, con sus tumbas desordenadas. A mi izquierda son modestas, apenas unos montículos coronados de cruces precarias; pero en frente son templetes ornados profusamente de flores artificiales. Eso, por un lado, y los ranchos coronados antenas parabólicas y paneles solares… ¡Qué Terzo Mondo más peculiar el nuestro!
A la entrada del pueblo me detiene un par de amabilísimos gendarmes (ya me había sucedido camino desde Salta) que examinan con más curiosidad que recelo mi licencia internacional. Explico que vivo en Viena y que la pandemia me inmovilizó de prepo hace casi un año. Se compadecen y me desean buen viaje. Llegado al hotel, me arrojo sobre el lecho y entonces la puna me cobra sus intereses. No voy a tener otro remedio que vomitar, solo que tengo el estómago vacío. Unas arcadas medio inútiles y una prolongada ducha que aprovecho para lavar los calzoncillos de ayer y hoy me devuelven a la normalidad y ahora sí puedo dedicarme a teclear mis sempiternas pamplinas. Por la tele hablan de la fortuna que el finado cuan putañero fiscal Alberto Nisman tenía desparramada en riguroso negro por diferentes bancos del mundo y que, por el momento, nadie puede explicar.
Las conversaciones con Pablo y los Roitman me revelan que me he transformado en un monumento histórico: no quedamos tantos que hayamos visto -y menos aún los que recordamos- los primeros trolebuses, el asesinato de Ingalinella en la mesa de torturas y primer desaparecido de nuestra historia, el bombardeo de la Plaza de Mayo, la Revolución Fusiladora, la Convención Constituyente, la epidemia de polio, el invierno que nos encareció que pasáramos el capitán ingeniero Álvaro Alsogaray, el Plan CONINTES dirigido por el siniestro general Osiris Villegas, el triunfo del peronismo -por fin legalizado y raudamente reproscrito- en la provincia de Buenos Aires, el risible gobierno de Guido, la escaramuza entre Azules y Colorados con el Comunicado 150 redactado por el joven Mariano Grondona, la tardíamente llorada presidencia de Illia, la desaparición de los tranvías y los trolebuses, la Noche de los Bastones Largos, el asesinato de Felipe Vallese por la policía y de Augusto Timoteo Vandor por los Montos, el Cordobazo y el aluvión que sepultó Mendoza. Del GAN que aventuró Lanusse, la matanza de Trelew, la Triple A, la defenestración de Cámpora, la muerte de Perón, el Rodrigazo y el golpe del 76 para acá, ya hay más testigos. Pero, de ellos, ¿cuántos recuerdan la Nueva Fuerza y su inverosímil Julio Chamizo, el brigadier Ezequiel Martínez (el presidente joven), los demoprogresistas de Horacio Thedy, los socialistas democráticos de norteAmérico Ghioldi y Nicolás Repetto, los ídem argentinos de Alfredo Palacios y su clon Juan Carlos Coral, la UDELPA (el partido de Aramburu, luego mancomunado bajo Héctor Sándler con los democristianos de Horacio Sueldo, los intransigentes del bisonte Oscar Alende, los conservadores populares de Vicente Solano Lima y los comunistas de Athos Fava en la Alianza Popular Revolucionaria)?
Bueno, basta de reminiscencias y a cenar mi bife de llama con mote salteado… celestial, coronado debidamente con un quesillo con dulce cayote y nueces y debidamente rociado con un perfecto Torrontés. Me acuesto convencido de que voy a reponerme de este par de noches de sueño precario. En efecto, me quedo dormido al instante.
Domingo 17
Solo que a la una y media me despierto. Lo suficiente para quedar desvelado, pero no para concentrarme en la lectura de uno de los tres libros de Leonardo Padura que me he traído hasta ahora al pedo. El problema no es ese, porque a mí la falta de sueño no me afecta y suelo paliarla con fugaces siestas napoleónicas. Nopo; el problema es que me aburro como una ostra. No me sirve, en este trance, revolver el tonel de los recuerdos. Es como pretender pescar con la mano: cada vez que creo por fin haber atrapado una memoria, se me resbala de entre los dedos y vuelve a sumergirse.
Bien, a ver si puedo leer, entonces. Pero la luz me da mal y, semisomnoliento como estoy, me cuesta demasiado discernir las letras. Enciendo la tele, pero solo encuentro series empezadas y dobladas como el orto o programas de una tilinguería absoluta, en los que animadores mal vestidos, con fingida alegría y esforzado entusiasmo, no dejan de bambolearse un instante, se festejan a aplauso batiente y decibel desenfrenado cualquier pelotudez, vociferan sin parar y no logran que les supure una idea interesante o un one-liner mínimamente ingenioso. Me queda el probado recurso de teclear pamplinas, pero no tengo gran cosa que decir y me temo que se nota demasiado. A todo esto, se han hecho las cinco de la mattina. El escozor de párpados me ilusiona que, si guardo la compu y apago la luz, voy a poder dormir aunque más no sea un par de horas. Como decía mi abuelo Louton, se verá en la autopsia.
Me despierto a las siete y media, desayuno, pago el hotel y me despido de Jero y Agus. Hace un frío de defecarse y el cielo luce ominoso. El tobogán es ahora en subida, pero la pendiente es bonachona. De milagro no me llevo puesto uno de dos burros que resolvieron cruzar la carretera prácticamente delante de mi paragolpes. Vaya uno a saber quién sería el dueño y donde moraría, porque a la redonda no hay absolutamente nada. Cerca de Abra Blanca llovizna e impera una neblina casi sólida. Por suerte, unos pocos kilómetros más adelante se disipa. Ahora bajo en quinta, casi regulando. Me detengo a visitar las ruinas de Tastil, que supieron ser un asentamiento precolombino de la órbita incaica en el que se calcula que para el s. XVI llegaron residir dos mil personas. Subo unos diez minutos por una senda escarpada, de curvas en ángulo agudo. Me bajo en el estacionamiento y debo trepar unos doscientos metros, cada uno de los cuales parece cobrarse medio pulmón. No tengo más remedio que detenerme dos veces a respirar con enorme esfuerzo y magra recompensa. Mi jadeo es de fuelle de herrero. Por suerte, la vista es hermosa y aprovecho las pausas para tomar fotos. Hasta que llego. Como era de esperar, solo subsisten los cimientos y parte de los muros de piedra en una cuadrícula ondulante. Aquí lo que fue un reservorio de agua de lluvia, allá el camposanto… Eso, al menos, afirman los carteles. El descenso es pulmonarmente menos exasperante, pero el suelo es irregular y no tengo otra que avanzar con ridículos pasitos de geisha.
Poco después levanto a un paisano bien indígena al que el castellano se le entrevera en la boca antes de hablar. Me entero a duras penas de que parece que el autobús hoy no pasa, que hasta donde lo encontré bajó a caballo (pero no logré descifrar qué había sido del noble equino) y que va a Quijano (ya un suburbio de Salta) a cobrar. ¡Pero hoy es domingo! -me extraño y él me explica (creo) que se queda hasta el miércoles. Cincuenta kilómetros antes de llegar nos detiene un par de gendarmes para advertirnos que en el km 31 ha habido un “volcán” y que, por el momento, no se puede pasar, pero que Vialidad Nacional ya estaba enterada. En efecto, una decena de autos inmovilizados anuncian lo que será un pequeño torrente que se abre paso por diversos surcos entre la grava que ha arrastrado. Diez o doce lugareños que se ve que están más que habituados a este tipo de percance caminan sobre los guijarros y miden la profundidad de los cauces. La grava está demasiado blanda, explican, con lo que las ruedas pierden tracción. Yo amago con amagar, pero la grava está, nomás, demasiado suelta y está claro que no voy a poder. En sentido contrario todavía no hay nadie. Pero no tarda en llegar una camioneta de la gendarmería. Al rato, unas cinco o seis 4×4 se arredran y logran pasar hacia San Antonio haciendo un alarde de baquía: se atascan, colean, retroceden, buscan otro ángulo y finalmente vuelven a tocar tierra. La penúltima la conduce una monja resueltamente anciana. Y la última se atasca irremediablemente. De algunos coches recién sumados aparecen tres o cuatro conductores armados de palas y, a fuer de echar balasto delante de las ruedas y empujar gallardamente con las botas en el agua logran salvar la situación.
Se ha corrido, entretanto, la voz de que “ya viene la Muni”. Una media hora después, los gendarmes nos ordenan dejar libres diez metros a cada lado del aluvión y casi en seguida aparece la topadora: un insecto gigantesco de seis neumáticos descomunales que entra a correr la grava hacia el vacío, pasando una y otra vez cabriolando enojada, e ir aplanando el terreno hasta que todo queda parejo, pero bajo unos quince centímetros de agua. Una hora después de haberme varado ya estoy rumbeando los treinta kilómetros que me faltan. Al bajar, mi pasajero me pregunta cuánto me debe. Cuando, naturalmente, le digo que nada, se deshace en bendiciones.
SALTA
La puta franquista de la gallega del GPS me hace dar varias vueltas al pedo, pero finalmente llego a la Posada de Casa Borgoña, en la calle España, a cuatro cuadras del centro, un hotelito bien de pueblo: casa chorizo entre colonial e itálica con el comedor y la recepción al frente y las habitaciones alineadas camino del fondo. La puerta de doble hoja de mi cuarto cierra como puede (que no es mucho), el baño: dos reductos con sendas duchas, a un lado, y otros dos con bidet e inodoro, al otro, con el par de lavatorios separándolos. Bueno, para una noche y por 1.200 mangos no está mal. Salgo con una hora para recorrer la ciudad que ya se manifestaba deliciosamente añeja, con recuas de casas italianas de complicadas molduras o coloniales con balcón de madera tejado. Las he visto en Lima y sé que también las hay en Quito. Es palmario que estamos en una etapa importante del camino que bajaba del Alto Perú al puerto de Buenos Aires. Y, como en San Miguel de Tucumán, una generosa dosis de solemnes edificios franceses de brunas mansardas. La Plaza 9 de Julio es hermosa. Un lado lo ocupa casi todo la catedral, reconstruida tras el terremoto de 1844. En ángulo la recova del Museo Arqueológico de Alta Montaña y la antigua casa de gobierno, más que digna de la Recoleta. A la vuelta, la casa natal de Güemes (reciente museo).
El MAAM es pequeño pero escalofriantemente bueno. Su razón de ser es exhibir -de a uno por vez- los tres niños perfectamente momificados que se encontraron en la cima del volcán Llullaillaco, víctimas sacrificiales de hace quinientos años. Como la visita es necesariamente veloz, llego al Museo Güemes media hora antes de las cinco. Romina, la muchacha a quien prometí incluir entre mis herederos si me conseguía un huequito hoy, es sumamente simpática y, hasta donde permite discernirlo la mascarilla, tirando a guapa. Me reconoce al punto. Le digo que, aparte de incorporarla a los demás aspirantes a mi hacienda, quería proponerle matrimonio. Me contesta que en treinta años que tiene es la primera propuesta creíble.
El museo está muy bien organizado, con vídeos de realidad virtual. Se va recorriendo habitación por habitación hasta llegar al patio trasero, ocupado por un grupo escultórico de figuras de arcilla tamaño natural que representan ese pueblo gaucho que fue el que garantizó la Independencia resistiendo las seis masivas incursiones del aguerrido ejército español. Lo que no explican los vídeos ni los carteles es que Güemes fue traicionado por los hacendados y comerciantes más que descontentos con el “fuero gaucho”, el beneficio en tierras y exenciones fiscales a los que militaran en la guerrilla rebelde. Herido de muerte, el don Martín Miguel rechaza el ofrecimiento del general español Olañeta de hacerlo atender por sus médicos y endilgarle un par de títulos de nobleza contra el compromiso de dejar de combatir a la Corona. Agonizante, Güemes pasa el mando a José Enrique Vidt, oficial napoleónico que, como Brandsen y tantos otros, recaló en estas tierras después de Waterloo. Un panel rescata los nombres de aquellos “capitanes de Güemes”, que, comandando grupos de gauchos desarrapados, armados básicamente de lanzas y boleadoras, por todo el confín altoperuano, desgastaron a los españoles en un frente de quinientos kilómetros hasta obligarlos a ceder. Martín Miguel de Güemes, el único general caído en combate durante las guerras de la Independencia.
A la salida, charlamos largo y tendido con Romina, que me recomienda para cenar la peña La Vieja Estación. Enfilo hacia la salida, pego media vuelta y, a boca de jarro, la invito a cenar… y ¡acepta! Quedamos en encontrarnos en la esquina de Belgrano y 20 de Febrero y yo salgo a hacer la reserva. La calle Balcarce es un Palermo Hollywood en miniatura, pero la peña no abre los domingos. El plan es ahora improvisar. Intento vanamente lavar el auto, pero yo, al menos me baño y emperifollo todo lo que mi ajuar de mochilero motorizado me permite. Me pongo a editar las fotos y, a la hora señalada, salgo con parada en un cajero automático… que me bloquea TODAS las tarjetas de débito, lo que me deja en un estado de liquidez francamente grotesco.
Romi me da instrucciones contradictorias pero que terminan llevándonos a destino. Escoge un restorán italiano (¡hhhmm!), pero es la homenajeada y se hará su voluntad. Nos sentamos a la intemperie y optamos por sendos sorrentinos de calabaza, ricota y nuez que están previsiblemente mediocrones. Romi pide limonada con jengibre y yo, por obra de mi Demiurgo privado, obtengo la última botellita de blanco, de apelativo ignoto, pero lo más bebible. Charlamos largo y tendido. Ella está separada, tiene dos hijos de nueve y tres, ha tenido poca fortuna sentimental y acaba de acabar una relación. Me extraña -¡y halaga!- su curiosidad por mi vida sentimental. Admite o confiesa o, acaso, proclama, que le gustan los hombres mayores (¡servidor!) porque son más serios y comprensivos (¡modestamente!). A todo esto, por supuesto, ha hecho el striptease del barbijo y la realidad supera gratamente la imaginación (¡y yo sin baño privado!). Quiere mi Dios personal que viva sola y los críos estén con el padre. Durante la velada pasan dos chiquilinas de unos ocho y doce años, la mayor seguramente embarazada, que nos piden algo de comer. Como el mozo tarda en aparecer, les doy unos pesos. Sigue un vendedor de alfajores medio sospechosos y luego un viejo que nos extiende una caja de cartón en la que se descompone un sándwich a medio devorar. Cado uno se lleva lo suyo. “No podés dejar de dar, ¿no?” -afirma más que indaga, mi nueva amiga. No, no puedo. Estás chicas tendrían que estar cenando en su casa con la familia, viendo televisión, lo mismo el viejo… “Por eso soy comunista -arriesgo-, porque este mundo de mierda de los ricos para los ricos tiene que cambiar”. Romi no quiere postre, pero yo me vengo de los sorrentinos mediante un sabroso flan con dulce de leche. Cerca de la una llegamos a su casa, como a doce kilómetros, ya en Quijano. Yo hace rato que venía soñando con un último romance… y no me queda otra que seguir soñando. Pero la ilusión fue deliciosa.
No sin varias circunvoluciones, la facha del GPS me retrotrae al hotel. Caigo rendido,
Lunes 18
pero el cotorreo de unas naifas madrugadoras me arrancan del dulce sopor a la siete de la madrugada, lo que me da tiempo para desbloquear las tarjetas. Xoch me ha pedido algo de lana y llamo a Romina en busca de asesoramiento. Ella tiene franco y se ofrece a acompañarme. Tras el desayuno en el cerro San Bernardo, vamos a donde supo estar la feria artesanal y en un bolichín compro un saco que me pareció hermoso, lo que garantiza que a Xoch no le va a gustar. Romi me acompaña a la estación, un edificio que, como tantos, le queda enormemente grande a la ciudad, pero que está perfecta y brinda, al menos, un servicio de cochemotores a Güemes (¡de haberlo sabido!). Uno de ellos (seguramente el único, visto lo ralo del horario) ronronea ante el andén, moderno, limpio, de asientos tapizados, resueltamente primomondesco. Dejo a mi -¡ay!- amiga en el centro y pongo rumbo a Joaquín V. González. Son ciento treinta kilómetros de autopista y otros tantos por la ruta 16, que, contra mis recelos, está perfecta y, para variar, casi fantasmal. Hasta el empalme, las cuatro pistas de asfalto ondulan vertical y horizontalmente, pero apenas viro, los cerros se distancian hacia el horizonte y solo alguna curva apenas arqueada anuda de vez en cuando las rectas interminables.
Por primera vez, necesito hacer tres pausas para recuperar vigilia (como siempre, de a cinco minutos por siestita). Estoy, pues, nuevamente en la pampa… solo que no es, claro, la pampa. El verde es casi tropical y no se ve una casita ni a una ni a otra margen, ni tampoco una res o un caballo. Como tengo tiempo de sobra, me doy una vuelta por El Galpón, un pueblito carente de asfalto pero abundante en antenas parabólicas, pobretón y feo de toda fealdad: casas de adobe reñidas con la línea recta, calles casi más anchas que largas las, para decirles de alguna manera, manzanas, negocios astrosos, autos casi desahuciados, perros mostrencos. Más adelante me detengo a fotografiar el río Juramento. Y son todas mis aventuras hasta
JOAQUÍN V. GONZÁLEZ
que tiene veleidades de ciudad chica, pero desangelada a rabiar. Salvo la ruta que la rasga, solo cuatro o cinco calles están vagamente pavimentadas. Dejo los petates en el Ayres del Campo y llevo el auto a higienizar a apenas dos cuadras.
De regreso, bajo la paliza agobiante de la canícula, paso por un taller que, en realidad, parece limitarse a la vivienda del mecánico, porque toda la correspondiente parafernalia usurpa la acera y los pacientes convalecen estacionados en la calle. Hay uno particularmente chatarroso que tiene pintadas a la que te criaste las siguientes leyendas: “Si te hablan mal de mí, preguntales cuánto me deben”, “No seré el No. Uno, pero cuando quiero te vacuno”, “Doy lástima con lo mío, no presumo con lo ajeno”, “Quien vive de envidia, muere de ravia (sic)”, “Viejos son los trapos, yo trabajo”, “Viejito, pero ando”. Como van a tardar dos horas, logro ponerme casi al día con estas pamplinas.
Hacia las seis voy a buscar mi vehículo y me pongo a dar vueltas por la urbe. Abundan los bulevares, con plazoleta de yuyos crecidos separando las calzadas de barro seco al sol. Ahora sí, equinos a rabiar, arrastrando carros desvencijados o sueltos por ahí. Solo veo cuatro edificios presentables: un hermoso y clásico colegio secundario, el Instituto Brighton de Cultura Inglesa (moderno, pero no sin cierta elegancia), un centro médico privado de lo más pipí cucú y un chalet menos bello que pretencioso que ha de ser la casa del Intendente. A ellos podríamos añadir la iglesia (berretona, eso sí) y un enorme cuan cursi templo evangelista (hay una estación de radio que no cesa de loar al Señor). Excepto el soberbio colegio, tan solo la plaza brinda solaz a la mirada. Y entonces, como no podía ser de otra forma, a la estación, que queda al borde de la ruta. El edificio ha perdido, como tantos, su razón de ser, porque la línea ya no ofrece el servicio de pasajeros de Salta a Resistencia. Atraviesa los tallarines atestados de vagones de carga un puente cuyas plantas de latón cimbran con cada pisada.
¡Y qué decir del otro lado de la vía! No hay ya un palmo de pavimento ni casi edificaciones de material. Las calles, hoy resecas, son un desafío a la suspensión y no han de resultar particularmente franqueables con la lluvia. Pero hay una solitaria afirmación de la belleza: frente a una casita por demás modesta, dos coníferas de un par de metros de alto podadas con todo primor para formar sendos conos perfectos. ¡Qué diferencia con los pueblos de Santa Fe o Buenos Aires!
Esta ciudad me ha defraudado tanto que resuelvo omitir Monte Quemado y seguir hasta Presidencia Roque Sáenz Peña y llamo al hotel para verificar que hay sitio. Como a las nueve y media, salgo a cenar, inverosímilmente, en el restorán anexo a la YPF. Cardúmenes de motonetas sin faros, siluetas apenas más negras que la noche en la calzada tenebrosa. Como en Salta, como en San Antonio de los Cobres, como en Güemes, como en Catamarca, de hasta tres adultos o dos y dos niños encabalgados y sin casco… El restorán está muy animado, con los parroquianos departiendo al aire libre en animado convivio bajo una noche deliciosa. Se respira verano y, en la oscuridad circundante, se me hace que estoy en una ciudad balnearia próspera y despreocupada. La cena es estupenda: el bife de chorizo más a justo punto de mi vida, con excelentes papas fritas, un más que digno Norton 1895 blanco (hace demasiado calor) y un quesillo con dulce de cayote y nuez (¿el último?)… 1.200 pesos, incluida la propina imperial.
Ya en el hotel, sigo con mis pamplinas cuando, in medias res, me llama Xoch para ver cómo estoy… ¡Y después hay gente que no cree en Dios! Bueno, la verdad es que la llamé yo esta mañana para que eligiera ella su saco, solo que en Monterrey eran las nueve y media de la madrugada y estaba roncando, y ahora me llamaba para disculparse por no haber respondido. Le está yendo previsiblemente bien, se ha visto con sus compañeritas del colegio, su abuelo está bien y quiere tatuarse en la muñeca (ella, no su abuelo). ¡Cambio y fuera! Yo apenas puedo mantener entreabiertos los párpados.
Martes 19
Me despierto a las seis totalmente repuesto. Acomodo la hacienda, me doy una ducha y me vengo a completar estas pamplinas. A las siete, pero, me da un conato de somnolencia. Como no tengo mayor apuro, me recuesto, a ver… y me despierto a las diez. Desayuno en una YPF y en marcha. La ruta sigue siendo “pampeana”, verde que te quiero verde, verde alfombra y verde paño, con algunos animales, el ferrocarril seguidor como perro ‘e sulky, varias líneas de alta tensión (las he observado en casi todas partes) y una esporádica recua de pueblitos otrora hilvanados por el tren y ahora amarrados a la ruta. Todos cortados por la misma tijera desafilada y gruesa. Un bulevar asfaltado algunas cuadras como por lástima, tal vez también una o dos transversales, y el resto, tierra irregular; las casas pobretonas, la gente a pie o apelmazada en motos de cilindrada nimia. Las estaciones previsiblemente abandonadas (pese a que sí hay servicio de cargas). La notable excepción es Taco Pozo: un primor, perfecto, limpio, con la plaza de juegos infantiles casi sacada de Dysneylandia y la estación, convertida en oficina pública, impecable. La de Pampa de Bermejo es sede del Museo Histórico Coronel Bermejo, pero está cerrada, Río Muerto hace honor a su nombre. No recuerdo en qué villorrio actúa un circo de sonoro nombre gringo que no puedo recordar. Me recuerda el de Verónica (vide “Crónicas ferrofantasmagóricas I). Cito para no repetir:
“En frente, detrás del galpón, un “Gran Circo”: tres o cuatro casas rodantes que han conocido tiempos mejores, dos o tres camionetas de idéntica experiencia, la carpa arremangada mostrando el círculo de sillas plegadizas y unos chiquilines (¿los hijos de los trapecistas?) chapaleando en una pileta de plástico. ¿De dónde viene, cómo ha llegado, adónde se irá y qué hace ese “Gran Circo” en Verónica? ¿Dónde y cómo habrá conseguido sus payasos, su domador (aunque no se divisan jaulas), sus malabaristas, sus magos del trapecio? Hay algo de dolorosamente argentino en cada escena, en cada paisaje, en cada rostro, en cada camino de polvo…”
Éste, en todo caso, parece haberse quedado -si alguna vez los tuvo- sin su león y su tigre seguramente casi de peluche. ¡Misterios de esta Argentina profunda que no he hecho más que arañar!
Entre Taco Pozo y Monte Quemado, la ruta está pa’ tirarla, aunque las topadoras se están ocupando de que vuelva a ser ruta. Unos cuarenta kilómetros de pavimento a la brasileña (a menos que haya mejorado desde que tuve que esquivar cráteres lunares en la carretera nada menos que de Salvador a Brasilia, allá por junio de 1992, recién llegadito a Viena).
Se me da por entrar en Monte Quemado a ver qué me estaba perdiendo y la policía que cancerberea la entrada me pide documentos (es que ya estoy en Santiago del Estero)… y permiso de tránsito. Sé que lo tengo entre los bitios del teléfono, pero tardo tanto en dar con él que la muchacha me deja entrar con la firme promesa de pegar una vuelta y piantarme. Cosa que cumplo sin mayor sacrificio porque MQ es una cagada. A poco de retomar singladura, ingreso en el Chaco.
AVIA TERÁI
El Hotel de Campo el Rebenque, queda unos 30 kilómetros antes de Presidencia Roque Sáenz Peña y unos cinco pasando Avia Terái. Hay que adentrarse cuatro kilómetros entre campos sembrados y lo que queda del monte, girar cuatrocientos metros a la derecha y ahí estamos. Un complejo de casas lo justo de rústicas, con una piscina de la que no llegaré a usufructuar. Los dueños (cuyos nombres me evaden) son de lo más amables, y esta noche soy el único huésped. Voy a Avia Terái a lavar el auto y una hora después, como a las seis, sigo el consejo de la gallega y me voy a una estación abandonada, una tapera a la que ni el nomenclador ni el techo le han quedado, inmersa entre yuyos a unos dos o tres kilómetros de la carretera. La vía parece en uso, pero no es la de la línea Salta-Resistencia, sino que proviene del sur. De ida y de vuelta paso por Corzuela, Capital Provincial de la Tradición, pero no tengo tiempo para indagar. A las veinte de la tardecita estoy en el hotel, ducha y a cenar… dos kilos de vacío al horno con papas, de los que no llego a dar cabal cuenta, claro. Platico largo y tendido con mi anfitrión, que narra historias grotescas de la corrupción policial, de las coimas que abiertamente le exigen para cualquier trámite… y eso que él los conoce y lo conocen. Pero, como tantos clasemedieros que no terminan de aprender, para él, el problema son los sindicalistas (y no que uno vaya a defender a los Moyano y cía., claro está).
Duermo como un lirón y me despierto a las ocho y media.
Miércoles 20
Tras el desayuno, me mando para
PRESIDENCIA SÁENZ PEÑA
Que es una ciudad dendeveras, de abundantes y hermosos bulevares a la que, cierto es, de repente se le acaba el asfalto y que sea lo que Dios quiera. Quiere, por su parte, la gallega que salga de la ya casi autopista, me interne unos mil metros y gire al inicio mero de la calle 302, que viene a ser el bulevar de este lado de la vía. Paso por el Museo Ferroviario Municipal. Al fondo, en diagonal, ultrarrieles, la estación. Como seiscientos metros más tarde puedo cruzar las vías y ya voy a estacionarme, valga la redundancia, frente a la estación, que el Demiurgo me enciende el fósforo y voy derechito a un laverrap que está a punto de cerrar (son las doce menos nada) y luego abre “hasta” las cuatro, como dirían los aztecas, con lo que no me tendrían el ajuar higienizado hasta mañana. Ahora me lo van a tener a las dieciocho de la tarde. Tengo seis horas para divagar. Doy unas vueltas alrededor de la lavandería por calles que podrían ser de cualquier pueblito o suburbio de Buenos Aires. La única pata de la sota son las palmeras. Por mucho que busco, no veo prácticamente ninguna casa de principios de siglo (bueno, la verdad es que la urbe fue fundada en 1912, bien entrado el siglo XX) ni, si me apuran, de entreguerras. La Iglesia es medio adefesiosa y la plaza tiene la gracia de un noruego bailando salsa. Me pregunto si en el centro habrá algo más de mirar. Igual, fers sins fers, vale decir, lo primero es lo primero y a la estación (que ahora sí presta servicio de pasajeros a Castelli y otro pueblo más), hermosa pero venida muy a menos. A unos cien metros hacia la derecha, una pasarela perfectamente verde atraviesa las cinco o seis vías que todavía pueden adivinarse. Hacia la izquierda, al fondo se ve el taller en que se aprestan dos fulgentes duplas diesel. A su costado, una de otro modelo (Fiat, creo) con la ñata aplastada y dos o tres vagones vagamente celestes de cuando el tren era tren y lo arrastraba una locomotora. En la vía contigua un cochemotor pequeño, tal vez de servicio, descascarándose al sol. Un policía me saca amablemente carpiendo y cruzo al fondo del Museo Ferroviario Municipal, en el que reposan una inesperada “Bruja” del Subte A, un par de coches de madera y un Ford A de ruedas metálicas con pestañas para correr sobre los rieles. Son apenas las dos y media o tres, y el museo abre “hasta” las cuatro, pero como no tengo nada que hacer, para allí voy.
Frente a él, en una especie de placita en la que hay más una casilla de ladrillos y tejado a dos aguas que un chalet y, amén de un par de herrumbrados auxiliares de cosechar, un tanque Sherman. La placa conmemora no sé qué de no sé qué regimiento. Tras las fotos de norma, veo que del museo salen dos hombres conversando animadamente. Pregunto si está abierto y me contestan que “hasta” las cuatro, pero uno de ellos es el cuidador que se apiada de mí y me deja entrar. No solo eso, sino que me abre los dos viejos vagones de madera. Uno supo ser comedor, pero solo le queda la carcasa. El otro era para funcionarios oficiales: una sala de estar con sillones giratorios de cuero alrededor de una mesa de roble, dos camarotes simples, un tercero con doble cucheta, seguramente de servicio, el baño y la que fue cocina. A la “Bruja” no subo porque me la conozco de memoria. En la sala no hay más que fotos -interesantísimas- que van narrando la historia de la ciudad, los colonos que, sin saber, vinieron a fundarla, y su tren. Don Javier Cardozo, que así se llama mi Cicerone, rehúsa inútilmente los quinientos mangos que le meto casi en la mano so pretexto de que se libe una birra a mi salud. Nos sacamos dos o tres selfis y me cuenta que lo que yo tomaba por escultura aprovechando un árbol horizontal y reseco, de ramas como alegorías, no es tal, sino que fue árbol hecho y, sobre todo, derecho, hasta que lo tumbó un temporal. Nos despedimos como amigos de toda la vida.
Enresulta que la placita del Sherman lo es del Museo de la Fundación, sito en la mentada casilla. Son las cuatro menos diez, pero el curador y otra señora que anda por ahí también se conmiseran y me dejan entrar. El museo es un aquelarre de objetos privados de mayor conexión con la historia de la city: decenas de máquinas de escribir Remington u Olivetti, algún teléfono de baquelita, planchas de las que se calentaban con carbón, faroles de querosén y demás chiches de heterogénea ontología, una vitrina con uniformes acaso de la Conquista del Desierto, dos sables… solo faltan la Biblia y el calefón. Las fotos, pero, interesantes. Se ven en ella los deliciosos edificios originales ahora totalmente desaparecidos, inmigrantes recién inmigrados, bigotes renegridos, barbas tupidas, mujeres de faldas como carpas de circo y cofia, purretes vestidos como para la primera comunión. La ciudad extendiéndose manzana a rústica manzana.
Y no queda más que hacer, salvo dar vueltas y más vueltas, hasta las seis, porque el Museo de la Ciudad esta “temporalmente” cerrado. Ídem la Ciudad de los Niños que, igual, perdido por perdido, voy a pispear: Un predio de varias hectáreas con edificios de juguete y juegos infantiles, un lago sin usar, la mitad del cual está cubierto de camalotes. Y bulevares y más bulevares, el más insólito y conmovedor, el de los Inmigrantes: paseo Repúblicas Checa y Eslovaca, paseo República de Croacia, paseos República de Italia (sic) y Polonia (con monumentito a Juan Pablo II), paseo de los Suizos Alemanes y de los Españoles, paseos Ucrania y República de Bulgaria, éste con un enorme y bello monumento a Hristo Bótev, el revolucionario del s XIX caído en combate contra los otomanos… Sipi. A mí siempre me azoró que en el Rosedal se erigiera un imponente monumento a Tarás Shevchenko, el poeta nacional ucraniano, pero a Hristo Bótev… ¡en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco! Y no es todo. Bajando por otro bulevar paso por la Casa de Cultura Checoslovaca, frente a la cual, en la correspondiente plazoleta, se hastían de puro blancas y hieráticas las efigies de los checos Josef (?) Stefanik, un militar fundador de la colonia checoslovaca, y Tomas Masaryk, el fundador de la Checoslovaquia moderna. La sede tiene un hermoso mural, pero me pregunto cuántos checoslovacos dendeveras quedan. Todas estas colonias, me duele, están condenadas a esfumarse, a devenir nuestros etruscos.
He preguntado por el centro, y parece que su núcleo neurálgico es, nomás, el laverrap. Es decir, que no hay tal centro. Ni, reitero, salvo dos o tres que fotografié antes de que sea demasiado tarde, una sola casa que recuerde el pasado. Lástima, porque, aún sin nada o casi que ver, es una ciudad más que agradable. Con, eso sí, una carencia inexplicable: No tiene bares. No que tenga pocos, sino que tiene solamente UNO, en el que me tomé mi tradicional birra. Y ése ni siquiera está cerca de la Plaza San Martín, que, si no me advierten, ni se me ocurre que sea el epicentro de la ciudad (aparte, desde luego, del laverrap, que queda a veinte metros, un poco como el polo magnético respecto del geográfico). Sí hay -¡claro, con esta calor!- como cinco heladerías, casi todas Grido.
Y así dan las seis, justo cuando concluye la sinfonía 82 de Haydn. Recojo mis petates y, antes de meterme en el monte en busca del hotel, me doy otra vuelta por Avia Terái en busca de la estación, que sí está en servicio y hasta tiene un Jefe con sus subalternos tomando mate a la espera del tren de mañana o pasado.
En el hotel hay hoy dos familias con escuincles. Saludo amablemente, ducha, cena y a apolillar hasta las seis.
Jueves 21
Organizo mis vademécumes, duermo media horita complementaria, desayuno y en route ! En la última rotonda, la cana me pregunta si puedo llevar a dos de ellos a pueblos vecinos. El primero se baja en Machagái. Con el segundo, que es celador del servicio penitenciario provincial, damos una vuelta para ver, naturalmente, la estación. Luego seguimos hasta Presidencia Victorino de la Plaza, donde me interno un par de kilómetros para dejarlo en su casa y caminando por cuya avenida principal veo un par de gitanas jóvenes con sus faldas y sus críos. Las he visto también en la Plaza 9 de Julio de Salta y fue la primera vez en quién sabe cuántos años que vi una zíngara. Creo recordar que en Buenos Aires eran frecuentes. Mi pasajero me dice que tienen un campamento ahí cerca. ¿Qué harán en Presidencia Victorino de la Plaza, chaco? ¿O en Salta? ¿O en Buenos Aires, Roma o Granada? ¿Qué tendrán en común con los itinerantes (travellers, les dicen) no gitanos de Gran Bretaña e Irlanda? ¿Cómo puede ser la gente tan diferente de uno, tan insondable, tan misteriosa? Paso indefectiblemente por la estación, que parece ocupada, y ya no me detengo hasta
RESISTENCIA
Es decir, yo no me detengo, pero poco antes del acceso a la ciudad me para un retén policial donde, amabilísimamente, como ya me he habituado, me recuerdan que tengo la Verificación Técnica Vehicular unos veinte meses perimida. Me dicen que en Resistencia me la pueden actualizar y, con esas instrucciones, la gallega me deposita milagrosamente en un centro idóneo. Solo que, pese a que el anuncio promete Jurisdicción Nacional, nada pueden hacer porque la Ciudad Autónoma y la Provincia de Buenos Aires los han cercenado del sistema. Me advierten que lo mismo sucederá en Corrientes o Entre Ríos, pero me dan un certificado de que me presenté y no pudieron hacer nada. Sigo para la ciudad que recuerdo hermosa de mi paso con ocasión de mi inolvidable gesta chamamecera (vide “Crónicas litoraleñosas”).
Dejo el Fiat amarrado a la Plaza 25 de Mayo y salgo a caminar por Sarmiento, que le dicen avenida pero es un regio bulevar, como todos los que confluyen o parten de la plaza, rico en esculturas, pues que Resistencia, bueno es recordarlo, pasa por capital de las esculturas. Las haylas, nefetibamente, por todos lados: en las plazoletas de los bulevares, claro está, pero también trepadas a las aceras, en esquinas o a mitad de cuadra. Las haylas, igual de nefetibamente, para todos los gustos: de quedarse a mirarlas largamente y de apartar rápidamente la vista antes de que se lastime. Las que me tocan en mi breve digresión peatonal son de las buenas, especialmente una hermosa cabeza de Tehuelche. Hay, sí, un unicornio de chapas de latón que bien podría no haber, pero bueno. Aprovecho para reponer alforjas en el Banco Galicia y mandarme mi tradicional primera birra. No siento particular voracidad, pero me tienta, llegado por fin a un río río, deglutirme un pacú o un surubí. La guguelmáps (sé de niño que las agudas terminadas en ene, ese o vocal llevan tilde, ¿pero también las que desaguan en ese impura?, se ve fuera de lugar la rayita sobre la “a” de “máps”, ¿vero?) me conduce a uno que diz que es fenómeno pero está cerrado. Hay otro a 800 metros, y ya estoy caminando en la dirección indicada cuando se me ocurre que, si también está cerrado, tengo que buscar otro y seguir la marcha quién sabe adónde y hasta cuándo, de forma que regreso al Fiat y voy como quien dice motorizado. En la parrilla aconsejada hay solo dos comensales más pero no pescado. El asado esta reseco y ni lo termino. ¿Quién me manda abjurar de mi sano hábito de saltearme el almuerzo? Espero haber aprendido mi lección.
Encaro la ostentosa autopista que se estrecha en el puente Belgrano y cuando ya me creo a salvo ultraflúmine, hete aquí que el tránsito se atasca y conforma una infinita diadema de vehículos prácticamente inmóviles que van dando la amplia curva para tocar tierra firme ya en
CORRIENTES
Yo tengo permisos de circulación de todas las provincias y los respectivos pueblos que jalonan mi periplo… menos los de Corrientes, que nunca me llegaron. Por suerte, me salva el de Concordia, Entre Ríos. El dpto. que he alquilado sin saber, Río Juramento 1947, está en lo que parece (pero, por suerte, no es) un conventillo: traspuesta la puerta del garaje, éste se abre a un patio en el que se alinean a noventa grados unas cinco o seis motos y bicicletas, y hasta un acoplado para embarcación, disputándose todos el muro de ladrillo con baldes de pintura o cemento. Desde la pared frontera, protegida o prisionera de su cubículo de cristal, contempla el paisaje una pequeña Virgen de Luján. El patio se resuelve rápidamente en un pasillo a cuya derecha, entre escobas, baldes y tendederos de ropa, se yergue una construcción de tres pisos con cinco o seis puertas y ventanucos recién graduados de ventanas por nivel, dando sobre su correspondiente corredor a la intemperie. A los pasillos se asciende por una escalera casi de fortuna, armazón de hierro y peldaños de madera semivacilante. No difieren tanto ediliciamente los conventillos de La Boca, solo que aquí los cuartos vienen con baño privado. Y es todo el hándicap. Porque mi dpto. es un rectángulo de paredes de ladrillo sin revocar, con una pileta percudida, una cocinita de dos hornallas a horcajadas de la mesada, una heladerita cúbica, una cama (eso sí, amplia) adosada a la pared de en frente, un, para ontologizarlo de algún modo, sofá al que hay que sentarse con el culo bien adentro so pena de caerse de ídem, y el único baño sin bidet de la República. Menos mal que la llave no cierra por fuera, porque, de otra forma, el desastre sería incompleto. Pero, como sabemos, ¡calavera no chilla!, y el protoconvento se ve razonablemente seguro, así que, llevándome, por si las moscas, mi compu, salgo en busca de un pescado ut gens.
La señora que me ha venido a abrir las puertas de esta mansión en miniatura me recomienda el manducatorio del Hotel de Turismo, sito en la hermosísima costanera, y hacia allí me encamino. La mentada costanera está cerrada al tránsito, con lo que estaciono en una transversal qualunque y voy caminando, pipa en ristre asomando de entre la mascarilla, por una avenida arbolada. Frente al río casi infinito, familias picniqueando entre el farallón y los carritos de viandas iguales a los que supo haber en nuestra Costanera Norte y pugnan por subsistir en la Sur; por ambas calzadas, niños o adolescentes en bicicletas apenas susurrantes, algún joguista nocturno, tríos o cuartetos de muchachas de risa fácil, lomos broncíneos, ojos renegridos y cabellera azabache… En la margen interna, sentados a las mesas de la seguidilla de bares y restoranes, animados grupos de comensales de los más pudientes. El Hotel de Turismo no es otra cosa que el Casino, pero se ve apetecible si desierto. A las poco más de las ocho, soy el único parroquiano. Ceno un bife de surubí con fritas, un vaso de Nieto Senetiner chardonnay, un panqueque de dulce de leche con azúcar quemada y el café más excelso que haya probado fuera de Italia. Antes de partir, paso al retrete, que queda al fondo del salón donde un regimiento de autómatas pierde afanosamente dinero agitando las manivelas de las máquinas tragamonedas. Como las del resto del planeta, son cachivaches de diseño vulgar y pantallas de colores chillones, que emiten extraños ruidos de entrañas electrónicas constipadas, hechas a medida de la inopia existencial de sus usuarios, que, en su estólido embeleso, no se distinguen demasiado de las moscas atrapadas en mi Fiat, que insisten en pegar contra el parabrisas por más que tenga abiertas de par en par las ventanillas laterales.
Postmicción, salgo nuevamente a la Costanera. Es una noche ideal, de esas que dificultan creer que la especie puede padecer hambre o entreasesinarse con total displicencia. Llego al dpto. con mis últimas monedas de vigilia y duermo como piedra hasta las siete.
Viernes 22
Me despierto, preparo las cosas, duermo media horita más, y a las ocho y media estoy en camino. A poco de salir del área urbana, la ruta, siempre perfecta, se hace nuevamente casi fantasmal. Casi, porque pasan unos cuantos camiones en sentido contrario, pero a mí no me toca adelantarme a ninguno. Se conoce que van amontonándose en Corrientes. Como no he desayunado, aprovecho para repostar panza y tanque en Empedrado, a cuya entrada se enhebran varios coches. Es que Corrientes es, de las diez que llevo visitadas en este viaje, la única provincia que se toma el COVID en serio. Ya no fue soplar y hacer botellas ingresar desde el Chaco y me han parado un par de veces para verificarme la temperatura. Aquí la puerta es estrechísima, quien quiera pasar a pie ha de hacerlo por una carpita en la que recibe una ducha de alcohol, y, si en auto, es necesario el permiso de circulación y un hisopado positivo de no más de tres días de historia. Me veo venir el futuro inmediato y pregunto a las tres o cuatro correntinitas vestidas de astronauta si puedo hacerme la prueba ahí mismo. Puedo. Tengo que esperar unos diez minutos a que atiendan al paciente anterior departiendo (yo) con la muchacha que me ha tomado los datos. El procedimiento sale mil mangos y yo indago si me devuelven el dinero en caso de que me dé negativo. El médico o enfermero extraterrestre es, como todo el mundo hasta ahora, amabilísimo. Me explica que la cosa se parece a una prueba de embarazo y yo le comento que nunca me la he hecho porque siempre me cuidé mucho. Cuando salgo, la correntinita me pregunta cómo me fue, y le contesto que el tordo me ha recomendado que haga mi testamento. Me subo al Fiat con el tintineo de su risa todavía en la memoria auditiva.
A diferencia del Chaco, el paisaje empieza ganadero, con reses en los interminables pastizales que bordean la carretera. Pero se va tornando más y más -cómo decir- selvático. Más árboles, más tupidos. De improviso, una lagunita. Luego otra ya más considerable. Cada tanto, un pueblo, cuyas casas orilleras tienen todas jardines cuidados. Cambio de carretera dos veces. Al aproximarme a Concepción, ojcórs, me detienen para tomarme la temperatura, tras lo cual sí puedo ingresar en
CONCEPCIÓN DE YAGUARETÉ CORÁ
La gallega me lleva al hospedaje Iberá ‘Tapé y, por una vez, la puteo por no haberme desviado. Es, en efecto una Tapé-ra (“tapera”, pa los infiltráus, le decimos al rancho abandonado y en ruinas). ¡Menos mal que no está habilitado! La dueña me pasa el fono de una señora que anda en esto del turismo, la que, a su vez, me recomienda a otra que tiene unas cabañas. Tras un par de intentos fallidos de comunicación paso por el Hotel La Alondra, donde atiende la susodicha dama, pero que cuesta sesenta verdes diurnos porque, ¿vio?, es un hotel butic y ella me indica cómo arribar a las Cabañas de Iberá. Trátase de un complejo en el estilo del El Rebenque, pero más convencional. María José -que a tal nombre responde la propietaria- resulta, para variar, muy solícita y me organiza una excursión para mañana (el guía -personal, pues que no hay nadie más- me pasa a buscar a las ocho de la madrugada). MariJó me recomienda visitar el Museo Histórico, el de la Interpretación (que vaya uno a saber por qué le han puesto tan sugestivo nombre y no es otra cosa que un introito al Parque) y el de las Muñecas. ¡Sipi! El tercer sitio de interés de este pueblito perdido en medio de nada es… un museo de muñecas.
Lavo la ropa de estos días y me pongo al día con el correo. A las dos y media y, pese a la saña de la canícula, me voy caminando las tres cuadras a la Plaza 25 de Mayo, en cuya área de influencia encuéntranse las tres instituciones de marras. Como era de vaticinar, el pueblo disfruta de un asfalto que no se sabe bien dónde empieza pero de repente termina. Las calles son casi todas de arena, pero abundan los vetustos edificios del s XIX, más que modestos en su mayoría. Otros están reciclados, como los contiguos museos de la Interpretación y las muñecas. Pero los más van aguantando el tiempo con cierta dignidad. Hay uno que es obvio que conoció tiempos mejores, de llamador de bronce en la puerta. El más pipí cucú es la Municipalidad, apenas doce o quince metros de frente y fachada primorosamente decorada a la italiana.
En la plaza se erige el monumento a Pedrito Ríos, el Tambor de Tacuarí, oriundo, nomás, de este pueblo que, me voy enterando, es pura historia. Porque, aparte de ser de estos pagos la primera estancia (jesuítica ella) del país, por aquí pasó Belgrano camino del Paraguay. Aquí el viejo Ríos le encareció que, visto que él, a sus sesenta y cinco años, poco podía hacer por la Patria, le aceptara al hijo de doce. Belgrano vaciló, pero el coronel Vidal, casi ciego como estaba, lo convenció de que le permitiera servirle de lazarillo. El gurí aprendió de un tal Pedro (creo) Bustamante, mayorcito él, a sus catorce pirulos, los diferentes toques y aquel 9 de marzo de 1811, ni a un año de la Revolución, avanzó con el coronel detrás siguiéndole el redoble. Ahí lo calzaron dos balazos. Como dijo después Mitre, “en Tacuarí hasta los ciegos y los niños pelearon”.
El pueblo parece genuinamente perdido en el tiempo y el espacio. Todo está cerrado, no se ve un alma, no hay otro sonido que el de los pájaros. Regreso a mi cabaña y ya pasadas las cuatro vuelvo a intentar la gira cultural. El Museo Histórico ha sido un templo. Es un agradable edificio bastante moderno, con mucha madera y techo de tejas a dos aguas. No tiene demasiadas “cosas”: algunas armas desde la campaña de Belgrano a la del Desierto, algunos uniformes, enseres domésticos exhibidos al tuntún (aunque no tan anárquicamente como en el de Sáenz Peña)… Lo que de veras cuenta son los paneles con la prehistoria e historia del lugar. Porque los guaraníes solo llegaron del Brasil en el s. XII para encontrarse con una decena o más de etnias inconexas (tomen nota de estos invasores quienes bregan por expulsar a los mapuches). Inmediatamente se hacen hegemónicos y son ellos los que encabezan la resistencia a los españoles. El pueblito empieza como nada y no se ha agrandado en demasía desde entonces, porque hoy, salvo yo, son poco más de cuatro mil quienes lo habitan. Aún así, se lo disputan Santa Fe y Misiones, porque parece que las vaquerías (la “caza” de ganado cimarrón) era muy bien negocio. Los jesuitas, entretanto, organizan la primera estancia a fines del s XVIII. Pero lo apasionante es el paso de Belgrano, con sus tropas bisoñas, rejuntadas y mal pertrechadas, sus oficiales dudosos, como Machain o Perdriel, y su propia falta de experiencia militar, en una expedición militar (y en mucho políticamente) condenada al fracaso. La Revolución abriéndose paso a tientas, con sus mejores hombres dispuestos a todo.
Del Museo Histórico paso al Centro de Interpretación del Iberá. Soy el único visitante y me atiende el único guía de turno, Juan Ramón. El Centro casi no tiene más que paneles informativos y un par de vídeos… pero es de las cosas más interesantes que me ha tocado ver. Y eso gracias a Juan Ramón, que, a sus cuarenta y cortos, ha dedicado su vida al estudio, la protección y la difusión de este paraje excepcional. Pero tampoco es por eso por lo que jamás voy a olvidar este día. Entramos en una salita de cuatro o cinco en la que hay como un corte transversal de una choza, seguramente indígena. No me llego a enterar. Porque Juan Ramón parece sufrir una transformación: Esta -dice- es para mí una habitación muy especial. Yo trato de averiguar qué tienen de extraordinario o especial esa hamaca, ese brasero, esas ojotas y ese semicubo de junco en medio de fotos de animales salvajes y paneles que seguramente los describen. Nunca sabré que magia siente Juan Ramón mirando estos objetos en definitiva anodinos y triviales, pero es como si, de pronto, se inspirara, y se pone a hablar sobre qué es ser correntino. Nos comemos alguna ese -dice- pero eso es lo de menos, porque nosotros somos gente sencilla, que siempre le abrimos el corazón a cualquiera, familieros, porque, para nosotros, lo más importante es la familia y, claro, de mucha fe; porque, aquí, en Concepción tenemos más de cuarenta capillas y veneramos mucho también los santos paganos como el gauchito Gil o la Pilarcita… Habla y habla Juan Ramón, y a mí se me ocurre que, si el mundo se quedara sin luz, su aura brillaría en la penumbra. Lo escucho como de muy lejos, tratando de memorizar cada palabra, pero ahora que quiero anotarlas, se me escapan como el jabón que inútilmente queremos atrapar en la bañera. Me queda el halo casi de santidad de este hombre entusiasmado con su tierra y orgulloso de su gente. No que su relato no tenga interés: La cuenca estaba totalmente descuidada, con varias especies al borde de la extinción o directamente extinguidas, como el yaguareté. Hace unos años apareció el providencial inglés providencial (ha habido unos cuantos), Mr. Tomkin, que compra varios miles de hectáreas, funda una ONG llamada Rewilding (refaunación), las dona a la Nación o a la Provincia y se afana por reponer las especies desaparecidas, como el yaguareté, que, igual que una especie de anaconda, hace traer del Brasil. El gran depredador ha sido el hombre, pero no cualquiera, sino el cazador comerciante. Los pobladores originales (ojo, no necesariamente originarios) cazaban y pescaban lo que requerían para comer, pero los mercaderes empezaron a comprarles las presas o a cazarlas ellos mismos y así desapareció, por ejemplo, el yaguareté. Narra Juan Ramón que ha habido un gran trabajo de concientización entre los propios cazadores y que muchos se hicieron defensores del ecosistema. En menos de diez años, el resultado ha sido formidable, y ahora, con la protección y el patrocinio oficiales el parque empieza a prosperar (bueno, empezaba hasta la pandemia). Es el más extenso del país y, con más de cuatro mil especies, el más rico en biodiversidad. Consiste en una serie de esteros y lagunas unidos por arroyos interrumpidos por “embalses”, acumulaciones de materia orgánica que, entre otras cosas, absorben agua como esponjas gigantescas que, en época de seca, como ahora, empiezan a liberar. Juan Ramón se explaya sobre los tipos de animales: infinidad de aves y peces, yacarés de dos tipos, pecaríes, osos hormigueros, tapires, ciervos… Nosotros mismos no sabíamos lo que teníamos -explica-: tuvo que venir gente de afuera para hacernos comprender esta enorme riqueza que, en realidad, no es nuestra, porque es de todos. Stalin (¡con perdón!) decía que los comunistas que iban haciendo el sufrido, abnegado, heroico y anónimo trabajo de sindicalización y difusión eran los “tornillos” del aparato. Gente como Juan Ramón, como don Javier Cardozo son, digo, los tornillos de nuestra cultura.
La próxima etapa es el adyacente Museo Temático Infantil “La Pilarcita”, cuyo fondo original son las 250 muñecas acumuladas y donadas por María Elina “Marily” Morales Segovia, una escritora concepcionense que vivió, me cuentan, en Valencia. Hoy día, entiendo, son como 400. Hay de todos los tipos y tamaños, de trapo y madera y porcelana y papel maché, más antiguas y no tanto, vestidas de época o de princesa o con traje típico de algún país, exhibidas sin explicaciones (¿para qué?) y yo muero de nostalgia y melancolía, porque quisiera, con todas las fuerzas de mi ser quisiera, tener ahí, extasiándose y riendo de puro entusiasmada, a Xóchitl de cuatro o cinco o seis años.
Se habréis preguntado, supongo, que quién es o fue la “Pilarcita” que se graduó de santa pagana y tiene dedicado un museo. Pues diz la leyenda que en 1917, de la carreta que traía a su familia de inmigrantes se le cayó su muñeca, y ella, de cuatro añitos, se arrojó a rescatarla y fue aplastada por la rueda. Es una historia truculenta, más acaso que la de la Difunta Correa (la que amamantó de muerta durante una semana a su hijo), pero, por alguna razón, la cultura popular se nutre de estas historias y siente particular veneración por estos personajes. ¿Cuántos padecimientos, cuántos miedos, cuántas esperanzas ancestrales terminan reflejándose en estos mitos?
Y, yaquestamos, veamos quién fue el gauchito Gil. Asigún la Güiquipedia, hay tres versiones: Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez fue un gaucho trabajador rural, que tuvo un romance con una viuda adinerada. Esto le hizo ganar el odio de los hermanos de la viuda y del jefe de la policía local, quien había cortejado a la mujer. Como consecuencia del peligro que implicaba, Gil dejó el área y se alistó para pelear en guerra del Paraguay (1864-1870). Luego de regresar, fue reclutado por el Partido Autonomista para pelear en la guerra civil correntina contra el opositor Partido Liberal, pero desertó. Dado que la deserción era delito, fue capturado, colgado de un pie en un árbol de espinillo, y degollado. Antes de ser ejecutado, Gil le dijo a su verdugo que debería rezar en su nombre por la vida de su hijo, que estaba muy enfermo; el verdugo desconfió de él, pero cuando regresó a su hogar, encontró a su hijo casi agonizando; desesperado, le rezó a Gil y su hijo sanó milagrosamente. (Se toma la tradición de envolver con banderas rojas o pintar de rojo los santuarios de veneración al Gauchito Gil, dado que es el color que caracteriza al Partido Autonomista en la provincia de Corrientes). Una segunda leyenda relata que Gil era un cuatrero que se congració con los pobres. Reclutado para combatir en la Guerra de la Triple Alianza, desertó y fue perseguido. Capturado, cuando el comisario estaba a punto de dispararle debajo de un árbol, el Gauchito Gil le dijo: «No me mates, que ya va a llegar la carta de mi inocencia». El comisario respondió: «Igual no te vas a salvar», y el Gauchito dijo: «Cuando llegue la carta vas a recibir la noticia de que tu hijo está muriendo por causa de una enfermedad; cuando llegués rezá por mí y tu hijo se va a salvar, porque hoy vas a derramar la sangre de un inocente». Al llegar a su casa, el comisario encontró a su hijo enfermo, rezó por él en nombre del Gauchito Gil y el gurí se curó. El comisario volvió a donde estaba el cuerpo de Gauchito Gil y le pidió perdón. La tercera versión es algo menos romántica:El Gauchito Gil dirigía un grupo de matones autonomistas que iban de pueblo en pueblo saqueando, robando a los ricos y matando a todo liberal que se cruzara en su camino. Fue capturado por un grupo de hombres del Partido Liberal y degollado cerca de Mercedes, Corrientes.
Curiosamente, no ha habido culto de quien más lo merecía, el tambor Pedro Ríos, tal vez demasiado real para dar pie a una leyenda.
Paso por “el chino” a comprar alguna vianda de emergencia y jugo. El chino tiene un vero supermercado que casi le queda grande al pueblo. Y, según colegí, el chino es, además, china. Una mujer joven (bueno joven a lo chino, o sea, de edad indefinida) que me explica que ha venido de muy lejos -¡claro!- pero no cómo ni por qué… a Concepción de Yaguareté Corá, Corrientes, cuatro mil y un cachito de habitantes. Amarcord el chino del bazar de Navarro, que se había instalado ahí “polque vine y vi no hay bazal”. En fin, un pueblo que lleva miles de años aprestándose, con paciencia auténticamente china, a dominar el mundo no más a fuer de ser tantos, emprendedores y de trabajar como negros.
Vacilo entre quedarme a disfrutar de mi bondiola y mi queso o salir a cenar. Opto, nomás de puro curioso, por probar una pizzería que, me entero, queda en las casi afueras del villorrio, vale decir, como a uno o tal vez dos kilómetros. Hay gran cantidad de gente, familias enteras, tomando mate sentadas al aire libre en la acera. Algunas hasta están cenando. Como a un kilómetro de haber salido siguiendo el asfalto que lleva a la carretera, me entero de que no hay una sino dos plazas más, aunque menos atildadas que la central, pasando la segunda de las cuales se concentra la movida concepcionense. Movida literalmente, porque se trata de una convergencia de motos o más bien motonetas pobladas de jóvenes que no se han enterado, por suerte, de los avatares de la moda sartorial y capilar de sus coetáneos capitalinos. Y llego así y así me siento en la vereda de la susodicha pizzería, donde se me ha adelantado un cuarteto de féminas de diferentes edades y nivel de atractivo. No hay cerveza en lata ni vino en botellita, de suerte -es un decir- que voy a cenar con Sprite. Pero poco importa, porque al rato me sirven… a ver que pienso bien para no decir una cosa por otra… sí, no: ¡la peor pizza que he probado en mi vida! La masa quebradiza y el queso entre insulso y con gusto a nada. Como me muero de inanición doy cuenta de tres de las diez porciones y el resto se lo regalo al mujerío que lo agradece encantado. Lástima terminar así un día tan bello. Y van dos comidas de mierda sospechosamente contiguas: ayer en Resistencia y hoy aquí.
Bueno, pero a dormir que mañana a las ocho y media me pasan a buscar para incursionar por los esteros.
Sábado 23
Me despierto a las siete, me aseo, me hago un sándwich (¡pero no tengo café!) y, apenas me siento a revisar el correo, me toca la ventana Jorge, mi guía de hoy. Tiene cuarenta años, un hijo ya grande medio mostrenco y una de cuatro con su mujer albobahiense y docente. Oriundo de estos pagos, probó suerte en Buenos Aires, pero resolvió volver y ya no quiere partir. El camino al muelle se reparte entre diez kilómetros de ripio y otros diez de arena. A la entrada hay un chalet que funge de puesto de guardia y administrativo donde el guía de turno consigna nuestros datos, hora de ingreso y hora prevista de retorno. Hay varias camionetas estacionadas de exploradores que nos han precedido. Jorge retira la lona de la lancha, la lleva a la punta del muelle y me hace subir. El paisaje no podría ser más silvestre: el arroyo se abre paso entre camalotales y embalses. A las orillas manducan convivialmente familias de pecaríes o acechan los yaguaretés. Sobre los camalotales o los embalses montan guardia garzas esbeltas y elegantes. Cruzan delante de la proa bandadas de chajáes u otros pájaros de monta, o se perciben apenas entre los pajonales avecillas nimias como los martinpescadores. La paz es casi absoluta, y cuando Jorge apaga el motor, absoluta sin casi. Solo el sol implacable, morigerado apenas y cada tanto por alguna nube conmiserada, insiste en jodernos la existencia. En las paradas Jorge me va explicando. Hay, aparte de los embalses, islas de tierra firme; aquellas donde crecen árboles, y gente que vive en ellas. ¿Cómo hacen cuando necesitan un dentista o un médico? Ah, ahí la cosa se pone jodida. Pero es gente muy feliz, porque no tiene preocupaciones. Al cabo de varias lagunas y demás deudos, la cuenca desagua en el Uruguay y en el Paraná, pero es imposible navegarla toda, porque los embalses vedan el paso y hay que pasar las canoas a mano de un lado a otro. A las once desembarcamos en una isla que funge de refugio o apeadero: hasta tiene baño (no del todo funcional, las cosas como son) y algunas mesas y bancos de madera para picniquiar. Amarramos detrás de la lancha de Saúl, que está preparando el asado para una familia que no tardará en llegar en otra embarcación con otro guía. Yo marcho con toda le estabilidad que puedo sobre las tablas que llevan por sobre el humedal hasta la isla propiamente dicha, pero una de ellas cede y me embarro hasta el tobillo que es una gloria. Sentados a una mesa damos cuenta de las vituallas: sándwiches de miga, cerveza deliciosamente helada y alguna fruta.
Narra Jorge que, retornado al pueblo, su primera intentona fue poner una carnicería, pero que la cosa no llegó a prosperar, porque, Aquí no es como allá, que te traen la media res a tu negocio; aquí tenés que ir a buscarla en tu propia camioneta y, además, la carne es siempre de una vaca que ya ha parido dos o tres veces y no sirve más; aquí no se vende carne de ternera.
Duermo unos minutos en una hamaca hasta que llega la familia. La trae don Omar, un gaucho paradigmáticamente correntino: bombacha celeste, faja, camisa colorada, pañuelo celeste y sombrero de un metro de ala. Junto a él, el chaqueño Palavecino es un esquimal. Cuenta Jorge que don Omar vive en el estero, que tiene que cabalgar hasta el agua y ahí embarcarse en su lancha. Otro avistaje (¡ay, cuánto me falta un equivalente de insight!) efímero de la Argentina profunda, del país “real”, de la Patria que no llega a columbrarse desde Santa Fe y Callao. Levantamos campamento y vamos escapando a unos nubarrones que se han ido congregando a lo lejos y que nos descargan una llovizna de soslayo. A las dos hemos dejado la canoa y marchamos rumbo a las cabañas.
Yo me tiro a dormir una merecida siesta, tras la cual procedo al correspondiente tecleo de pamplinas, a la espera de que Jorge y José vengan a cocinarme el prometido asado. A todo esto se ha puesto a diluviar. La lluvia es a lo tropical y cesa a los quince o veinte minutos, pero bastan para que el Fiat quede que ni en la vitrina de la concesionaria. Sentadas bajo el alero de la cabaña vecina toman mate María José y su hija Luz. Luz tiene trece años y el pelo del color del pelo, lacio sobre el cuello, la piel del color de la piel, sin tatuajes cartográficos ni argollas metálicas colgadas de las orejas, la nariz, los labios o la lengua y viste como vestía mi hermana a los trece años: una blusa, un pantalón y sandalias. Yo pienso en Xoch y sus amigas. ¡Claro, ellas son de la Capital!
Mientras Juan, el casero, prepara la parrilla, aparecen Jorge y José con la carne para el asado. Charlamos largamente. José es descendiente de libaneses y, aunque no masculla una sílaba de árabe, ha nominado a sus infantes Faruk y Farid. Descendiente de libaneses, pero por parte de padre, porque la madre es brasileña. Es que este es nuestro país. Como de decía mi desparecido y entrañable Juan Gerona, Vosotros, los argentinos, sois hijos de todas las leches. Y yo cuento la historia del turco Assef (vide “De rusos, polacos, gallegos y petizos”)
“Un amigo de mi tío, concesionario de Ford en Esquel, es el turco Assef, cuyo padre, sirio, huido en medio de la noche, los incendios y los gritos de mujer de las matanzas de los turcos en el Líbano, había dado instrucciones precisas a sus dos hijos para que le rompieran la crisma a quienquiera los llamara turcos, ¡Papá, no podemos: Son nuestros amigos! Y así, el turco Assef padre no tuvo más remedio que enterarse por las buenas que en la Argentina la sangre derramada afuera no se puede cobrar.”
He tenido que abrir este viejo texto para recordarlo y no puedo resistir la tentación de citar un párrafo más:
En La Patagonia Rebelde, las huestes anarcocomunistas del Gallego Soto son el alemán, el polaco, el ruso, el tano. Hay una reunión en el sindicato donde se declara la huelga. Están los inmigrantes chilenos, bien achinados ellos, que también participan. De pronto, los europeos se ponen a cantar, cada uno en su idioma, La Internacional. Los chilenos son los únicos que no la saben. Ese día aprenden, en mil idiomas que no comprenden, que las causas se pueden cantar. A la huelga se van a sumar los peones de las estancias vecinas. Gauchos argentinos, chilenos expulsados por la miseria, alemanes y polacos que han huido de la carnicería de las trincheras de Europa, gallegos perseguidos, rusos con la memoria cargada de pogroms van a mezclar sus sangres en una tierra que casi ninguno conoce para que la discriminación más terrible, la de los que no tienen más que su fuerza de trabajo para vender o que les roben, acabe para siempre. No lo lograron ni ellos ni nadie después. Pero el sueño vive, y algún día volverá a soñarse bien despierto. La única escena verdaderamente memorable de Tango, de Carlos Saura, es cuando llegan al puerto los inmigrantes con sus bártulos, sus críos, sus pecas, sus rulos, sus turbantes, su chadores, sus yármulkes. La música es el Va pensiero de los judíos errantes con que el joven Verdi irrumpe en la historia de la música. De pronto aparece un taita, recién emigrado él también, pero del campo, donde ha dejado agonizante a Santos Vega. Saca a bailar a una polaquita y en ese instante nacen una música, una ciudad y una nación. Una música triste, una ciudad cosmopolita hasta el delirio y una nación hecha de retazos de otras naciones que todavía no termina de cuajar… el resto sigue siendo historia.
Les cuento de mi encontronazo don la correntinidad acérrima de Juan Ramón y Jorge acota, ¡Eso es de palabra, aquí estamos de hecho! Y, en efecto, de hecho estamos, apenas habiéndonos conocido, como kuyankas de toda la vida (raro, la Güiquipedia no recoge el nombre sioux para “hermanos de sangre”; se conoce que jamás han leído El Llanero Solitario).
Han pasado dos botellas (Juan no bebe vino) y me pesan los párpados, agobiados más por el torrente de experiencias que por el sueño. Mis amigos se marchan y yo me arrojo sobre el lecho. El resto es silencio.
Domingo 24
No enciende la cocina y, por segunda mañana consecutiva, no puedo tomar café. Por suerte, Juan me trae una pava hirviente y ahí sí, me doy el lujo oriental de una bolsita de café -bueno, es un decir- instantáneo La Virginia. Dicen que la guerra es peor. Eso y un sánguche de bondiola, queso y tomate hace las veces de un tradicional liviano en jarrito y tres medias lunas de grasa… en fin. Es que, que yo haiga oserváu, en el pueblo no hay donde tomar un café; ¡si hasta parece Sáenz Peña! Pero poco importa, porque he determinado que hoy descanso (han sido, al cabo, dieciséis días literalmente sin parar), para aprovechar el aire acondicionado dentro, el paisaje de sol y el chismerío de los pájaros fuera y la necesidad de poner orden en la biblioteca existencial, atiborrada que se ha puesto de memorabilia reciente. Es bueno, corroboro, teclear las pamplinas reposado y sin apremio, deteniéndome a ver si encuentro un adjetivo más preciso, una manera más eficaz y amena de decir, que a uno le gusta, literalmente, cuidar las formas.
Como a las diez y media salgo a dar una vuelta, con la endeble esperanza de que el Museo del Campo esté abierto. No lo está, pero el pretexto es válido para dar una vuelta un tanto más ambiciosa. Descubro así dos placitas más, todas con intrincados juegos infantiles medio desharrapados pero funcionales. El resto del pueblo sigue más o menos idéntico a sí mismo: casas de adobe, negocios berretones, caballos y perros mostrencos… y un hospital que ocupa una manzana entera. Algo que me olvidé de consignar y que he apreciado desde Córdoba hasta aquí es la cantidad de árboles floridos que endulzan hasta las calles más humildes. Hay, invariablemente, un asomo de belleza en los sitios menos esperados, como si la especie se resistiera a conformarse con la miseria y la fealdad.
Nuevamente en casa, me aplico pacientemente a descargar los centenares de fotos que se me han venido acumulando. Entre tanda y tanda, voy leyendo los cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir, de Leonardo Padura, ferozmente melancólicos, como todo lo que lleva escrito. Yo, en cambio, me asombro de haber podido sustraerme a los tentáculos pegajosas de la melancolía y la nostalgia. Evoco con alegría todos los momentos maravillosos que sé que no podrán repetirse y siento una enorme gratitud por haber podido vivirlos. Es como recordar un hermoso viaje del cual he regresado y del que, cada vez cada más tanto, miraré las fotos con una tierna sonrisa. Se me ocurre, ahora que lo anoto, que no sentir el pasado como si fuesen cadenas sino recua de momentos dulcemente entrañables es la mitad de la felicidad. El resto es futuro.
Por cierto que, en medio de la lectura, me sorprende la llamada de mi gomía tucumano Esteban Marchese, que, al enterarse de que anduve por sus pagos y no lo llamé se consterna. Y más yo, por no haberlo pensado. Habría sido gratísimo juntarnos a charlar empanadas y vino por medio. En fin… otra vez será. Aunque, con esto de que se columbra cada vez más nítidamente el carretel, no han de quedarme demasiadas otras veces para ser. Alejandro Magno murió de purrete lamentando que no hubiera más mundos que conquistar. Yo, mucho más anciano, me acoquino ante todos los mundos que me faltan, pero todo en esta vida no se puede, queselvaser.
He querido meter el auto a la sombra, aquí en el predio de las cabañas, y terminé empantanado hasta el caracú. Por suerte, María José se trae a su padre, Omar, que es emperador de una portentosa 4×4 y, tras algún intento fallido porque la soga se resiste al menester, me lo saca. ¡Pensar que el diluvio me lo había dejado impoluto! Pero nada, a la vuelta hay un lavadero artesanal y el dueño me lo devuelve a la pristinidad en quince minutos. De ahí voy, otra vez, al Museo del Campo. Lástima que no tienen luz y no pude apreciar del todo una colección muy interesante de enseres de toda laya. Me cuenta el curador que lo inauguraron hace cuatro años, y que los otros tres también son recientes. De ahí paso por el chino que es china venida de lejos a comprarme algo para comer (tras el fiasco del otro día, desconfío de la oferta gastronómica local) y una botella de buen totín para Omar. Se han hecho pasadas las seis y, como de consueto, mi alma ya vuela por la carretera. Solo le falta que el cuerpo la alcance mañana.
Lavo la musculosa que se me embarró tratando de desatascar el auto y, yaquestamos, el calzoncillo, me doy una ducha y me pongo a leer a Padura. A las ocho y centavos me como las dos tajadas de matambre y uno de los tomates que le compre a le chine (¡viva el lenguaje inclusivo aunque el español perezca!) mirando un episodio de Vera, la espléndida serie policial inglesa. El único pelo en la sopa es la música que sale como un tsunami del cubil de Juan. Cruzo el parque a pedirle que la baje y vuelvo a atisbar ese sitio inverosímil. La puerta está perennemente abierta y perennemente ha derramado sobre esta parte del planeta su magma sonoro. Sentada en el catre a la derecha, una momia de mujer que me mira fijamente con ojos como de besugo. De espaldas a la puerta, Juan, con sus facciones de indio cinceladas a puro ángulo recto, sentado también inmóvil frente a la pantalla de plasma. Apenas queda espacio para un par de cachivaches y la cocina. Pero el chamameceo infernal no proviene de la tele, sino de unos parlantes que no llego a divisar. Juan accede sin rencor a menguar el torrente de decibeles y yo regreso a la ahora sí paz absoluta.
Son las diez y media. La serie acaba de acabar y yo termino de terminar estas pamplinas. Mañana comienza la cuenta regresiva.
Lunes 25
A las seis estoy despierto, aseándome, desayunando mi sánguche y verificando mi correo, sabedor de que me va a entrar una somnolencia complementaria, que ya tengo encima y resisto para teclear estas pamplinas y anotar una de tantas boberías del Diccionario de la Lengua de la RAE: cinegético = relativo a la cinegética; cinegética = cinegético. En fin…
Salgo finalmente a las diez y centavos. Tengo unos 350 km, vale decir, cuatro horas de ruta. El paisaje vuelve a ser plano y verde, con algunos árboles amontonados aquí o allá, y la carretera vuelve a estar casi desierta. Paso por varios pueblos con mucha gente en la calle. No sé exactamente dónde, pero es obvio que estamos en pagos del gauchito Gil, porque todos los chiringuitos que bordean la calzada venden baratijas relacionadas con él y hay más banderas rojas que en un Primero de Mayo en la Moscú soviética. (porque, por alguna razón ajena, lástima, al marxismo, todas las capillitas dedicadas al santo cuatrero están ornadas de banderas bermejas. Hasta llegar a Curuzú Cuatiá me habrán parado unas cuatro o cinco veces para preguntarme de dónde vengo y adónde voy, y para tomarme la temperatura. A la entrada de
CURUZÚ CUATIÁ
me ordenan hacerme una nueva prueba, porque la de Empedrado ya es obsoleta. Tengo que esperar en la puerta de la escuela habilitada ad hoc a que llegue la médica que, por suerte, me da el alta.
El hotel Continental ha sido un edificio colonial, según lo atestiguan el patio en torno del cual se distribuyen los cuartos y el aljibe central, pero de cuya arquitectura original no queda un solo ladrillo. Me doy una ducha, me organizo, duermo una siestita y, en general, pierdo tiempo hasta que pase el bochorno de los 33 grados (¡aunque parece que he venido al norte a salvarme de la canícula porteña!). Para cuando me voy a dar mi paseo ya la tarde se ha puesto balsámica. Bajo por la calle del hotel y, cuando perime el asfalto, cómo no, vislumbro la inconfundible arquitectura ferroviaria de la estación, que está ocupada a rabiar, con ropa tendida casi a todo lo largo del alero. La vía, eso sí, ha de estar en servicio, porque está razonablemente pulida (dentro de un rato voy a descubrir, además, una barrera en uso). Fuera de la estación propiamente dicha, no queda nada que rememore el ferrocarril. Del otro lado de las vías, como era de esperar, se acaba el asfalto y comienza la pobreza. Vuelvo al centro por un bulevar que desemboca en la plaza principal y tiene un monumento algo berreta a los combatientes de Malvinas: unas piedras cubiertas de pintura blanca que simula nieve sirven de pedestal a un soldado que cae en una pose parecida a la del miliciano español magistralmente fotografiado por Robert Kappa.
¡Insólitamente, en torno a la plaza no hay un solo café! Pregunto a una chica y me dice que hay uno cerca de la terminal de ómnibus. Doy vueltas y vueltas admirando los muchos edificios decimonónicos, todos de inconfundible alcurnia itálica, pero nada. Finalmente me indican Piacere, a unas pocas cuadras. Ahí sí, por fin, me zampo mi protocolar primera birra. En eso estoy cuando me llama Xoch, quien me pregunta, Ante todo, cómo estás (¡así, con ese!), Muy bien; me llamás para pedirme plata, No exactamente, ¿O sea?, Me saqué los bráckets (es decir, los frenillos, ¡o sea, que ya no tengo hija zezioza!), pero lo pagué con la tarjeta de Vale, Ajá, Pero Vale tiene que sacarse una muela y sale dos mil pesos mexicanos, ¿Y tu hermana no tiene seguro médico?, Sí, pero aquí los seguros no cubren dentista, Ajá, Y el dinero que mandaste se está acabando, Bueno, cuando llegue al hotel, les giro, y si la ves a tu hermana, mandale saludos. Menos mal que no me llamaba exactamente para manguar; si no, vaya uno a saber cuánto me habría costado.
La calle de Piacere, enresulta, es la más principal y sobre ella hay, las cosas como son, varios cafés más, y los hay, además en otras calles. Sigo yirando a medida que la luz se torna crepuscular, cargo nafta y, al cabo de otro par de horas, retorno a Piacere a cenar una bondiola de cerdo al plato. En mi inocencia, pido, nomás, eso: una bondiola al plato con papas fritas. Como no hay vino en botellita o por vaso, he de conformarme con una cerveza, que, como la de esta tarde, está gloriosamente gélida. Y entonces llega la bondiola, a saber: un plato casi tan amplio como un viejo long play en el que se disputan cada milímetro cuadrado, apiladas, varias hojas de lechuga, varias rodajas de tomate, varias lonjas de bondiola, dos o tres fetas de jamón cocido bañado en queso fundido y, a horcajadas del jamón, un huevo frito. Y después vienen las papas. Es, desde luego, una barbaridad, pero está tan deliciosa que me degluto hasta la última semillita del tomate y la última papa frita. Pensaba tomarme un helado de postre… y, en realidad, lo sigo pensando, solo que ya estoy en pelotas tecleando estas pamplinas.
Pero sucede que no tengo vaso y la administración está clausurada, de suerte que decido salir a comprarme un jugo de naranja y, yaquestamos, el susodicho helado. Que compro en una heladería de lo más pipí cucú y que resulta sabrosísimo, pero el cucurucho con una bola de sambayón y otra de chocolate con pasa y rhum es tan abundante que termino desechando la mitad… ¡Yo! No hay caso; me estoy poniendo viejo, nomás.
Doy una postrera vuelta nocturna que me lleva a lo que parece el Vincennes de la ciudad y que me prometo atisbar mañana antes de partir. Bueno, ahora sí estoy en casa, a las cero diez de la noche o la mañana, según.
Martes 26
Me desvelo como a las tres y miro por iutiub una encantadora serie policial inglesa que no conocía: Rosemary and Thyme. El episodio transcurre en pleno verano en la Costa Azul y, en efecto, me entra una dulce nostalgia de un café y un croissant o un pain-au-chocolat sentado en el mercado de Niza. Me duermo nuevamente a las cinco, aunque, pese a que he puesto la alarma a las nueve y media, me despierta a las ocho la metralla de la lluvia. Nada. Ya dormiré mi siesta napoleónica en una banquina (lástima, pero, el paisaje mojado entrevisto a través del diluvio, bien que sería la primera vez en casi veinte días, de modo que calavera no chilla). Empaco mi magra hacienda y, antes de afrontar el ceño de la mar tonante (¡salud, viejo Leopoldo Marechal!), me siento a teclear estas pamplinas (que habré cerrado sin guardar, menos mal que estaban hechas un bollito en la papelera de reciclaje).
Diluvia a lo universal. En las bocacalles el Fiat hunde la trompa en el agua como un acorazado su proa en mar picada. Cumplo con mi promesa de junar el Rosedal curucense, que es un bosque de lo más agradable y que, lo que son las cosas, queda camino de la carretera, que, por suerte, está prácticamente desierta. Primero no supero los ochenta por hora, pero luego puedo subir a cien sin riesgo. El único momento de zozobra es cuando viene el violento escupitajo que lanzan los camiones al cruzarse. El fragor d la lluvia, lástima, compite deslealmente con la sinfonía Oxford de Haydn, la maravilla que precede sus doce postreras londinenses. Concordia queda a doscientos kilómetros y no tengo apuro. El paisaje (hasta donde puede vislumbrarse) ha pasado de pampeano pelado a boscoso. De a ratos la tormenta arrecia y casi no veo la carretera. Ahí no hay más remedio que aflojar y buscar otro auto o un camión lazarillo. Pero, por suerte, los ataques de histeria pluvial no duran demasiado. Lo que me molesta es un leve si persistente dolor de hombro, producto seguramente de una mala posición o un golpe de aire, como el de San Antonio de los Cobres. Como digo, no es fuerte, pero sí sumamente molesto. Tengo el Tafirol en la maleta y bajar del coche, abrir el baúl y entrar a hurgar en ella va a ser un calvario, así que me aguanto hasta una estación de servicio. Van a ser casi tres cuartos de hora, pero el alivio es inmediato. La lluvia cas ha cesado y aprovecho para hacer un alto para comprar delicias regionales (mamón, higos y naranjas en almíbar, alfajores de arándanos, dulce de leche y frutas y dulce de leche tout court). Puede que pueda disfrutar de Concordia, después de todo. Porciertamente, la pipa que encendí al encarar la carretera me ha durado una hora y cuarto, todo un récord.
¡Las pelotas! A poco de retomar el rumbo entra a diluviar con más saña aún. Me ha entrado sueño y busco la entrada a una estancia para echarme una siestita de espaldas a la tranquera, La lluvia deviene amiga y me arrulla con su tableteo. Ya repuesto, continúo para salvar los treinta kilómetros que restan. Ingreso en
CONCORDIA
en medio del tsunami vertical por un acceso en mal estado que atraviesa barrios peor entrazados. Ya me estoy desilusionando de mis ilusiones cuando, ¡zas!, la gallega me instruye tomar Urquiza y de pronto comprendo que estoy en una de las ciudades más bellas de la Argentina. Las casas italianas (Concordia data de 1830) se suceden compitiendo a ver cuál gana. Es como si hubieran comprimido a Santa Fe con Rosario con Curuzú Cuatiá con Salta y el resultado fuera un concentrado de delicias arquitectónicas.
Dejos las cosas en el hotel (el más pior después del de Salta, con baño comunal pero con puerta que sí cierra) y salgo a almorzar mi primer pescado de río. Como no hace demasiado calor, me he puesto la campera con capucha que me ahorra el incordio del paraguas. Estoy a cuatro cuadras de la Plaza de la Catedral. La lluvia es casi un recuerdo, pero como sigue vivo, voy en auto. Los edificios aledaños a la plaza son magníficos, incluida una incongrua Municipalidad en estilo netamente mussoliniano. Me como una boga la horno con papas fritas y sigo con mi paseo, que, como no podía ser de otro modo, me lleva a la estación, un edificio para variar portentoso y para variar en derrota, aunque en las vías se alinean interminables recuas de vagones de carga. El nomenclador reza Concordia Central, lo que lleva a sospechar que hay al menos otra Concordia más. En efecto, un pibe que toma mate en el andén me explica que es la que ahora funge de Centro de Convenciones. Para allí voy y logro entrar por el otrora patio de maniobras y retroceder unos trescientos metros entre galpones supongo que ocupados y un par de vagones toda herrumbre (más uno que es a la flora lo que los pecios a los corales, cubierto que está de yuyos que le surgen de todas partes). De la estación quedan los dos últimos tramos de vía entre sendos andenes protegidos por sendas pérgolas. Al término de uno de ellos duerme o agoniza un vagón de los que creo que fueron herederos de los tranvías Lacroze, supuestamente Bar Temático y Literario y efectivamente cerrado. Para ver el edificio de la estación tengo que desandar el patio de maniobras, pegar la vuelta y entrar por la entrada. Es, también, un edificio fascistoide, todo ángulos rectos.
Ha salido el sol y se ve que con ganas de joder. De regreso al centro paso por el inconcebible, el magnífico, el que ni en Recoleta palacio Arruabarrena. Una maravilla que anonadaría al mismísimo palacio Ortiz Basualdo que tanto le gustó al Príncipe de Gales y hoy alberga la Embajada de Francia. En él funciona el Museo Histórico Regional, pero está previsiblemente cerrado, igual que el judío. Y ahora a la Costanera, que es un paseo bellísimo con un hermoso parque de un lado y la suave barranca que, playa de arena por medio, se desliza bajo el río. Del otro lado, que casi se puede tocar, el Uruguay.
Me he ido deteniendo cada cien o doscientos metros a fotografiar maravillas y casi llega un momento de exasperación. ¡No me jodan más que ya estoy harto de tener que bajarme a cada rato! Pero, como llevo encendida la pipa, resuelvo pasear hasta que se extinga, cosa que sucede en torno de las seis de la tarde. Vuelvo al hotel darme una ducha que me despegotee el sudor y a seleccionar y editar las fotos e ir completando mis pamplinas. Entre una cosa y otra, se hacen las nueve y media y, aunque no tengo nada de nada de hambre, salgo a cenar otro pescado. Lo pagaré caro. No en contante, que es una birria, sino porque no lo puedo terminar y ahora, cinco de la mañana que son, sigo repitiéndolo.
Miércoles 27
He pasado una noche de los mil demonios y sé que voy a tener que mandarme una siesta pronto. Parto para Salto Grande, sin demasiadas esperanzas de que me dejen entrar a ver la represa. En efecto, niporputas. De camino, me mando mi siesta. No he desayunado, de forma que me reservo la pipa. Entrando a la ruta, por fin me tomo un feca con lunas y ahí sí, la pipa. ¡Que me va a durar una hora y cinco! El paisaje es agradable, como siempre totalmente verde y, cada tanto, muy arbolado. Hay más tránsito que otras veces, pero nada del otro mundo, y la autopista está perfecta. Llego a
CONCEPCIÓN DEL URUGUAY
Concepción como al mediodía. El hotel está lo más bien, pero hace un calor insoportable. Por primera vez desde que salí no tengo nada, pero nada de ganas de pasear y sacar fotos. Me duermo una siesta hasta las dos y salgo a dar vueltas con el Fiat. La ciudad es como la recuerdo, en el estilo de Santa Fe o Concordia, construcciones itálicas nutridas y bien conservadas. Enfilo para la estación. Es un edificio hermoso y en bastante buen estado. Por el patio de maniobras de distribuyen cinco vaporeras desdentadas de bielas, y hay otra abandonada en el taller. La caminata es supliciante: siento que el sol se me clava como un puñal. Para no desperdiciar la salida me voy a la Costanera, que recuerdo hermosa. Lo es. Pero a gatas si atino a comprarme una Coca que beberé en el auto. Algo anda mal, estoy demasiado cansado. Regreso al hotel a esperar que se hagan las seis.
A esa hora vuelvo a salir y ahora sí, recorro las calles con mayor entusiasmo, pero no me siento del todo bien. A las siete y centavos me siento en un bar frente a la plaza y me pido una limonada (!) y una pizza (!) que no es tan espantosa como la de la otra Concepción, pero sale cómodamente segunda. No la termino. A las ocho y media, tal vez antes, me desplomo sobre la cama. Ojalá pueda despertarme bien temprano para pasear antes de que estalle el sol.
Ha sido, francamente, un anticlímax. Acaso porque ya me fui, y el cuerpo, para variar, se queda atrás medio huérfano.
Jueves 28
Me despierto a las cuatro. Todavía es de noche, de suerte que me pongo a teclear estas pamplinas que sé totalmente indignas de las precedentes. No hay nada que hacer: me he secado.
¡Pues vea usté que no! Porque salgo a caminar y caminar y fotografiar y fotografiar maravillas con el mismo deleite de siempre. Se conoce que ayer no fue mi día, una especie menstruación existencial secuela del puto dorado de la cena en Concordia. A las siete volví al hotel, chapé el Fiat y me mandé pa’ la costanera, que estaba cerrada, y aproveché, entonces, para dar vueltas y vueltas admirando la entrañable arquitectura. Entre la cual me sorprendió una casa de tres pisos estilo entre racionalista, Bauhaus y Lego, de lo más original y todavía no puedo decidir si bella, y un edificio como de treinta pisos de paredes cubiertas íntegramente por una especie de placa lisa color ocre y ventanas relativamente pequeñas que tapan los balcones y que recordaban los laterales del crucero en que viajamos Xoch y yo el año pasado y la escalera de servicio en la esquina, al aire libre, medio a lo Le Corbusier o Myes van der Rohe. Original, la erección, y tal vez apta en Puerto Madero o Catalinas Norte, pero en Concepción le queda como un sobre todo militar tres talles más grandes a una adolescente en bikini. Pero lo que más me conmovió fue una placa (parece que varias veces vandalizada) que recuerda, con nombre y apellido, a los desaparecidos de la ciudad. Y vuelvo a clamar entre mí. ¡NUNCA MÁS, HIJOS DE REMIL PUTAS; NUNCA MÁS!
Ahora acabo de desayunar. Termino de teclear estas pamplinas, me duermo una siestita complementaria y ¡en marcha!
Voy lo más campante por la autopista, esta vez razonablemente cargada de camiones, cuando los paneles me advierten de la salida a Gualeguay. Como no son ni las once, para allí me mando, a ver. A todo esto, el celaje se ha puesto bruno y han caído, con mayor o menor convencimiento, algunas gotas. Bueno es, porque no va a hacer tanto calor. Unos cien kilómetros y una pipa por una ruta provincial nuevamente impecable me dejan, entonces, en
GUALEGUAY
Que comienza, como Concordia y Concepción, poco auspiciosamente. Dejo que la nariz me conduzca y, cuando por fin me detengo en una esquina sin más pretensiones que un par de edificios alli‘taliana, una señora me confirma que estoy en el epicentro mero del pueblo, pero que polo climático queda a un par de cuadras, donde la peatonal desemboca en la plaza. Dejo el Fiat amarrado al palenque y entro a caminar. ¡Menos mal que me desvié! Porque Gualeguay es una ciudad tan bella como Concordia o Concepción, si claramente de menor monta. Las construcciones de pro se suceden casi sin solución de continuidad de cuadra en cuadra. La plaza San Martín es la más hermosa de las tres ciudades que me he regalado en Entre Ríos, sin edificios incongruos que vengan a mellar la pureza arquitectónica. El palacio que fue de la gobernación o algo por el estilo, y ahora se de LT38, Radio Gualeguay, ocupa toda una cuadra y recuerda el de Urquiza en San José, con una torre de catedral en el medio. Como en Concordia y Concepción, hay un nutrido bouquet edificios majestuosos, como el antiguo Banco de Italia, o la Biblioteca Popular “El Porvenir”, y casas particulares de enjundia y, si no, la entrañable seguidilla de fachadas de entre que llegó el aluvión inmigratorio y la belle époque. Como Santa Fe, Entre Ríos es tierra de gringos y, salvo el monumental Palacio Arruabarrena, no hay mansiones oligárquicas. Esta tierra, al cabo, fue básicamente colonizada en serio. Estos son los descendientes de los chacareros que pegaron el Grito de Alcorta (lástima que tantos se hayan olvidado). Me siento a tomarme un café con medias lunas y a editar y seleccionar fotos cuando comienza a lloviznar. Es hora, me digo, de mandarme mudar. Me equivoco, pero, porque ya en la ruta caigo en que he cometido el sacrilegio imperdonable de no visitar la estación. En fin. Otra vez será.
Y ahora sí, Buenos Aires… Prácticamente, porque levanto a una señora que va Zárate y, COVID gratias, se ha quedado sin ómnibus. La dejo exactamente donde va y, ahora sí ahora sí, a casa.
Justo es admitirlo: ha sido un viaje deputamadre.